Authors: David Simon
A pesar del resultado del caso, el expediente DelGiornio está cerrado y bien atado, y pasa a engrosar el botín de casos resueltos del mes. Para Gary D'Addario, era buena señal, pero había llegado un poco tarde. En un mundo regido por las estadísticas, había pasado demasiado tiempo en la cuerda floja. Su conflicto con el capitán había llegado hasta la planta sexta, a oídos de Dick Lanham, el comandante del departamento. A D'Addario no le sorprendió enterarse de que su capitán le había dicho a Lanham que el magro porcentaje de casos resueltos, entre otros problemas, se debían al estilo de Iiderazgo de D'Addario, que consideraba erróneo. Las cosas no iban bien. Iban tan mal que, una mañana de abril, el capitán habló con Worden, el mejor inspector con el que contaba D'Addario.
—Creo que el coronel quiere hacer algunos cambios —dijo el capitán—. ¿Crees que a los hombres les gustaría trabajar con otro teniente?
—Creo que se amotinarían —contestó Worden, esperando desinflar el globo sonda— ¿Por qué lo pregunta?
—Bueno, quiero palpar el estado de ánimo del equipo —dijo el capitán—. Quizá vengan cambios dentro de poco.
Dentro de poco. Al cabo de una hora, D'Addario ya se había enterado de la conversación que el capitán había mantenido con Worden. Se fue directamente a hablar con el coronel, creyendo que este le escucharía. Ocho años como supervisor en la unidad de homicidios, con buenos resultados, se dijo, valdrían para algo.
El coronel le confirmó a D'Addario que el capitán estaba presionando para cambiarle de puesto. Además, no parecía precisamente sorprendido ni escandalizado y, en cambio, le señaló que el porcentaje de casos resueltos últimamente había sido muy bajo. D'Addario pudo oír la pregunta que quedó flotando en el aire:
—Si tú no eres el problema, ¿entonces qué pasa?
El teniente regresó a su despacho y tecleó un largo memorando donde explicaba la diferencia estadística entre el porcentaje de Stanton y el de su turno. En él decía que más de la mitad de los crímenes de su turno estaban relacionados con el tráfico de drogas y que muchos de esos casos habían sacrificado un buen número de efectivos para destinarlos al expediente de Latonya Wallace. Además, argumentaba, una razón clave del descenso en el porcentaje de resultados era que ningún teniente se había guardado casos de diciembre para el año actual. Eso siempre solía dar a la unidad un pequeño balón de oxígeno en enero. El porcentaje iba a mejorar, sostenía D'Addario. Ya está mejorando. Sólo hay que darle tiempo.
El memorando pareció convencer al coronel, según opinaba D'Addario. Otros agentes de su turno no pensaban lo mismo. Cuando se escoge a un teniente como cabeza de turco, el tiro de gracia no siempre viene del capitán, sino que el arma la cargan las críticas de los altos mandos, quizá el propio coronel o incluso el comisionado adjunto. Si era eso lo que había sucedido, entonces D'Addario corría más peligro del que podía atribuirse a un mal porcentaje de casos resueltos. Las dudas vendrían de lejos: del asunto de la calle Monroe, de los asesinatos de la zona noroeste y también de Latonya Wallace. Especialmente del caso Latonya Wallace. D'Addario sabía que la falta de cargos y de un acusado en el asesinato de la niña era suficiente para que los gerifaltes salieran en tropel en busca de un responsable.
Como no tiene aliados políticos, D'Addario se enfrenta a dos opciones: aceptar que le transfieran a otra unidad y aprender a vivir con el sabor de boca que ese cambio le dejará. O capear el temporal tanto tiempo como pueda, y esperar que el porcentaje de casos resueltos mejore, y cerrar un par de bolas rojas o dos. Al quedarse enrocado en su puesto, obligaría a sus superiores a forzar un traslado, pero él sabe que eso es un jaleo. Tendrían que demostrar que hay una causa para el traslado, y la cosa terminaría en una pequeña escaramuza de papeleo y burocracia. Perdería él, claro, pero todo el mundo quedaría retratado. Y el coronel y el capitán también lo sabían.
D'Addario era consciente de que, si se quedaba en la unidad de homicidios, y el porcentaje de casos resueltos no mejoraba, no podría proteger a sus hombres de los caprichos de las altas esferas, al menos no tanto como lo había hecho hasta ahora. Las apariencias volverían a ser importantes: los inspectores tendrían que ser y parecer irreprochables, y D'Addario tendría que fingir que era él quien los obligaba a ello. También significaba que se permitirían menos horas extra, y que los inspectores que llevaban menos casos tendrían que ponerse las pilas. Y sobre todo, que los inspectores tendrían que llevar la burocracia y el papeleo de los casos al día y en estado de revista, para que ningún supervisor viniera a husmear un expediente y se quejara de que no habían seguid todas las pistas. D'Addario sabía que sería una mera demostración de chorrada burocrática departamental. El trabajo que requeriría una media docena de informes cúbrete-las-espaldas consumiría un tiempo muy valioso. Pero así era el juego, y ahora tocaba jugar.
