Homicidio (87 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Y después de esto, la minoría desafortunada a la que le toca recibir no sufre una penitencia en consonancia con sus crímenes. De esos ciento once condenados por homicidio ese año, veintidós hombres y mujeres —un 20 por ciento del total— recibirá una condena de cinco años o menos de cárcel. Otros dieciséis —el 14 por ciento del total— serán condenados a menos de diez años. Teniendo en cuenta que la política de libertad condicional de Maryland hace que los presos cumplan un tercio de su condena, se puede decir con bastante seguridad que, tres años después de haber cometido un crimen, menos del 30 por ciento de la promoción del 88 de la unidad de Baltimore está aún entre rejas.

Los fiscales y los inspectores comprenden las estadísticas. Saben que, incluso en el mejor de los casos —uno de esos que el fiscal del Estado tiene ganas de llevar a juicio—, la posibilidad de éxito es de tres entre cinco. Así, cualquier caso en donde haya el menor indicio de que el crimen se ha cometido en defensa propia, o cuando los testigos son flojos o las pruebas ambiguas, son los primeros que se quedan por el camino, y se convierten en suspensiones o sobreseimientos.

Pero no todos los casos que terminan en un trato son necesariamente flojos. En Baltimore es posible cerrar un caso sólido con un trato; sucede cuando ni el acusado ni su abogado se presentarían a juicio en lugares como Anne Arundel o Howard o el condado de Baltimore. Pero en la ciudad, los fiscales saben que hay casos en los que, cuando van a juicio, suelen terminar soltando a los acusados.

La diferencia es, sencillamente, la Regla Número Nueve.

La lógica operativa de un jurado de la ciudad de Baltimore es un proceso tan fantástico como cualquiera de los misterios del universo. Este es inocente porque parece tan educado y ha hablado muy bien durante su declaración, ese porque no había huellas en el arma que corroboraran el testimonio de cuatro testigos. Y ese de ahí está diciendo la verdad cuando afirma que le arrancaron una confesión a golpes; lo sabemos porque, claro está, ¿quién coño confesaría un crimen si no le arrean bien?

En una decisión particularmente notable, un jurado de Baltimore declaró a un acusado inocente de asesinato, pero culpable de ataque con intención de asesinar. Creyeron el testimonio de la testigo, que vio al acusado apuñalar a la víctima en la parte trasera de una calle bien iluminada, y luego echó a correr para salvarse ella. Pero también creyeron al forense cuando les explicó que, de las numerosas heridas que había recibido el muerto, una en el pecho era la que le había provocado la muerte. Los jurados llegaron a la conclusión de que no podían estar completamente seguros de que el acusado apuñalara a la víctima más de una vez. Presumiblemente, otro atacante enloquecido habría pasado por ahí, después del primero, tomó su cuchillo y terminó el trabajo.

A los jurados no les gusta discutir. No les gusta pensar. No les gusta estar sentados durante horas, revisando pruebas y testimonios y alegatos de la defensa y la acusación. Desde el punto de vista de un inspector de homicidios, un jurado en un caso penal se resiste a cumplir su obligación de juzgar a otro ser humano. Después de todo, este proceso que etiqueta a la gente como asesinos y criminales es desagradable y doloroso. Los jurados quieren irse a casa, escaparse, dormirse. Nuestro sistema legal prohíbe un veredicto de culpabilidad si queda la más mínima duda acerca del acusado. Pero en realidad, a los jurados les gusta la duda, y encerrados con el estrés de la sala de deliberaciones, todas las dudas se convierten en razonables motivos para emitir un veredicto de inocencia.

La duda razonable es el eslabón más débil de la cadena de cualquier fiscal. Cuando el caso es complejo, las dudas se multiplican. En consecuencia, la mayoría de los veteranos de la fiscalía, que llevan mil cicatrices de anteriores rifirrafes, prefieren un homicidio sencillo, un caso fácil con uno o dos testigos. Es un alegato más fácil, y también es más fácil para los jurados aceptarlo. Creen o no creen a los testigos, pero, sea como sea, no se les ha pedido que piensen mucho, ni que presten atención durante largo rato. Pero el expediente más grueso —ese que un inspector construyó durante semanas y meses, el que contiene una montaña de indicios que no son obvios, y que necesita un fiscal capaz de juntar las piezas de un rompecabezas delicado— es el tipo de caso que, si termina frente a un jurado, puede acabar muy pero que muy mal.

Porque, al menos en Baltimore, el jurado medio no quiere pasarse horas contemplando las inconsistencias del alegato de la defensa, o la compleja red de testimonios que suele hacer falta para reventar una coartada falsa, o las discrepancias entre el informe del forense y la tesis de que el acusado lo hizo en defensa propia. Es demasiado complicado y abstracto. El jurado medio quiere tres ciudadanos de pie que afirmen que lo vieron todo, y un par más que les expliquen las razones por las que el asesino hizo lo que hizo. Con el arma del crimen, unas huellas y una identificación por ADN —Dios mío—, el jurado está listo para repartir un justo castigo.

