Homicidio (89 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Para un inspector con experiencia, eso es muy fácil. Después de todo, si es un típico caso de homicidio, lo más seguro es que la indiferencia sea genuina. Pero incluso cuando el caso le importa, un veterano no hace nada que así se lo indique al acusado, nada que diga que el veredicto será relevante en el mundo en que vive. En cierto modo, esa actitud le ofrece al acusado menos que la ira o el desprecio. En el juicio, el mensaje del inspector hacia el acusado es claro e inequívoco: ganes o pierdas, sigues siendo una mierdecilla marginal. Si el jurado te condena, vas a estar en chirona durante un tiempo. Y si no hace su trabajo, sigues sin importar una mierda. En seis meses volverás a la cárcel municipal, bajo otra acusación, eso es lo que dice la actitud del policía. Eso, o que alguien de mi turno estará por ahí dándote por saco una de estas noches.

Visto así, resulta extraño que el acusado tampoco se lo tome personalmente. Entran en el tribunal, después de pasar calor en las celdas del sótano. Están esposados de pies y manos, echan un vistazo a su alrededor y buscan la mirada del inspector. A menudo, saludan o hacen una inclinación de cabeza en dirección a su leal oponente. Si el juicio va para largo, en el curso de las sesiones algunos incluso se acercan y estrechan la mano del inspector o murmuran un agradecimiento sin sentido y sin razón, como si el inspector les hiciera un favor al presentarse en el tribunal.

Pero a veces, cuando el acusado está tocando las narices más allá de lo habitual —haciendo aspavientos en la sala, significándose con gestos o muecas, mirando de reojo e insultando por lo bajo al juez y al fiscal—, el inspector cruza la barrera psicológica. Sólo entonces reconoce al acusado como a un individuo, y puede llegar a deducirse que el resultado del caso le importa un carajo.

A principios de año, Dave Brown estaba en la sala cuando se dictaba sentencia contra dos acusados de la zona oeste, de veintidós y catorce años, acusados de matar a un pastor anciano durante un robo cerca del Hospital Universitario, la pasada primavera. Brown se quedó callado mientras el portavoz del jurado leía los veredictos de primer grado. El acusado de más edad perdió la calma. Se volvió y miró al inspector con furia.

—¿Estás contento, hijo de puta?

La sala se quedó en silencio, expectante.

—Sí —dijo Brown—. Estoy contento.

En la sala de un tribunal, es la máxima expresión que se permite un policía.

MIÉRCOLES 19 DE OCTUBRE

En su atestado despacho del cuarto piso de los juzgados del distrito Oeste, Lawrence C. Doan recoloca una pila de expedientes legales y se pasa los dedos por la base de sus mechones de pelo negro, para tranquilizarse. Hoy ni un pelo fuera de sitio. Hoy el nudo de la corbata está recto, como debe ser. Hoy las solapas de la chaqueta están impecables. Todo está en su sitio y no hay problema, excepto que va a presentar cargos por asesinato contra un acusado, hoy, en Baltimore. Es como conducir una camioneta Winnebago a través del ojo de una aguja.

Y ahora, cuando lo único que quiere Doan es que le dejen en paz para poder revisar sus notas y preparar su alegato inicial, un inspector de homicidios entra por la puerta para pasear a su fiscal por una serie de temas triviales, un acto deliberado de sadismo nacido del mismo impulso que lleva a los niños pequeños a arrancarles las alas a las moscas.

—¿Estamos preparados? —pregunta Garvey.

—Estamos preparados—dice Doan—. ¿Vienes a mi despacho diez minutos antes de empezar el juicio a preguntármelo?

—Sólo te pido que no jodas mi caso, Larry.

—¿Cómo iba a joderlo yo? —pregunta Doan—. Cuando me llegó, alguien lo había jodido antes.

Garvey lo ignora.

—Las fotos entran conmigo, ¿no? —pregunta, dudando sobre el orden de las pruebas.

—No —dice Doan, intentando pensar en cosas más importantes—. Las fotos entrarán con Wilson. ¿Dónde está Wilson? ¿Has llamado al laboratorio?

—¿Y las balas? —pregunta Garvey, ignorándolo—. ¿Necesitas las balas hoy?

—¿Qué balas? ¿Dónde está Wilson? ¿Sabe que…

—Las balas del maletero del coche.

—Hummm, no. Hoy no. Puedes llevarlas a control de pruebas —dice Doan, preocupado—. ¿Sabe Wilson que tiene que venir esta tarde?

—Creo que sí.

—¿Crees que sí? —dice Doan—. ¿Crees que sí? ¿Y Kopera?

—¿Qué pasa con él?

Doan empieza a cambiar de color.

—No vas a sacar a Kopera esta tarde, ¿no? —pregunta Garvey.

Doan hunde la cabeza entre sus manos, contemplando los hechos que conoce. El déficit del presupuesto federal está fuera de control, la capa de ozono se reduce, veinte países de mierda tienen armas nucleares, y yo, Lawrence Doan, estoy atrapado en una pequeña habitación con Rich Garvey a diez minutos de tener que pronunciar el alegato inicial.