Lo más complicado de la partida sería el desglose de las horas extras de la unidad, un ritual que solía acontecer al final del año fiscal en el departamento de Baltimore. La unidad de homicidios solía gastar unos 150.000 dólares más por encima del presupuesto en horas extras y pagas por testimonios para sus inspectores. Con la misma consistencia, el departamento hacía crujir el látigo entre abril y mayo, con efectos casi mínimos, que desaparecían en junio, cuando empezaba el nuevo año fiscal y el dinero volvía a manar libremente. Durante dos o tres meses, cada primavera, los capitanes hablaban con sus tenientes, que hablaban con sus inspectores jefe para decirles que había que autorizar el menor número posible de horas extra, para que los números tuvieran mejor pinta y los altos mandos no se pusieran nerviosos. Esto era imposible en un distrito en el que todas las noches uno o dos coches patrulla atendían las llamadas de emergencia en la hora punta criminal. En la unidad de homicidios, la práctica creaba condiciones de trabajo surrealistas.
El límite de horas extra se basaba en una sencilla regla: cualquier inspector que llega al 50 por ciento de su salario base queda fuera de la rotación. Era perfectamente lógico para los responsables de control de gestión y de costes. Si Worden llega a su límite y lo mandan al turno de día, no atenderá llamadas. Y si no atiende las llamadas, entonces no generará horas extras. Pero en opinión de los inspectores y de sus superiores inmediatos, esta regla no tenía ni pies ni cabeza. Porque si Worden está fuera de la rotación, eso significa que otros cuatro inspectores tendrán que atender más llamadas en el turno de noche. Y Dios no lo quiera, si Waltemeyer también se acerca a su límite de horas extra, entonces su brigada se queda en tres hombres. En la unidad de homicidios, una brigada que sale al turno de medianoche con sólo tres agentes está pidiendo a gritos que le caiga un marrón.
Más aún, el tope de hora extras era un ataque frontal a la calidad. Porque los mejores inspectores eran los que dedicaban más horas a un caso, y los expedientes que construían eran más sólidos y tenían mas probabilidades de acabar yendo a juicio. Es verdad que un inspector con dos dedos de frente y experiencia sabía cómo ordeñar un caso y sacarle hasta el último céntimo de horas extras, pero generalmente cuesta mucho dinero resolver un asesinato, mucho más que dejarlo abierto, y aún más caro llegar a juicio y ganar el caso. Un homicidio resuelto es como un árbol de dinero, con muchas ramificaciones: una verdad reconocida en la Regla Séptima del panteón de la sabiduría del homicidio.
La regla dice que, teniendo en cuenta el color del dinero y el código según el cual, en la pizarra, un caso está abierto o cerrado, los casos primero son rojos, luego verdes y, finalmente, negros. Pero ahora, a causa de la frágil posición de D'Addario, habría menos verde en la ecuación. Esa primavera, la regla del tope del 50 por ciento en las horas extras hará daño de verdad.
Gary Dunnigan fue el primero en llegar al tope, y de repente se encontró en el turno de día, siguiendo pistas de casos antiguos y poco más. Luego llegó Worden, le siguió Waltemeyer, y Rick James empezó a coquetear con el 48 por ciento. De pronto, McLarney se vio con tres semanas por delante y turnos de noche con dos inspectores.
—No hay límite para los crímenes que cometen —dijo Worden cínico—. Sólo para el tiempo que podemos dedicarles.
D'Addario siguió el juego como un buen patriota y mandó notas de advertencia —con copia al coronel y al capitán— a los inspectores que se acercaban al límite del 50 por ciento, y luego mandó al banquillo de día a todos los que superaron el límite. Lo más notable era que sus inspectores jefe y el resto de los hombres estaban dispuestos a cooperar con la tontería. Cualquiera podría haberse saltado las restricciones solicitando ayuda, más hombres, en una mala noche, para luego afirmar que una cosa era el reglamento y otra la realidad. Después de todo, el asesinato es una de las cosas menos predecibles de este mundo.
En lugar de eso, los inspectores jefe prescindieron de cualquiera que se pasara del dichoso tope y reorganizaron los turnos y las rotaciones, porque comprendían que D'Addario estaba en peligro, y por extensión, ellos también. Había muchos tenientes en el departamento, y en opinión de McLarney y Jay Landsman, al menos un 80 por ciento de ellos tenían la capacidad, la voluntad y la ambición necesarias para superarse y joder a la unidad de homicidios del departamento si alguna vez tenían la ocasión de hacerlo.
Pero mientras que McLarney y Landsman siguieron las reglas del juego por pura lealtad a D'Addario, los motivos de Roger Nolan eran totalmente distintos.
Nolan se tomaba su cargo de inspector jefe muy en serio y claramente disfrutaba trabajando para lo que era esencialmente una organización paramilitar. Le gustaba seguir el protocolo del trabajo policial, más que a la mayoría de agentes de homicidios: respetaba la deferencia al rango, la lealtad institucional, la cadena de mando. Esta peculiaridad no le convertía en una marioneta de los altos mandos: Nolan protegía a sus hombres tanto o más que cualquier otro supervisor de la unidad de homicidios, y cualquier inspector que trabajara a sus órdenes sabía que sólo Nolan se metería con él.
