Authors: David Simon
—No te preocupes por ello —le dijo Nolan a Edgerton después de una de las diatribas de Kincaid—. Simplemente sigue haciendo lo que estás haciendo.
Para Nolan, el truco era mantener unida a su brigada evitando los puntos de fricción. Que todo el mundo estuviera en su propia órbita: Kincaid con Bowman y Garvey, y Edgerton solo o con el propio Nolan, cuando, de uvas a peras, necesitaba un secundario. De repente, sin embargo, eso se había vuelto imposible.
La semana pasada, Nolan había oído a Kincaid y a Bowman en dos momentos distintos quejarse de Edgerton en la oficina principal. Ese hecho por sí sólo no era nada nuevo; todo el mundo criticaba a todo el mundo en la sala de la brigada. Pero lo curioso es que el teniente administrativo —que tenía vía directa con el capitán— había estado presente en ambas ocasiones.
Un jefe era un jefe. Que un inspector criticara a otro frente a un teniente era ir demasiado lejos. Y mientras Nolan era el único entre los inspectores jefes que no adoraba especialmente a D'Addario, no tenía intención de permitir que utilizaran a Edgerton como munición en ninguna prolongada lucha de poder.
AI menos un inspector de la brigada, Rich Garvey, estaba igualmente incómodo con esa noción. Como el hombre que respondía a más llamadas en la brigada de Nolan, Garvey no estaba nada impresionado por la ética de trabajo de Edgerton. Pero tampoco quería ver a un colega inspector, a un inspector competente, sacrificado por cosas que deberían resolverse dentro de la brigada. Tres días atrás, en una comida tranquila en Fells Point, se lo había comentado a Kincaid.
—Nolan lo tiene demasiado consentido —dijo Kincaid amargamente—. Durante el último turno nocturno, ese hijo de puta llegó tarde todos los días excepto uno.
Garvey negó con la cabeza.
—Lo sé. Sé que estás cabreado, Donald —le dijo al veterano inspector—, pero has de tener en cuenta que Nolan haría lo mismo por ti. A ti también te cubriría.
Kincaid asintió.
—Sé lo que quieres decir —dijo finalmente—. Pero te digo que si yo fuera su inspector jefe, le daría tal patada en el culo que no sabría que le ha pasado.
—Sé que lo harías, Donald.
Aquella charla durante la comida sirvió para declarar un alto el fuego temporal; no habría más escenas frente al teniente administrativo ni frente a ningún otro jefe. Pero Garvey y Nolan sabían muy bien que con Edgerton y Kincaid enfrentados, el problema no se había resuelto definitivamente. Y, en efecto, las cosas se han vuelto a poner feas hoy, con el teniente administrativo pidiendo explicaciones sobre la actuación de Edgerton en el asesinato de la calle Payson. Según piensa Nolan, era imposible que al teniente se le hubiera ocurrido preguntar por los interrogatorios de Edgerton a un testigo en la escena del crimen a menos que otro inspector se lo hubiera mencionado.
Edgerton sigue todavía cabreado por el comentario del teniente:
—Me gustaría saber qué sabe él sobre cómo se investiga un asesinato. Ni siquiera estaba allí y piensa que le basta con salir de su despacho y venir a decirme cómo hacer mi trabajo.
—Harry…
—Le saqué mucho más a ese tipo en la calle de lo que le habría sacado si lo hubiera traído aquí y le hubiera interrogado durante dos días.
—Ya lo sé, Harry, pero…
Nolan pasa otros cinco minutos intentando aplacar a su inspector, sin demasiado éxito. Cuando Edgerton se enfada de esa manera, no hay nada que pueda calmarlo durante, como mínimo, unas cuantas horas. Edgerton llega a una pausa en su diatriba, se va a su máquina de escribir y empieza a aporrear brutalmente las teclas para escribir sus órdenes de registro.
No importa que la causa razonable en ambas órdenes sea lo bastante clara como para obtener la firma de un juez. No importa que de la casa de la calle Laurens se hayan recuperado cartuchos del calibre .22 de un tipo y composición similar a los encontrados en la escena del crimen. No importa que cuando Edgerton y Nolan abordan al joven que vive en esa dirección y sacan las esposas, el sospechoso asienta como si se lo esperase y diga: «Me preguntaba cuánto tardarían en venir».
No importa ni siquiera que el mismo joven se derrumbe después de tres horas de interrogatorio y confiese, en una declaración de siete páginas, ser quien apretó el gatillo. De algún modo, nada de eso importa.
Porque menos de una semana después de los arrestos de Edgertonpor el asesinato de la calle Payson, el enfrentamiento sigue vivo. Esta vez es Bob Bowman, que está de acuerdo con Kincaid en lo que respecta a Edgerton, quien, sentado en la sala del café, les dice a otros cinco o seis inspectores que el caso de Harry no va a ir a juicio.
—En todo el año sólo ha resuelto un asesinato —dice—. Y me ha dicho Don Giblin que el caso es tan endeble que puede que ni siquiera lleven ante un gran jurado.
—Me tomas el pelo.
—Eso es lo que me ha dicho Giblin.
