Authors: David Simon
—No diría lo mismo sobre Fred —dice Requer en voz lo bastante baja como para que el comentario no vaya más allá de Pellegrini—. No lo diria.
Pellegrini asiente, pero de repente se siente muy incómodo. Él y Fred Ceruti habían sido transferidos juntos a la brigada de Landsman para cubrir unas vacantes que se habían producido con pocas semanas de diferencia. Como Requer, Ceruti es negro, pero, a diferencia de Requr —que ha pasado seis años aliñándose en narcóticos antes de ser transferido a homicidios—, Ceruti vino directo del distrito Este después de sólo cuatro años en el cuerpo. Ha sido el capitán quien le ha empujado hasta el sexto piso del edificio, pues estaba contento de cómo había trabajado de paisano en el distrito. Pero, para Requer, esas credenciales eran demasiado escasas.
—Quiero decir que me gusta Fred, de verdad —dice Requer—, pero no está listo todavía para homicidios. Le hemos acompañado durante los primeros casos y enseñado las cosas que tiene que hacer, pero no lo pilla. Aún no está preparado.
Pellegrini no dice nada, consciente de que Requer es el investigador más veterano de la brigada y uno de los inspectores negros que más tiempo ha estado en la unidad de homicidios; ascendió en el DIC en una época en la que los agentes negros todavía eran objeto de chistes racistas en los pases de lista de las comisarías de distrito. Pellegrini sabe que para un tío así no resulta nada fácil marcar la tarjeta de baile del chico italiano y dejar sentado a Ceruti.
—Os diré una cosa —les dice Requer a los demás hombres del DIC que hay en el bar—. Si mataran a alguien de mi familia, si me mataran a mí, quiero que mi caso lo lleve Tom —un cumplido de inspector.
—Debes de estar muy borracho —dice Pellegrini.
—No, colega.
—Bueno, Rick —dice Pellegrini—, gracias por ese voto de confianza. Puede que no pueda resolver el caso de tu asesinato, pero puedes estar seguro de que me ganaré unas buenas horas extra con él.
Requer se ríe y luego llama a Nicky. El camarero le sirve otro trago, invitación de la casa, y el inspector envía el whisky garganta abajo en un movimiento fluido y bien entrenado.
Los dos hombres se marchan del bar caminando a través del restaurante y salen por las puertas dobles que dan a la calle Water. En tres meses, el Market Bar y el Seafood Restaurant se convertirán en Dominique's, un restaurante francés de precios no precisamente asequibles. La clientela irá mejor vestida, la comida será más cara, y el menú, un poco menos comprensible para el inspector de homicidios medio. Nicky se marchará, el precio de la bebida subirá al nivel de los cuatro dólares, y a la gente del departamento que frecuenta el bar se les dirá que sus visitas ya no se ajustan a la imagen que quiere ofrecer el local. Pe ahora el Market Bar es tan territorio del DPB como Kavanaugh' o la logia de la Orden Fraternal de la Policía.
Pellegrini y Requer caminan hacia la calle Frederick y pasean ni el mismo trozo de acera por el que Bob Bowman realizó su legendaria cabalgata de medianoche. Ningún inspector de homicidios puede pasar por ese punto sin sonreír ante la idea de un Bowman lo bastante borracho como para tomar prestado el caballo de un policía montado desfilar arriba y abajo frente a los ventanales del Market Bar, dentro del cual se podía ver a otra media docena de inspectores muertos de risa. En sus buenos tiempos, Bo medía uno sesenta y siete. Subido ese caballo, parecía un cruce entre Napoleón Bonaparte y un
jockey
profesional.
—¿Estás lo bastante bien como para conducir? —pregunta Pellegrini.
—Sí, colega, estoy bien.
—¿Estás seguro?
—Joder, sí.
—Vale, vale.
—Oye, Tom —dice Requer antes de cruzar al aparcamiento de la calle Hamilton—. Si el caso tiene que resolverse, se resolverá. No te obsesiones con él.
Pellegrini sonríe.
—Lo digo en serio.
—Vale, Rick.
—De verdad.
Pellegrini sonríe de nuevo, pero con la mirada de un hombre que se ahoga y que ya no quiere seguir luchando contra la corriente.
—En serio, compañero. Haz todo lo que puedas, y eso es todo. Si no hay pruebas, ya lo sabes, no hay pruebas. Haces lo que puedes…
Requer le da una palmada en el hombro al inspector más joven y luego rebusca en los bolsillos de sus pantalones las llaves del coche.
—Ya sabes lo que quiero decir, colega.
Pellegrini asiente, sonríe y luego vuelve a asentir. Pero se mantiene en silencio.
—Brown, pedazo de mierda.
—¿Señor?
—Te he llamado pedazo de mierda.
Dave Brown levanta la mirada del ejemplar de
Rolling Stone
que estaba leyendo y suspira. Donald Worden está muy animado, y eso no detraer nada bueno.
—Dame veinticinco centavos —dice Worden, extendiendo la palme de la mano.
