Authors: David Simon
Sintiendo que el chico necesita otro buen empujón, Garvey sale de la sala de interrogatorios y coge la jabonera que encontraron en la habitación de Vincent.
—Dame una de esas —dice, tomando una de las balas del .38 de la jabonera—. Este hijoputa necesita ver para creer.
Garvey entra en el cubículo y deposita la bala del .38 en la mano izquierda de Kincaid. El veterano inspector no necesita que le diga más. Coloca la bala apoyada sobre su base en el centro de la mesa.
—¿Ves esta bala? —dice Kincaid.
Vincent mira la bala.
—Esta no es la munición habitual para un .38, ¿verdad? Ahora podemos hacer que la estudien en el laboratorio del FBI, y habitualmente les lleva dos o tres meses hacerlo, pero, si corre prisa, pueden contestar en dos días. Y podrán decirnos de qué caja de cincuenta balas procede esta —dice Kincaid, acercando lentamente la bala al chico—. Así que, dime, ¿va a ser sólo una coincidencia si el FBI dice que esta bala procede de la misma caja que la que mató a tu padre y a Lena? Dime, venga.
Vincent aparta la mirada, con las manos entrelazadas con fuerza en su regazo. Se trata de una sarta de mentiras: incluso si el FBI podía determinar que la bala procedía del mismo lote del fabricante, que contendrá un par de cientos de cajas o más, el proceso probablemente tararía medio año.
—Estamos intentando que lo comprendas, hijo —dice Garvey—. ¿Qué crees que va a hacer el juez con una prueba como esa?
El chico guarda silencio.
—Es un caso de pena de muerte, Vincent.
—Y yo voy a ser quien testifique —añade Kincaid, con su acento de Kentucky—, porque eso es lo que me gusta hacer.
—¿Pena de muerte? —pregunta Vincent, sorprendido.
—Sin duda —dice Kincaid.
—De verdad, hijo, si nos estás mintiendo…
—Incluso si te dejáramos ir esta noche —dice Kincaid—, cada vez que alguien llamase a tu puerta podríamos ser nosotros para volver a detenerte.
—Y volveremos —dice Garvey, acercando su silla a Vincent. Sin palabras, se coloca cara a cara frente al chico hasta que los ojos de ambos quedan a menos de treinta centímetros. Entonces, suavemente, empieza a describir el asesinato de Purnell Booker. Una discusión, una breve pelea, quizá, y luego las heridas. Garvey se acerca todavía más a Vincent Booker y le habla de las aproximadamente veinte heridas que tenía el muerto en la cara; mientras lo hace, roza suavemente la mejilla del chico con el dedo.
Vincent Booker se pone visiblemente enfermo.
—Quítate ese peso de encima, hijo —dice Garvey—. ¿Qué sabes sobre estos asesinatos?
—Yo le di las balas a Frazier.
—¿Le diste las balas?
—Me pidió balas… Le di seis.
Por un instante, el joven está a punto de echarse a llorar, pero consigue contenerse apoyando los dos codos en la mesa y escondiendo la cara entre las manos.
—¿Para qué te pidió balas Frazier?
Vincent se encoge de hombros.
—¡Maldita sea, Vincent!
—No sé…
—¡Nos estás ocultando algo!
—Yo…
Quítate ese peso de encima, hijo. Estamos intentando ayudarte a empezar de cero. Esta va ser la única oportunidad que vas a tener de empezar de cero.
Vincent Booker se quiebra.
—Mi papá… —dice.
—¿Por qué iba Frazier a matar a tu padre?
Primero les habla sobre las drogas, la cocaína empaquetada que encontraron en su habitación en casa de su madre, preparada para venderse en la calle. Luego les cuenta que su padre encontró la droga y se la quitó. Les habla de la pelea, sobre cómo su padre no le hizo caso y condujo hasta su apartamento en la avenida Lafayette con la cocaína en el coche. La cocaína de Vincent. La cocaína de Frazier.