Aun así, Nolan era un enigma para sus hombres. Había salido del gueto de Baltimore Oeste y llevaba más de veinticinco años en la policía. Se rumoreaba que era el único republicano negro de la ciudad de Baltimore. El lo negaba rotundamente, pero no servía de nada. Fornido y calvo, de facciones anchas y expresivas, Nolan se parecía más a un boxeador envejecido o quizá al envejecido ex marine que realmente era. No le había resultado fácil crecer; sus padres habían vivido sumidos en el alcoholismo, y otros miembros de su familia habían acabado metidos en el tráfico de drogas de la zona de Baltimore Oeste. En cierto modo no era exagerado decir que los Marines habían salvado a Nolan, pues le habían arrancado de la calle North Carrollton y le habían dado una familia de adopción, una cama para él solo y tres comidas saludables al día. Estuvo en el Pacífico y también en el Mediterráneo, pero se licenció antes de que Vietnam se pusiera feo. Semper Fi
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le educó: Nolan dedicaba su tiempo libre a capitanear una cuadrilla de boy scouts, leer historia militar y ver reemisiones de las películas de Hopalong Cassidy.
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Lo cual, en la mente de cualquier policía de Baltimore, no era un comportamiento coherente con la de un nativo medio de la ciudad.
Sin embargo, la perspectiva de Nolan era especial, y no había nadie como él en la unidad de homicidios. A diferencia de Landsman y McLarney, jamás había estudiado para ser un inspector de homicidios. De hecho, se había pasado la mayor parte de su carrera en un coche patrulla, supervisando un sector entre el distrito Noroeste y Este de la ciudad. Tuvo que pasar un largo exilio cuando, al principio de una carrera más que prometedora como agente uniformado, se había cruzado en el camino de las altas esferas en un famoso caso de corrupción que tuvo lugar a principios de los años 70.
En aquellos tiempos, el Departamento de Policía de Baltimore era más movido. En 1973, casi la mitad del distrito Oeste y sus mandos fueron juzgados o expulsados del departamento por aceptar sobornos del juego ilegal. La unidad antivicio del departamento también se enfrentó a un destino similar, y por la sección táctica corrían rumores acerca del Oficial negro de mayor graduación que había en la fuerza policial, el comandante James Watkins, que de otro modo habría sido un candidato prometedor para el cargo de comisionado. El problema era que Watkins había crecido con varios de los traficantes de drogas más conocidos de la avenida Pennsylvania y, antes de que terminara la década, le acusaron —ya coronel— de aceptar dinero de sus antiguos amigos.
Nolan era un agente en la sección de Watkins, y sabía que algo no cuadraba en la unidad táctica. En una ocasión, cuando en una de sus redadas confiscó más de quinientas bolsas de heroína, otros agentes se ofrecieron a custodiar la droga hasta la central. Nolan se negó. Contó]as bolsitas personalmente, las fotografió y luego esperó a que le dieran el recibo por la entrega. Desde luego, la heroína —valorada en unos 15 000 dólares— desapareció de control de pruebas, y dos policías de la unidad táctica terminaron en el banquillo. Pero a pesar de eso, Nolan no creía que Watkins fuera consciente de la corrupción que había en su sección, ni que estuviera implicado. Así que contra todos los consejos y deseos del comisionado, cuando llegó el día del juicio contra Watkins, testificó a su favor.
El coronel fue condenado. Tras apelar, le concedieron derecho a un nuevo juicio, en el que fue declarado inocente. El veredicto sobre la carrera de Nolan también quedó dividido: antes de su testimonio, era un inspector jefe destinado a la unidad de investigación del fiscal del Estado. Después de testificar, le dieron un sector en la zona noroeste con la esperanza de no verle por la central durante un tiempo, al menos hasta que la actual jefatura estuviera al mando del departamento. El exilio, las maquinaciones políticas, la mancha imprevista de la corrupción de los demás, todo eso también educó a Nolan, tanto que los hombres de su brigada gruñían al unísono cuando su superior les contaba por enésima vez la historia de la heroína desaparecida.
El hecho de que Nolan hubiera podido volver al departamento después de pudrirse en las trincheras durante varios años era una muestra de perseverancia humana. Y aunque no tenía experiencia en la investigación de homicidios, tenía todo el sentido del mundo que este fuera su destino, pues allí la corrupción organizada jamás fue un problema. Durante los últimos quince años, el departamento de Baltimore había evitado tropezar de nuevo con la misma piedra —y lo había hecho mucho mejor que sus homólogos de Nueva York, Filadelfia o Miami. Pero incuso cuando un policía llegaba con la idea de sacarse un sobresueldo, se iba derecho a la unidad de narcóticos, o a la del juego o cualquier otra unidad en que un inspector pudiera tirar una puerta abajo y encontrar 100.000 dólares bajo un colchón. En la unidad de homicidios el único tinglado reconocido eran las pagas extras. Nadie había logrado encontrar la manera de que los cadáveres soltaran dinero.