—Déjame que lo entienda bien —dice Brown—. Estoy aquí en mi mesa leyendo una revista…
—Una de esas revistas de arte y ensayo —interrumpe Worden.
Brown sacude cansinamente la cabeza. Aunque sus creaciones más recientes se han limitado a dibujar monigotes de palo en sus diagramas de las escenas del crimen, David John Brown es, de hecho, producto del Instituto de Arte de Maryland. En la mente de Worden, ese simple hecho hace que sus credenciales como inspector de homicidios queden en entredicho.
—Estoy aquí, leyendo una revista de música y cultura popular —continua Brown—, sin meterme con nadie, y tú entras por la puerta y te diriges a mí calificándome de materia fecal.
—Materia fecal. ¿Qué coño es eso? Yo no he ido a la universidad. Soy sólo un pobre chico blanco y tonto de Hampden.
Brown pone los ojos en blanco.
—Dame veinticinco centavos, zorra.
Las cosas están así desde que Dave Brown llegó a homicidios. Una y otra vez, Worden exige monedas de veinticinco de los inspectores más jóvenes y luego simplemente se embolsa el dinero. No va a las máquinas de café de abajo ni hace ninguna donación al bote para el café, sino que toma el dinero pura y simplemente como un tributo. Brown escarba en sus bolsillos y luego le lanza una moneda al inspector más veterano.
—Qué pedazo de mierda —repite Worden, agarrando la moneda—. ¿Por qué no te pones a contestar alguna llamada, Brown?
—Acabo de llevar un asesinato.
—¿Ah, sí? —dice Worden, trotando hasta la mesa de Brown—. Pues entonces, lleva también esto.
El Gran Hombre se inclina sobre la silla de Brown y deja su entrepierna a la altura de la boca del joven inspector. Brown grita fingiendo histeria, lo que hace que Terry McLarney acuda a la habitación.
—Inspector jefe McLarney, señor —grita Brown, con Worden ya casi totalmente encima—. El inspector Worden me está obligando a participar en actos sexuales prohibidos por la ley. Como mi inmediato superior, apelo a su…
McLarney sonríe, saluda y luego da media vuelta.
—Descansen, señores, sigan con lo suyo —dice mientras regresa a la oficina principal.
—¡Sal de encima, maldita sea! —grita Brown, cansándose de la broma—. Déjame en paz, especie de osa polar en celo.
—Oooooooh —dice Worden, retirándose—. Ahora ya sé lo que piensas realmente de mí.
Brown no dice nada y se esfuerza por volver a su revista.
El Gran Hombre no tiene intención de dejarle.
—Pedazo… de…
Brown fulmina con la mirada al detective veterano, y su mano derecha hace un gesto furtivo hacia la cartuchera de hombro en la guarda su .38 de cañón largo.
—Ándate con cuidado —dice Brown—. Hoy he traído el revólver grande.
Worden sacude la cabeza y luego va hasta el colgador de los abrigos y busca sus cigarrillos.
—¿Qué diablos estás haciendo leyendo esa revista, Brown? —dice mientras se enciende uno—. ¿Por qué no estás ahí fuera trabajando en Rodney Tripps?
Rodney Tripps. Un camello asesinado en el asiento del conductor de su coche de lujo. Sin testigos. Sin sospechosos. Sin pruebas físicas. ¿Sobre qué diablos iba a trabajar?
—Ya sabes que no soy el único por aquí que tiene uno abierto —dice Brown exasperado—. Veo un par de nombres allí en tinta roja que te pertenecen a ti.
Worden no dice nada, y durante un segundo Brown desea poder retirar las dos últimas frases. Las pullas en la oficina siempre tratan de picar un poco al otro, pero de vez en cuando se cruza la línea. Brown sabe que por primera vez en tres años el Gran Hombre tiene una mala racha, con dos casos abiertos consecutivos; y, lo que es más importante, el caos que es la investigación de la calle Monroe se está alargando interminablemente.
Como consecuencia, Worden se pasa el día entero pastoreando a dos docenas de testigos a la sala del gran jurado en el segundo piso del juzgado Mitchell, y luego espera fuera mientras Tim Doory, el fiscal principal del caso, se esfuerza por recrear el misterioso asesinato de John Randolph Scott. También Worden ha sido llamado a testificar ante el mismo jurado, y varios de sus miembros le han hecho preguntas directas sobre las acciones de los agentes implicados en la persecución de Scott, particularmente después de que los miembros del jurado es cucharan la grabación de la radio del distrito Central. Y Worden no tiene respuestas. El caso empieza y termina con el cuerpo de un joven en un callejón de Baltimore Oeste y un reparto de agentes de los distritos Oeste y Central que afirman, todos ellos, no saber nada de lo sucedído.
