Homicidio (43 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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—A la mierda —dice Brown—. Voy a descerrajar a la muy zorra con una bala del treinta y ocho.

Kincaid y Garvey se ríen.

—¿Tenía alguna llave encima?

—Son esas que están ahí.

—¿Y esta?

—No, esa no, prueba la plateada.

El candado se abre y la caja de pescador se despliega y revela varios paquetes de bolsitas de plástico, una báscula portátil, un poco de dinero, una pequeña cantidad de marihuana, una completa colección de navajas y una jabonera de plástico. Abren las navajas con cuidado y no encuentran rastros de residuo rojo o marrón, pero, al abrir la jabonera, encuentran dentro una docena o más balas del calibre .38, la mayoría de ellas
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muy anticuadas.

Cuando los inspectores están casi listos para salir, Garvey toma los cuchillos y la jabonera y se los enseña a la madre de Booker, que sigue bañada en el resplandor azul-gris de la televisión.

—Sólo quiero que vea lo que nos estamos llevando, para que no haya problemas después.

—Qué es lo que se llevan?

Estos cuchillos —dice Garvey— y esto que hay en la jabonera, que son balas.

La mujer observa unos instantes los contenidos del recipiente de plástico, contemplando durante uno o dos segundos aquellos pedazos truncados de plomo del mismo tipo que los que se usaron para asesinar a su marido, del que se había distanciado, pero que era el padre de sus hijos. El mismo tipo de balas habían matado a una madre con dos hijos en una casa adosada a la vuelta de la esquina.

—¿Se llevan esas balas?

—Sí, señora.

—¿Por qué?

—Son pruebas.

—Bien —dice la mujer, volviendo a centrar su atención en el televisor—. ¿Se las devolverán cuando acaben con ellas, verdad?

La orden de registro para Booker ha llevado a Garvey al borde de cambiar dos asesinatos de rojo a negro en el lado de la pizarra de D'Addario, pero, irónicamente, Vincent Booker —si sabe jugar bien sus cartas— ya no es el objetivo de una investigación que lleva diecisiete días en marcha. Ahora, en cambio, es el eslabón más débil de la cada vez más endeble historia de Robert Frazier.

El puro trabajo de calle los había llevado a mitad de camino: Garvey y Kincaid habían revisado todos y cada uno de los elementos de la declaración de Frazier y descubierto, entre otras cosas, que la coartada de la cena no valía gran cosa. La segunda novia de Frazier, Denise, la anfitriona de la fiesta, desde luego no estaba dispuesta a encubrir a su hombre; recordó rápidamente que, la noche del asesinato, Frazier se marchó de la fiesta antes de las once, después de que discutieran. También dijo que Vincent Booker se había pasado por las viviendas sociales no una, sino dos veces; la segunda vez Frazier se marchó con él y no regresó hasta por la mañana. Denise lo recordaba bien porque había dormido sola esa noche, molesta por lo de la fiesta. La había planeado durante toda la semana y había comprado langosta y cangrejos azules del Chesapeake y mazorcas de maíz. Frazier lo había estropeado todo.

Denise incluso declaró que Frazier guardaba su revólver del .38 en la casa adosada que ella tenía en la calle Amity, y sorprendió más a los inspectores al mencionarles que ella escondía la pistola cargada en la caja de juguetes de su hijo al fondo del dormitorio. Ahora la pistola no estaba allí, les dijo; Frazier había venido hacía una semana y se la había llevado diciéndole que tenía miedo de que ella fuera débil y se la se diese a la policía.

Los inspectores se informaron también de que Frazier no se había presentado a trabajar en la planta de Sparrows Point la mañana después del asesinato, aunque había dicho que no se había molestado entrar por la puerta abierta del apartamento de Lena porque llegad! tarde al trabajo esa mañana. Tampoco Frazier había cumplido su promesa de traer su .38. Garvey se preguntaba por qué habría reconocido Frazier poseer tal arma o, de paso, por qué se había molestado en contarle su historia a la policía. Preguntas y respuestas: acabas de matar a dos personas y no hay ni pruebas físicas ni testigos que te puedan implicar directamente en ninguno de los dos crímenes. ¿Qué haces? A) Cierras la boca o B) Vas a la unidad de homicidios y mientes como un bellaco.