Les cuenta que fue a casa de Denise, en la calle Amity, para contárselo a Frazier, a decirle que la había jodido, a revelar que su padre les había robado la droga. Frazier le escuchó cada vez más enfadado y luego le pidió las balas, y Vincent, que tenía demasiado miedo como para negárselas, le dio seis
wadcutter
que había tomado de la lata de tabaco que había encima del armario del apartamento de su padre. Frazier fue solo a la avenida Lafayette, les dice Vincent.
Creía que Frazier sólo amenazaría a su padre, les dice, y que le daría la droga a Frazier. No esperaba que fuera a matarlo, dice, y no sabe lo que sucedió en el apartamento de su padre.
Y una mierda, piensa Garvey mientras le escucha. Sabemos perfectamente lo que pasó. Yo lo sé, tú lo sabes y Kincaid lo sabe también. Robert Frazier se presentó en casa de tu padre hasta el culo de cocaína de la fiesta de Denise, armado con un .38 cargado y una navaja y decidido a recuperar su droga. Tu padre le debió decir a Frazier que se fuera a tomar por el culo.
Este escenario explicaba por qué habían registrado el apartamento de Purnell Booker, además de las heridas superficiales en la cara del anciano. Lo torturaron para que hablara. El registro sugiere que no lo hizo.
Pero ¿por qué matar a Lena esa misma noche y de la misma manera? Vincent dice no saber nada de ese asesinato y, a pesar de todo lo que ha descubierto, Garvey tampoco tiene ni idea. Quizá alguien indujo a Frazier a creer que Lena estaba de algún modo implicada en el asunto de las drogas que faltaban. Quizá la chica estaba tomando droga a escondidas de la que Frazier guardaba en la calle Gilmor. Quizá, cuando llamó a la puerta, la chica le contestó diciendo algo que no le gusto. Quizá el subidón de la cocaína se apoderó de Frazier y simplemente no pudo dejar de matar. Quizá A y B, o B y C, o todas las anteriores. ¿Acaso importaba? A mí no, piensa Garvey. Ya no.
—Tú fuiste con él, ¿verdad, Vincent? Fuiste con Frazier a casa de tu padre.
Vincent niega con la cabeza y aparta la mirada.
—No digo que no estuvieras implicado en el asesinato, pero con él, ¿verdad?
—No —dice el chico—. Sólo le di las halas.
Chorradas, piensa Garvey. Tú estabas ahí cuando Frazier mató a tu padre. ¿Por qué si no esto te iba a resultar tan difícil? Una cosa es temer hombre como Frazier y otra tener miedo de decirle la verdad a tu propia familia. Garvey presiona al chico durante media hora o más, pero no sirve para nada: Vincent Booker ha llegado tan cerca del precipicio como se atreve a llegar. Y es, razona Garvey, bastante cerca.
—Si nos estás ocultando algo, Vincent…
—No oculto nada.
—Porque vas a ir frente a un gran jurado, y si mientes antes ellos, será el peor error de tu vida.
—No mentiré.
—Está bien. Ahora voy a escribirlo todo para que lo firmes como tu declaración —dice Garvey—. Empezaremos desde el principio e iremos lentamente para que pueda escribirlo.
—Sí, señor.
—¿Cómo te llamas?
—Vincent Booker.
—¿Fecha de nacimiento?
La versión oficial, dulce y breve. Garvey exhala aire suavemente y pone el bolígrafo contra el papel.
Con la mano derecha, Garvey saca el .38 de la cartuchera en el cinturón y lo coloca junto a la pernera del pantalón, ocultándolo.
—Frazier, abre.
El uniforme que está más próximo al inspector se acerca a la puerta de entrada de la casa adosada de la calle Amity.
—¿La abro de una patada? —pregunta. Garvey niega con la cabeza. No hace falta. —Frazier, abre la puerta.