No es sorprendente, pues, que el único testigo civil de Worden —el hombre al que el articulo del periódico calificaba de potencial sospechoso— haya ido frente al gran jurado y se haya negado a contestar, invoncando do la Quinta Enmienda y su derecho a no declarar contra sí mismo. El sargento Wiley, el agente que había encontrado el cuerpo y que debería explicar su anterior transmisión de radio cancelando la descripción del sospechoso, no ha sido llamado como testigo. Llamaremos a Wiley como último recurso, le explicó Doory a Worden en cierto punto, porque si es culpable, también invocará la Quinta. Y si llegamos a esa situación, argumentó el fiscal, nos quedarán muy pocas opciones: si dejamos que se niegue a testificar, sale de la sala del gran jurado dejándonos con unas pruebas que son insuficientes para sacar adelante cualquier tipo de acusación. Pero si le ofrecemos inmunidad para obligarle a testificar, ¿entonces qué? ¿Y si John Wiley, con la inmunidad garantizada, nos dice que fue él quien disparó a ese chico? Entonces, explica Doory, hemos resuelto el crimen al precio de no poder perseguirlo.
Al regresar del juzgado cada tarde, las noches de Worden se pasan en la rotación, encargándose de tiroteos, suicidios y, últimamente, de asesinatos frescos. Y por primera vez desde que fue transferido a homicidios, Worden tampoco tiene respuesta para ellos.
Dado que su brigada está construida alrededor de Worden, incluso McLarney está un poco inquieto por la tendencia. Todos los inspectores tienen su parte de casos sin resolver, pero, en el caso de Worden, dos expedientes consecutivos abiertos es simplemente algo que no sucede nunca.
Durante una reciente reunión de turno, McLarney señaló los nombres en rojo de la pizarra y anunció:
—Uno de esos va a resolverse. —Y añadió, más como si se lo dijera a sí mismo que para convencer a los demás—. Donald no permitirá dos seguidos de ningún modo.
El primer caso era un asesinato por drogas en la avenida Edmondson que había tenido lugar en marzo, un tiroteo en la calle en el que el único testigo potencial era un chico de catorce años que había huido de un centro de menores. No estaba claro que se pudiera encontrar al crío ni tampoco que, de hacerlo, estuviera dispuesto a contar su historia. Pero el segundo asesinato, una discusión en Ellamont que subió de tono y acabó con la muerte de un hombre de treinta años, ese habitualmente debería haber sido uno de los que se resuelven solos. A Dwayne Dickerson le habían disparado una vez en la nuca mientras trataba de mediar en una pelea callejera, y cuando todo el mundo fue aprehendido y llevado a la central y entrevistado, Worden se halló frente a un hecho deprimente: nadie parecía conocer al que había disparado ni qué estaba haciendo en Baltimore con una pistola en la mano. Según todas las historias —y en esto coincidían todos los testigos— el pistolero no tenía nada que ver con la pelea original.
Puede que a McLarney le gustara pensar que Worden sería incapaz de dejar que dos asesinatos seguidos permanecieran en rojo, pero a menos que suene el teléfono y alguien aporte información nueva sobre el asesinato Dickerson, no hay mucho más que un investigador pueda hacer excepto repasar informes de otras agresiones con arma de fue en el suroeste y esperar que alguna de ellas encaje con algo del caso. Worden le ha explicado todo eso a su inspector jefe, pero McLarne sólo escuchó el eco de la calle Monroe. Según su forma de pensar, el departamento había usado a su mejor inspector para que investigara a otros policías, y sólo Dios sabía qué tipo de consecuencias podía haber tenido eso en un hombre como Worden. Durante dos meses, McLarney ha intentado sacar a su mejor inspector del asesinato de Scott y meterlo de nuevo en la rotación. Si el hombre se sube al caballo con asesinatos nuevos, todo irá bien, se figura McLarney. Devolvámoslo a la calle y será el mismo de antes.
Pero Worden no es el mismo. Y cuando Brown suelta el comentario sobre los nombres en rojo en la pared, Worden se sumerge en un silencio gélido. La broma, las pullas y el humor de vestuario dejan paso al resentimiento.
Brown lo percibe y cambia el tono, intentando atraer al Gran Hombre en lugar de alejarlo:
—¿Por qué te estás siempre metiendo conmigo? —pregunta—. ¿Por qué no pruebas a meterte con Waltemeyer? ¿Acaso es Waltemeyer quien va a Pikesville los sábados a traerte
bagels
?
Worden no dice nada.
—¿Por qué diablos no te metes nunca con Waltemeyer?
Brown sabe la respuesta, por supuesto. Worden no va a putear a Waltemeyer, que lleva más de dos décadas en las trincheras. Va a joder a Dave Brown, que sólo lleva unos meros trece años en el cuerpo. Y Donald Waltemeyer no va a conducir hasta Pikesville a las siete de la mañana para traerle el pan por ese mismo motivo. Es Brown quien va a ir a comprar el pan, porque Brown es el nuevo y Worden está domándolo. Y cuando un tipo como Donald Worden quiere una docena de
bagels
y un cuarto de kilo de margarina, si hace falta, es el nuevo el que se sube a un Cavalier y se los trae.