Sin embargo, para un inspector, los casos circunstanciales son los que a menudo representan la mejor labor policial, y por esa razón la Regla 9B posee un profundo significado. En teoría, los casos fáciles van solitos a juicio. Pero los mejores —esos de los que se enorgullecen un buen policía— siempre terminan con los peores jurados.

Como con cualquier elemento de la maquinaria de justicia penal el tema racial también influye en el sistema de jurados de Baltimore. Puesto que la gran mayoría de la violencia urbana son crímenes de negros contra negros, y que los jurados se seleccionan de entre una población que es negra en un 60 o 70 por ciento, los fiscales de Baltimore van a juicio sabiendo que el crimen se verá a través del cristal de la sospecha histórica de la comunidad negra de que el departamento de policía y el sistema judicial están controlados por blancos. El testimonio de un agente o inspector negro se considera, por lo tanto, necesario la mayor parte de las veces, como un contrapeso para el joven acusado que, siguiendo el consejo de su abogado, lleva su traje de los domingos y la Biblia bajo el brazo. Que las víctimas sean negras importa menos; después de todo, no pueden pasearse frente al jurado como un ejemplo de probidad cristiana.

El factor raza en el sistema judicial es reconocido por fiscales y abogados —blancos y negros— aunque el tema rara vez aflora durante el juicio. Los mejores abogados, sin importar de qué raza son, se niegan a manipular al jurado utilizando triquiñuelas relacionadas con eso; los otros pueden hacerlo con las sugerencias más indirectas. Así, la raza es una presencia tácita que acompaña a casi todos los jurados hasta la sala de deliberaciones. Una vez, en una rara referencia, la abogada de la defensa, que era negra, se señaló el antebrazo durante su alegato frente a un jurado compuesto por doce hombres y mujeres de esa misma raza. «Hermanos y hermanas dijo, y dos inspectores blancos se pusieron como motos al oírla, sentados en las últimas filas de la galería, creo que todos sabemos de qué va este caso.»

Pero sería erróneo afirmar que los jurados de Baltimore son mas indulgentes sencillamente porque hay más porcentaje de afroamericanos. La desconfianza de la comunidad negra frente al sistema legal es un fenómeno real, pero los fiscales más veteranos te dicen que algunos de los mejores jurados que han tenido eran de negros, mientras que los peo res y más indiferentes eran mayoritariamente blancos. Más que el color de su piel, lo que ha podrido al sistema judicial en Baltimore es ese factor que supera todas las fronteras raciales: la televisión.

Si uno busca doce personas al azar en Baltimore —en las zonas negras de Ashburton y Cherry Hill, o en las blancas de Highlandtown o Hamilton—, lo más seguro es que entre ellos encuentre a ciudadanos inteligentes y con criterio. Algunos habrán terminado el instituto, dos o tres habrán ido a la universidad. La mayoría serán gente trabajadora, unos pocos, profesionales liberales. Baltimore es una ciudad obrera, un pedazo del cinturón de herrumbre de la Costa este que jamás se recuperó cuando la industria del acero y del transporte marítimo norteamericano se fueron al garete. Una buena parte de la población está en paro, y sigue siendo una de las ciudades con una tasa de escolarización más baja. Los contribuyentes han huido de la ciudad durante más de dos décadas, y la gran mayoría de las clases medias y altas, negras y blancas, de Baltimore ahora viven en los alrededores de la ciudad. Son, esencialmente, la población censal de la cual se nutren los jurados del condado.

Así pues, la mayor parte de los que ponen pie en un tribunal lo hacen con el simplismo acerca del crimen y el castigo que se puede ver en una pantalla de 19 pulgadas. Más que otra cosa, es el tubo catódico —no el fiscal, ni el abogado defensor ni, desde luego, las pruebas— lo que conforma la mente de un jurado de Baltimore. La televisión garantiza que los jurados lleguen a un juicio con unas expectativas ridículas. Los jurados quieren ver el asesinato, para empezar: ver cómo se desarrolla frente a ellos, en una cómoda grabación que puedan detener o parar. O como mínimo, que el culpable se ponga de rodillas en el estrado y suplique piedad. Para qué recordarles que las huellas sólo se recuperan de una escena del crimen en menos del 10 por ciento de los casos: el jurado medio quiere huellas en la pistola, huellas en el cuchillo, huellas en todos los pomos de la casa, las ventanas y hasta en las llaves. ¿Vamos a contarles que los informes del laboratorio casi nunca terminan contribuyendo a construir un caso? El jurado quiere ver pelos y fibras y huellas de pisadas, o cualquier asomo de pseudociencia que la televisión lleva publicitando desde que se reemitían los episodios de
Hawai 5 0
. Cuando un caso llega redondo, con varios testigos y numerosas pruebas, entonces los jurados exigen un motivo, una razón, algo que le dé sentido al asesinato que ya ha sido demostrado. Y en esas raras ocasiones en las que a un jurado lo han convencido de que sí, es él, el tipo que va a ir a la cárcel ha cometido el crimen, entonces quieren esstar seguros de que realmente es una mala persona. Y que ellos no son malas personas por esa cosa tan terrible que se disponen a hacerle.