—La única respuesta que se me ocurre —musitó Garvey mientras escribía la orden de registro para la casa de Vincent Booker— es que cometer un crimen te vuelve idiota.

La historia de Frazier quedó todavía más destrozada por la aparición de una nueva prueba, una nueva vía que se debió tanto a la suerte como al trabajo de calle.

La noche del domingo del asesinato, una estudiante de instituto de dieciséis años que vivía en la casa adosada contigua a la de Lena Lucas estaba mirando desde la ventana de un tercer piso cómo el tráfico de la calle Gilmor iba reduciéndose conforme anochecía. A eso de las 23:15 —estaba segura de que llevaba varios minutos viendo las noticias locales—, la chica vio a Lena y a un hombre alto y de piel oscura que llevaba una gorra con visera salir de un coche deportivo rojo aparcado en la otra acera de la calle Gilmor. La pareja avanzó hacia ella, hacia la casa de Lena, aunque la joven no pudo ver mucho más que eso debido al ángulo de visión de su ventana. Pero oyó cómo se cerraba la puerta de la casa y, una hora después, a través de la pared común, lo que le pareció una breve discusión entre un hombre y una mujer. Tuvo la sensación de que el ruido procedía de abajo, de alguno de los apartamentos del segundo piso de la casa de al lado.

Durante un tiempo, la chica no le contó a nadie lo que había visto. Y cuando finalmente habló, no fue a la policía, sino a una empleada de la cafetería de su colegio que sabía que era hermana de Lena. Al oír aquella historia, la mujer instó a la chica a llamar a la policía. Pero la testigo no quería, y fue la propia mujer la que, al día siguiente, llamo a la unidad de homicidios. La joven se llamaba Romaine Jackson y, a pesar del miedo que tenía, sólo hizo falta un poco de presión para que hiciera lo correcto. Cuando los inspectores le mostraron una serie de seis fotografías, dudó sólo unos instantes antes de escoger la de Robert Frazier. Entonces, después de que la joven hubiera leído y firmado su declaración, Rich Garvey la llevó de vuelta a Baltimore Oeste y la hizo bajar del Cavalier a una manzana o dos de la calle Gilmor para que nadie la viera con un inspector. Al día siguiente, Garvey y Kincaid recorrieron las calles cerca de Frazier, que era de la calle Fayette, y encontraron un coche rojo que encajaba con la descripción que había dado Romaine. Estaba registrado a nombre de la madre de Frazier.

Incluso con la llegada de un testigo vivo, sin embargo, Vincent Booker seguía siendo una puerta abierta, una escotilla de escape para Robert Frazier. Por mucho que estuviera convencido de que Frazier era el culpable, Garvey tenía que admitir que cualquier buen abogado defensor podía hacer malabarismos con los hechos que vinculaban a Vincent con el caso, y montar un buen número frente al jurado. Vincent estaba claramente implicado de algún modo —las balas en la jabonera no dejaban lugar a dudas—, pero, como asesino, simplemente no encajaba.

Por un lado, estaba el montón de ropa y los arañazos en la cabecera de la cama de la habitación de Lena; la mujer no se hubiera desvestido tranquilamente y echado en la cama para nadie que no fuera su amante. Eso no apuntaba a Vincent, sino a Frazier. Por otro lado, era posible que la misma arma que se había utilizado para matar a Lena también hubiera matado a Purnell Booker. ¿Qué posible relación existía entre Frazier y el padre de un chaval que vendía la cocaína de Frazier? ¿Por qué iba nadie a querer matar al viejo Booker? El hombre que mató a Lena se llevó cocaína de la bolsa de arroz escondida en el armario, pero ¿por qué registró el apartamento de Purnell Booker?