—No, no necesito a Kopera —dice Doan, recobrando la calma—. Pero probablemente necesitaré a Wilson.

—¿Quieres que lo llame? —pregunta Garvey, ahora en broma.

—Sí —dice Doan—. Sí, por favor. Llámale.

—Bueno, Larry, si así te quedas más tranquilo, le llamo…

Doan fulmina a Garvey con la mirada.

—No se te ocurra mirarme así, cabrón —dice el inspector, apartándose la chaqueta del traje para dejar al descubierto la pistolera en su cadera y poner la mano en la culata—. Te voy a llenar de plomo aquí y ahora, y todo el mundo en el juzgado dirá que fue justificado.

El fiscal responde con su dedo corazón, y el inspector levanta la pistola unos pocos centímetros en la pistolera y luego se echa a reír.

—F. Lee Doan —dice Garvey, sonriendo—. Será mejor que no pierdas este caso, hijo de puta.

—Bueno, si tú hubieras hecho bien tu puto trabajo y me hubieras traído algunos testigos…

El lamento de siempre de los fiscales, oído mil veces al día por miles de agentes de policía en mil juzgados distintos.

—Tienes testigos —replica Garvey—. Romaine Jackson, Sharon Henson, Vincent Booker…

Ante la mención del nombre de Booker, Doan le lanza otra mirada asesina al inspector.

—Bueno —dice Garvey encogiéndose de hombros—, es un testigo, después de todo…

—Ya hemos hablado de esto, maldita sea —dice Doan, cada vez más enfadado—. No quiero que Vincent Booker declare como testigo. Eso es lo último que quiero.

—Vale —dice Garvey, encogiéndose de hombros—. Pero creo que te equivocas.

—Sí —dice Doan—, ya sé que lo crees. Y estoy seguro de que, si perdemos el caso, serás el primero en decir que tú ya me lo advertiste.

—Coño, pues claro que sí —dice Garvey.

El fiscal se masajea las sienes y luego mira hacia el montón de papeles que tiene sobre la mesa y que representan el caso del Estado contra Robert Frazier en el asesinato de Lena Lucas. Para fastidiar un poco a Garvey, ha exagerado lo mal que están las cosas: el caso contra Frazier es sólido y sí tiene testigos. Pero sigue siendo una acusación fundamentada en pruebas circunstanciales y, por tanto —como les gusta decir a los fiscales— depende de circunstancias fuera de su control. Sin un testigo ocular o el arma del crimen, sin una confesión completa o un motivo obvio, la red que conecta a Frazier con la muerte de su amante será muy fina. Para Garvey, que ha investigado el caso, Vincent Booker forma parte de esa red, y evitar que testifique como estrategia procesal sólo debilita el caso. Pero para Doan Vincent Booker es un cañón suelto en la cubierta del barco, un testigo al que el jurado podría considerar un sospechoso alternativo.

Después de todo, Vincent vendía la cocaína de Frazier. Conocía a Lena Lucas y ya había admitido estar al corriente de los acontecimientos que precedieron a la muerte de su padre. El propio Garvey creía que Vincent probablemente estuvo presente cuando Frazier exigió que el viejo Booker le devolviera la droga que se había llevado de la habitación de su hijo. Lo más probable es que Vincent se quedará quieto como un pasmarote mientras Frazier utilizaba su cuchillo para cortar repetidamente a su padre en la cara mientras le preguntaba dónde estaba el paquete. Puede que siguiera allí cuando al final Frazier utilizó el arma. Teniendo en cuenta esa posible secuencia de acontecimientos, nadie podía estar seguro de a dónde conduciría el testimonio de Vincent.

No, piensa Doan de nuevo, el riesgo de hacer testificar a Vincent Booker es mayor que el beneficio que se podría sacar de su testimonio, aunque intentar convencer de ello a Garvey es inútil. El inspector está seguro de que el abogado de Frazier, Paul Polansky, va a utilizar a Vincent Booker como sospechoso alternativo de todas maneras. Garvey cree que mantener a Vincent en un segundo plano favorecerá la estrategia de la defensa.

Esa diferencia de opinión unida a las preocupaciones habituales sobre la logística relativa a las pruebas y a los testigos basta para acabar con las últimas esperanzas que tenía Doan de un poco de tranquilidad antes de empezar el juicio. En vez de eso, un inspector y su fiscal empiezan el día tirándose los trastos a la cabeza.

Doan sonríe y luego echa a su torturador del cubículo para disfrutar de unos pocos segundos de silencio. Un veterano de los juzgados de Baltimore, Larry Doan es bajito y fornido, con pelo negro, tez pálida, quevedos y un ojo justo lo bastante bizco como para romper la simetría de su rostro. En la sala del juzgado, la apariencia y forma de ser de Doan sugiere un estado casi permanente de aflicción; a veces parece encarnar todos los clichés sobre el fiscal estresado y mal pagado de una gran ciudad, con su maletín lleno de mociones, respuestas a mociones y estipulaciones, con sus valores superados por la creciente marea de desesperación humana. Si la oficina del fiscal del Estado en Baltimore necesitó alguna vez a alguien que fuera el vivo ejemplo del trabajo del fiscal, Doan sería la persona perfecta.