En la vida real, es imposible garantizar la absoluta certeza acerca del crimen y de la culpabilidad que la televisión ofrece. Tampoco es fácil esperar que un jurado abandone sus expectativas, aunque los fiscales que saben lo que hacen nunca dejan de intentarlo. En Baltimore los fiscales suelen llamar a expertos en huellas dactilares con cierta frecuencia, en casos en donde no se disponen de huellas.

Por favor, explíquele al jurado en qué proporción suelen recuperarse huellas de una escena del crimen y cuándo no. Indíqueles el motivo por el cual muchas personas, en función de su bioquímica en el momentó de los hechos, no dejan ninguna huella dactilar. Infórmeles de cómo se pueden borrar y eliminar las huellas dactilares. Háganles saber la forma en que las condiciones atmosféricas afectan a las huellas. Explíquenles lo difícil que es sacar una huella dactilar del puño de una navaja o de una pistola.

Igualmente, los inspectores saben que suben al estrado para librar una batalla perdida contra los últimos seis episodios de la serie de abogados de turno —todo empezó con
La ley de Los Ángeles
— en las que los protagonistas, que son abogados mucho más guapos de los que nos han tocado hoy, fíjate, siempre desfilan frente al jurado con primorosas bolsitas etiquetadas que contienen cuchillos, pistolas y se llaman «prueba número 1 de la acusación» y «prueba número 2 de la defensa».

Un buen abogado defensor puede generar una nube de humo y dudas durante diez minutos, obsequiando con una mirada ofendida a un inspector que trata de explicar que las armas tienen la mala costumbre de abandonar la escena del crimen antes de que la policía llegue.

¿Qué quiere decir con eso de que no tiene el arma del crimen? ¿Cree usted, ni por un instante, que este jurado condenará a mi cliente sin el arma del crimen? ¿Cómo que podría estar en cualquier parte? ¿Trata de decirnos que después de cometer un asesinato, el acusado huyó, se llevó la pistola con él y luego la escondió? ¿O insinúa que la tiró por el puente de la bahía de Curtis?

En
Colombo,
la pistola siempre está escondida en el armarito del bar, detrás de la botella de vermú. Pero ¿usted no comprobó la botella de vermú, verdad, inspector? No, porque no tiene el arma del crimen. Señoría, solicito que retiren las esposas al pobre corderito y le devuelvan al lado de su familia, que tanto le quiere.

Los fiscales e inspectores de Baltimore opinan, como un solo hombre, que la televisión se ha cargado irremisiblemente el concepto de un jurado que reflexiona y pondera el caso; ha sido estrangulado por líneas arguméntales que carecen de toda ambigüedad, en donde todas las preguntas encuentran una respuesta. El resultado es que los responsables de castigar a un criminal en Baltimore ya no se tragan el mito a Norman Rockwell, con doce hombres sin piedad en mangas de camisa discutiendo acerca de las verdaderas pruebas con un calor atroz. En el mundo real, más bien son doce descerebrados que se repiten una y otra que el acusado parece un tipo normal y callado. Luego se ríen de la corbata que ha escogido el fiscal. Los abogados de la defensa suelen decir que ese tipo de ideas acerca de los jurados proceden de policías y fiscales amargados, pero la verdad es que la falta de fe que los inspectores y fiscales sienten hacia el sistema judicial va más allá de eso. No se trata de que el gobierno gane todos los casos; el sistema no funciona así. Pero ¿alguien cree de verdad que el 45 por ciento de los acusados de homicidio contra los que se presentan cargos —el último tramo del largo y estrecho cuello de botella del sistema legal— son todos inocentes?

Así que los jurados son una especie de factor disuasorio para los fiscales, que están dispuestos a cerrar tratos por condenas menores, o aguantar que el caso termine pendiente, antes que gastar el tiempo y el dinero de los contribuyentes en casos de acusados que son claramente culpables, pero cuyos expedientes llegan al tribunal con escasas pruebas irrefutables. Un abogado defensor competente, o de oficio, sabe que en la mayoría de los casos, un jurado es lo último que el fiscal quiere, y utiliza eso como elemento de negociación cuando está cerrando un trato para su cliente.

Para los inspectores, la decisión de pactar o dejar un caso pendiente es un punto sensible en la permanente relación de amor y odio que mantienen con la fiscalía del Estado. Vale, piensa el inspector, están de nuestra parte. Bueno, trabajan para encarcelar a los criminales y cobran la mitad de lo que les pagarían en un bufete de abogados privado. Pero los buenos sentimientos salen volando por la ventana cuando un joven ayudante del fiscal, que apenas terminó la carrera hace dos años, abandona el caso de un crimen por drogas que al inspector le ha llevado tres semanas cerrar. Cuando eso sucede, lo ve todo rojo. Yo me he deslomado para traerle un puñado de testigos, algo reticentes, y ¿para qué? ¿Para que este inútil con un traje a rayas y una corbata chillona lo arroje a la bandeja del limbo? Joder, ni siquiera ha tenido las narices de llamarme, ni siquiera de preguntar por el expediente y cómo podríamos salvar el caso.

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