Vincent era la clave, y Garvey, mirando al chico bajo la luz descarnada de la sala grande de interrogatorios, no lo ve capaz de haberlo hecho. No hay forma de que ese chico pueda haber hecho lo que le han hecho a su padre. Asesinarlo, quizá, pero no la docena, o más, de cortes superficiales con arma blanca en el rostro del viejo. Incluso si Vincent hubiera podido hacérselo a Lena, Garvey está seguro de que el chico no tiene el hielo en las venas necesario para torturar durante tanto tiempo a su padre. Muy poca gente es capaz de una cosa así.

Vincent lleva cociéndose en el cubículo durante más de una hora cuando Garvey y Kincaid finalmente entran en la habitación y empiezan el monólogo. Balas
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en la jabonera, instrumentos para traficar con droga, navajas y tu amigo Frazier incriminándote en ambos asesinatos. Un marrón, Vincent, te va a caer un buen marrón. Cinco minutos con este tono producen el nivel deseado de miedo, diez producen un formulario de derechos completado y firmado.

Los inspectores se llevan el formulario y debaten brevemente en el pasillo.

—Eh, Rich.

—¿Hummm?

—Ese chico no tiene ninguna posibilidad —dice Kincaid simulando hablar en voz baja—. Hoy te has puesto tu traje bueno.

—Exactamente.

Kincaid se ríe.

—El azul marino a rayas —dice Garvey, levantando una solapa—. No va a saber ni de dónde le ha caído la hostia.

Kincaid niega con la cabeza y mira por última vez el atuendo de Garvey. Nativo de Kentucky, Donald Kincaid se dirige al mundo con una voz potente y acento de paleto y luce un tatuaje con sus iniciales en la muñeca izquierda. Garvey juega a golf en Hilton Head y habla de buenos trajes; Kincaid entrena a perros de caza y sueña con el inicio de la temporada de caza del ciervo en Virginia occidental. Trabajan en la misma brigada, pero viven en mundos distintos.

—¿Quieres probar tú solo a ver qué tal? —pregunta Kincaid cuando los dos vuelven a la sala de interrogatorios.

—No —dice Garvey—, mejor nos lo follamos entre los dos.

Vincent Booker espera la segunda ronda del interrogatorio con la espalda contra la pared más cercana y las manos metidas en los pliegues de su sudadera. Kincaid se sienta en la silla más alejada, frente al joven. Garvey se sienta entre los dos, más cerca del lado de la mesa donde está Vincent.

—Hijo, déjame que te diga algo —dice Garvey en un tono que sugiere que el interrogatorio ya ha terminado—. Tienes una oportunidad. Puedes decirnos lo que sepas de los asesinatos y veremos lo que podemos hacer por ti. Sé que estás implicado de algún modo en ellos, pero no sé cuánto, y lo que tú tienes que plantearte es si prefieres ir a juicio como testigo o como el acusado.

Vincent no dice nada.

—¿Me estás escuchando, Vincent? Será mejor que empieces a pensar sobre todas las putas cosas que te estoy diciendo, porque se te va venir encima un montón de mierda que ni te imaginas.

Silencio.

—¿Estás preocupado por Frazier? Escúchame, hijo, mejor empieza a preocuparte por ti mismo. Frazier ya ha estado aquí. Está intentan joderte. Nos está hablando sobre ti.

Eso sí provoca reacción. Vincent levanta la vista.

—¿Qué está diciendo Frazier?

—¿Qué crees tú? —dice Kincaid—. Está intentando cargarte a ti asesinatos.

—Yo no…

—Vincent, yo no me creo al hijo de puta de Frazier —dice Garvey—. Aunque estuvieras implicado en uno u otro asesinato, no me creo que matases a tu padre.

Garvey acerca su silla a la esquina en la que está Vincent y baja la voz hasta que no es más que un murmullo.