—¿Quién es?
—El inspector Garvey. Tengo que hacerte unas preguntas.
—¿Ahora? —dice una voz detrás de la puerta—. Tengo que…
—Sí, ahora. Abre la maldita puerta.
La puerta se abre a medias y Garvey se cuela dentro, con la pistola todavía firmemente apretada junto a su muslo.
—¿Qué pasa? —dice Frazier, echándose atrás.
De repente, Garvey levanta su revólver de cañón corto y lo apunta lado izquierdo de la cara del hombre. Frazier mira el agujero negro del cañón y luego, extrañado, a Garvey, intentando afinar la vista a pesar de la niebla de la cocaína.
—Pon las putas manos contra la pared.
—¿Qué?
—¡QUE PONGAS LAS PUTAS MANOS CONTRA LA PARED, PEDAZO DE MIERDA, ANTES DE QUE TE VUELE LA TAPA DE LOS SESOS!
Kincaid y dos uniformes siguen a Garvey por la puerta y empuja bruscamente a Frazier contra una de las paredes de la sala de estar. Kincaid y el uniforme más joven comprueban las habitaciones mientras el patrullero de más edad, un veterano del distrito Oeste, amartilla su revólver junto a la oreja derecha de Frazier.
—Muévete un centímetro —dice el uniforme— y esparzo tu cerebro por el suelo.
Jesús, piensa Garvey, mirando la pistola amartillada, si se dispara la condenada vamos a estar todos escribiendo informes hasta que nos jubilemos. Pero la amenaza funciona: Frazier para de agitarse y se queda quieto apoyado en el pladur. El uniforme desamartilla su .38 y lo vuelve a enfundar, y Garvey deja de contener la respiración.
—¿De qué va todo esto? —dice Frazier, intentando aparentar confusión e inocencia.
—¿De qué crees que va?
Frazier no dice nada.
—¿Tú que crees, Frazier?
—No lo sé.
—Asesinato. Se te acusa de asesinato.
—¿Y a quién he matado?
Garvey sonríe.
—Has matado a Lena. Y al viejo Booker.
Frazier niega con la cabeza violentamente mientras Howe abre un aro de sus esposas y aparta el brazo derecho de Frazier de la pared. De repente, al sentir el tacto del brazalete de metal, Frazier empieza a resistirse de nuevo, alejándose de la pared y apartando el brazo de Howe. Con sorprendente velocidad, Garvey da un paso y medio en la sala de estar y le arrea un puñetazo en la cara a Frazier.
El sospechoso mira hacia arriba, noqueado.
—¿A qué ha venido eso? —pregunta a Garvey.
Durante uno o dos segundos, Garvey se permite pensar la respuesta. La respuesta oficial, la que se necesita para los informes, es que e inspector se vio obligado a reducir a un sospechoso de homicidio que intentó resistirse al arresto. La respuesta justa, la que un inspector con experiencia en la calle aprende pronto a olvidar, es que el sospechoso se llevó un puñetazo porque es un mierdecilla con hielo en las venas, un cabrón asesino que en una sola noche segó las vidas de un anciano y una madre de dos niños. Pero la respuesta de Garvey está a medio camino entre ambas.
—Eso —dice Frazier— es por mentirme, hijo de puta.
Por mentiras a un inspector. Mentir en primer grado.
Frazier no dice nada más y no ofrece resistencia cuando Howe y Kincaid lo llevan al sofá, donde se sienta con las manos esposadas a la espalda. Por si acaso, el .38 de Frazier anda cerca, los inspectores inspeccionan rápidamente a simple vista el apartamento. No encuentran el arma del crimen, pero en la mesa de la cocina está el trabajo de una noche de Robert Frazier: una pequeña cantidad de cocaína en roca, quinina para el corte, un par de docenas de bolsitas de plástico y tres jeringas.
Los inspectores miran a los uniformes, y los uniformes se miran entre ellos.