Entre los demás abogados de la división jurídica, la reputación de Doan es razonablemente buena. Se dice de él que es justo, razonable y metódico tanto con las pruebas como con los testigos. Se prepara bien para los juicios, y su alegato final es siempre competente y muchas veces notable, aunque quizá no tan contundente ni emotivo como algunos quisieran. Pero en un aspecto es un premio extraordinario para un inspector de homicidios al que le preocupe de verdad un caso: Doan lucha a muerte. Si se le garantiza que el acusado es culpable y que no se puede llegar a ningún acuerdo previo razonable, Doan no tiene miedo de llevar a juicio casos difíciles. Como cualquier abogado, odia perder, pero está dispuesto a perder si la única alternativa a esa derrota es olvidarse del tema o un sobreseimiento.

Garvey cuenta con ello: sabe que Doan luchará, igual que sabe que las pruebas contra Robert Erazier son suficientes, pero no abrumadoras. Bromas aparte, está contento de que le haya tocado Doan en este juicio.

El inspector sale del cubículo del fiscal, baja por la escalera hasta el tercer piso y se queda frente a la puerta del juzgado de Cliff Gordy. Hay dos bancos en el pasillo y un tercero en la alfombrada antesala que precede al juzgado de Gordy. Puesto que es un testigo que debe permanecer aislado, Garvey hará de aquellos tres bancos su oficina durante la semana siguiente, mientras una causa que ha trabajado muy duro para construir avanza sin él.

Para Garvey, verse relegado a ser un ayudante del fiscal es siempre difícil de aceptar. Donan no es uno de esos abogados que quiere que a un policía se le vea y no se le oiga, sino que está dispuesto a aceptar consejos. Por otra parte, va a escuchar esos consejos, evaluarlos y luego llevar el caso a su manera. Garvey, que conoce el caso de Lena Lucas mejor que nadie, no es famoso precisamente por su tacto ni por su delicadeza; de hecho, no ha dado todavía con una opinión sobre algo que no se atreva a ofrecer. Y sin embargo, es Doan quien debe atravesar las puertas dobles del juez Gordy y conseguir llevar a buen puerto el juicio mientras que Garvey debe permanecer fuera y hacer de pastor de pruebas y testigos. La riña de esa mañana en la oficina de Doan revela este cambio de estatus: en febrero era Garvey quien sudaba el caso, esforzándose por desenterrar hasta la última prueba posible. Ahora Garvey tiene tiempo para bromear e incordiar. Ahora puede fingir no saber si Wilson, el del laboratorio, se va a presentar o no al juicio. Ahora puede criticar la estrategia del caso y exigir la victoria. Ahora es Larry Doan quien tiene que tirar del carro.

No obstante, Garvey desea fervientemente ganar este caso. En primer lugar, jamás ha perdido un caso que se haya juzgado frente un jurado, y le gustaría mantener impecable ese admirable historial. En segundo lugar, le gustaría vengar a Lena Lucas. Era una adicta a la cocaína y ayudaba a Frazier a traficar, pero, aun así, era una buena madre para sus hijas y nunca había hecho daño a nadie excepto a ella misma. Tanto las hijas de Lena como su hermana estaban programadas como testigos del Estado, y las tres están esperando con Garvey. El resto de la familia está ya dentro de la sala, pero antes, esa misma mañana, habían saludado a Garvey en el pasillo como si fuera Moisés bajando del Sinaí. Buena gente, piensa Garvey, sentado en el banco. Se merecen ganar.

El hombre del momento, Robert Frazier, ya está dentro de la sala, sentado en la mesa de la defensa junto a su abogado con una edición encuadernada en tapa dura del Nuevo Testamento frente a él, con un punto de libro de cartón metido en el Evangelio según San Lucas. Frazier lleva un traje oscuro de corte elegante y una camisa blanca nueva, pero de algún modo nada de ello enmascara realmente a qué se dedica. Justo antes de que entre el jurado, Frazier se estira, empuja hacia atrás la silla y bosteza como un hombre que se siente a gusto en aquel juzgado. Se vuelve para mirar a los miembros de la familia Lucas que están en la última fila, se queda contemplándolos un momento y luego se vuelve a girar hacia adelante.

Las mociones previas se dirimieron ayer por la mañana. Doan rechazó con éxito algunos intentos rutinarios de Paul Polansky, que intentó que la identificación que había hecho de su cliente la joven Romaine Jackson —que había visto a Frazier entrar en el edificio de Lena desde su ventana del tercer piso— fuera declarada inadmisible. Polansky afirmó que la foto de Frazier destacaba indebidamente en el conjunto que le mostraron a la chica porque estaba en la esquina superior izquierda y porque los otros hombres parecían más jóvenes y menos delgados. Gordy denegó esa moción, y también otra que pretendía anular la orden de registro que habían escrito Garvey y Donald Kincaid para el Chrysler de Frazier después de su arresto. Se habían encontrado balas del .38 en el maletero.

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