—Mira, hijo, sólo intento darte una oportunidad. Pero tienes que decirme la verdad ahora y veremos cómo podemos ayudarte. Puedes escoger entre sentarte en la mesa de la defensa o en la del fiscal. Te diré lo que podemos hacer. Hacemos algunos favores de vez en cuando y te vamos a hacer uno a ti ahora. ¿Eres lo bastante listo como para entenderlo?

Probablemente no, piensa Garvey. Y así los dos inspectores empiezan a trabajar al joven Vincent Booker. Le recuerdan que su padre y Lena fueron asesinados con el mismo tipo de munición, que ambas escenas del crimen son idénticas. Le explican que, ahora mismo, él es el único sospechoso que conocía a ambas víctimas. Después de todo, le preguntan, ¿de qué iba a conocer Robert Frazier a tu padre?

Al oír eso, el chico levanta la mirada, intrigado, y Garvey para de hablar lo necesario para poner sobre el papel esa abstracción. En la parte de atrás de una hoja pautada de declaración dibuja un círculo en el lado izquierdo y escribe «Lena» dentro. En el lado derecho dibuja un segundo círculo en el que escribe «Purnell Booker». Garvey dibuja entonces un tercer círculo que forma una intersección con los círculos de los nombres de las dos víctimas. Dentro de ese tercer círculo escribe «Vincent». Es un diagrama un poco tosco, lo que un profesor de matemáticas denominaría un «diagrama de Venn», pero consigue transmitir bien lo que quiere decir Garvey.

—Este es nuestro caso, míralo —dice, acercándole la hoja al chico— Lena y tu padre fueron asesinados con la misma pistola, y, en estos momentos, la única persona que tiene relación con ambas víctimas es Vincent Booker. Estás en el puto centro de todo. Piénsalo.

Vincent no dice nada, y los dos inspectores salen de la habitación lo suficiente como para permitir que la geometría haga su trabajo. Garvey enciende un cigarrillo y contempla por el espejo semiplateado de la ventanilla a Vincent, que ha cogido el diagrama, lo observa y repasa los tres círculos con un dedo. Vincent pone el diagrama hacia abajo, luego le vuelve a dar la vuelta y luego lo vuelve a poner hacia abajo.

—Mira a ese puto Einstein que tenemos ahí —le dice a Kincaid—. Posible que sea el cabrón más idiota que he visto en mi vida.

—¿Estás listo? —dice Kincaid.

—Sí. Vamos.

Vincent no levanta la vista del diagrama cuando se abre la puerta, pero su cuerpo tiembla involuntariamente cuando entra Garvey, quien se lanza inmediatamente a echarle bronca, gritando todavía más que antes. Vincent ya no consigue mirar a los ojos al inspector; cada acusación hace que se vuelva más pequeño, más vulnerable, como un pez que sangra en una esquina del acuario de tiburones. Garvey ve su oportunidad:

—Tienes un nudo en el estómago, ¿verdad? —le dice Garvey abruptamente—. Te sientes como si estuvieras a punto de vomitar. Lo he visto cientos de veces con hombres en tu situación.

—Suelen vomitar —dice Kincaid—. ¿Tú no lo harás, verdad?

—No —dice Vincent, negando también con la cabeza. Está sudando. Con una mano se aferra al borde de la mesa, y la otra la tiene enrollada en el dobladillo de la sudadera. Parte de su malestar se lo produce el miedo a que le carguen dos asesinatos; la otra parte es el miedo que le da Robert Frazier. Pero la mayor parte de lo que sostiene a Vincent Booker al borde del precipicio es el miedo a su propia familia. En ese mismo momento, Garvey mira a Vincent Booker y sabe, incluso con mayor certeza que antes, que es imposible que ese chico matara a su padre. No tiene lo que hay que tener. Y sin embargo, las balas lo relacionan con el crimen, y su rápida reducción a una piltrafa muda en menos de una hora de interrogatorio confirma que sabe algo que hace que sienta culpable. Vincent Booker no es un asesino, pero jugó algún papel en la muerte de su padre o, cuando menos, sabe quién es el asesino y no dijo nada. Sea como sea, hay algo con lo que es incapaz de enfrentarse.

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