—Queréis cogerlo vosotros? —pregunta el uniforme más joven.
—No —dice Garvey—. Le vamos a acusar de dos asesinatos. Además, no tenemos orden de registro para la casa.
—Eh —dice el patrullero—, si a mí me parece perfecto.
Lo dejan todo sobre la mesa de la cocina, como un bodegón de Baltimore Oeste que espera al sucesor del escuálido negocio de tráfico de drogas en una esquina de Frazier. Garvey vuelve al salón y le ordena al uniforme más joven que pida una furgoneta. Frazier recupera la voz.
—Agente Garvey, yo no le he mentido.
Garvey sonríe.
—Nunca has dicho la verdad —dice Kincaid—. Tú no tienes una verdad en todo tu cuerpo.
—Yo no estoy mintiendo.
—Y una mieeeerda —dice Kincaid, recreándose en la palabra—. Tú no tienes una verdad en todo tu cuerpo, hijo.
—Eh, Frazier —dice Garvey, sonriendo—, ¿te acuerdas de que me prometiste traerme ese treinta y ocho? ¿Qué le ha pasado a esa pistola?
—Eso —dice Kincaid, tomando el relevo—. Si eres tan jodidamente honesto, ¿cómo es que nunca nos trajiste esa pistola?
Frazier no dice nada.
—No tienes una verdad en todo tu cuerpo, hijo —repite Kincaid—. No, señor. Ni una.
Frazier simplemente niega con la cabeza y parece reunir sus pensamientos durante un momento o dos. Luego mira a Garvey con auténtica curiosidad.
—Agente Garvey —dice—, ¿soy el único acusado?
El único. Si alguna vez Garvey había dudado sobre si Vincent Booker había tenido algo que ver con estos asesinatos, esa sola pregunta debería bastar como respuesta.
—Sí, Frazier. Tú solito.
Vincent estuvo implicado, no hay duda. Pero Vincent no apretó el gatillo ni para matar a Lena ni para matar a su padre. Y, al final, era muchísimo mejor mantener a Vincent Booker como testigo que acusarle de algo y darle a Frazier la oportunidad de utilizar eso frente a un jurado. Garvey no veía la utilidad de darle al abogado de Frazier un sospechoso alternativo, un pedazo vivo y coleante de duda razonable. No, pensó Garvey, por una vez habían dicho la verdad durante el interrogatorio: puedes ser un testigo o un sospechoso, Vincent. Lo uno o lo otro.
Vincent Booker cantó —o al menos dijo cuanto se atrevía a decir— y, en consecuencia, se fue a su casa. Robert Frazier mintió como un cabrón y ahora va a ir de cabeza al calabozo del distrito Oeste. Para Garvey había una cierta elegante simetría en todo aquello.
Sobre el mostrador de entrada del distrito Oeste se vaciaron los contenidos de los bolsillos de Frazier, que luego fueron catalogados por el sargento de guardia. De uno de los bolsillos delanteros salió un buen fajo de dinero de la droga.
—¡Jesús! —dice el sargento—, aquí hay más de mil quinientos dólares.
—Ya ves qué mierda —dice Garvey—. Eso lo gano yo cada semana.
Kincaid le lanza una mirada a Garvey. El gobernador, el alcalde y la mitad de la familia real británica tendrían que ser asesinados a palos en el aseo de caballeros de la estación de autobús de la calle Fayette para que un inspector de Baltimore ganara esa cantidad de dinero. El sargento de guardia comprende.
—Sí —dice a Garvey, lo bastante alto como para que Frazier lo oiga—, y además no has tenido que vender droga para ganarte el sueldo.
Garvey asiente.
—Agente Garvey…
—Eh, Donald —dice Garvey a Kincaid—. Vamos a un bar. Te invito a una cerveza.
—Agente Garvey…
—Pues puede que esta noche me tome una —dice Kincaid—. Igual te acepto la invitación.