Sólo que no es verdad. El gran jurado, de hecho, encausa a dos hombres por haber abatido a tiros a Gregory Taylor en la calle Payson a pesar de que intentó compensarles por las bolsas quemadas. Y un fiscal de la división judicial es asignado para llevar el caso a juicio. Y cuando Ilegue otoño, un juzgado de primera instancia aceptará que el acusado se declare culpable de homicidio en segundo grado con una condena de veinte años de cárcel, junto con cinco años de cárcel y quince de inhabilitación para su cómplice.
Aun así, todo eso es irrelevante para la política de la oficina. Porque en la unidad de homicidios y especialmente en su propia brigada, Harry Edgerton se ha convertido en el blanco aceptado por todos. Para el capitán es munición; para D'Addario, un potencial problema; y para sus colegas inspectores, un altivo y enigmático grano en el culo.
La misma mañana que el caso de Taylor pasa a negro, Edgerton llega al pase de lista y se encuentra que su teniente ha colocado una hoja nueva de papel pautado amarillo junto a la pizarra.
—Eh, Harry —dice Worden, señalando al pedazo de papel—. A ver si lo adivinas.
—Oh, no —protesta Edgerton—. Dime que no estoy ahí.
—Oh, sí, sí que estás, Harry. El primero de todos.
Con pasos lentos y medidos, Patti Cassidy acompaña a su marido hasta la atestada sala del tribunal, donde repentinamente se hace el silencio. El jurado, el juez, el abogado y el fiscal; todos los presentes callan, intimidados, mientras el agente Gene Cassidy extiende su mano derecha, se agarra a una barandilla de madera y se guía hasta sentarse en el estrado de los testigos. Patti le toca el hombro, le murmura algo al oído y luego se retira a un asiento detrás de la mesa del fiscal.
El secretario del tribunal se levanta:
—¿Jura decir la verdad y toda la verdad?
—Lo juro —dice Cassidy, en voz alta.
En un sitio donde siempre parecen dominar las victorias parciales y los malentendidos grises, la llegada de Gene Cassidy para testificar es un momento sobrecogedor. Cassidy no ha visto a Terry McLarney, Corey Belt y los demás hombres de la zona oeste en el pasillo, cuando le han agarrado de los hombros, lanzándole ánimos y propinándole golpecitos en la espalda antes de que se abrieran las puertas del juzgado. No puede ver a su esposa, pulcra y bien vestida, embarazada de ocho meses, en la primera fila de la galería. Tampoco puede ver a uno de los miembros del jurado, una joven chica blanca, llorando en silencio. No puede ver la ira en el rostro de la jueza, ni a Butchie Frazier, el hombre que le dejó ciego con dos ráfagas de una pistola del .38, mirándole con extraña fascinación, sentado al lado de su abogado apenas unos metros más allá.
En la sala no cabe ni un alfiler, la galería está a rebosar de agentes uniformados, una muestra de solidaridad que no se extiende a los altos mandos. El comandante del distrito Oeste no ha venido, ni el responsable de sección ni ninguno de los comisionados adjuntos, algo que no pasa desapercibido para los policías de a pie. Si te comes una bala por el departamento, te dejan solo; los jefes se pasan por el hospital, y seguro que asisten a tu funeral, pero la memoria departamental es más bien escasa. Ninguno de los testigos de la declaración de Cassidy el tribunal está por encima del rango de inspector jefe. El espacio que queda está ocupado por la familia de Cassidy, unos cuantos periodistas, los curiosos de siempre que asisten a los juicios, y unos pocos amigos y parientes de Butchie Frazier.
Durante la selección del jurado, su hermano más joven, Derrick apareció en el pasillo, justo frente a la entrada y delante de los testigos de la acusación que esperaban allí sentados a que los llamasen. Le propinó una mirada asesina a uno y empezó a intimidar a otro hasta que se presentaron McLarney y otros dos hombres de la zona oeste, que le dieron la oportunidad de que se largara de allí sin esposas. Entre convertirse en un proyectil arrojado en el asiento trasero del coche patrulla y tomar las de Villadiego, Derrick Frazier escupió una ristra de obscenidades y luego se fue por la salida de la calle Paul.
—Vale —le dice McLarney al agente—. También va a la lista…
—Hijo de puta —dice el otro, sacudiendo la cabeza.
—Que le jodan —dice McLarney sin sonreír—. Uno de estos días haremos un retrato en tiza de su perfil.
Para McLarney, el juicio de Cassidy es una agonía sin paliativos, un calvario de horas vacías que está obligado a gastar en los pasillos de los tribunales y la oficina de la fiscalía. Como se encontraba en el Tribunal Clarence M. Mitchell Jr. prestando testimonio, McLarney estaba incomunicado, y no se enteraba de nada de lo que sucedía más allá de las pesadas puertas de madera de la sala del segundo piso. Mientras el juicio criminal más importante de toda su vida se acercaba al receso de la hora de comer, McLarney sólo podía contemplar el desfile de testigos sentado en un banco en el vestíbulo y luego acribillar a los fiscales, Howard Gersh y Gary Schenker, en las pausas:
—¿Cómo va?
—¿Ganamos?
—¿Qué tal lo ha hecho Gene?
—¿Butchie testificará?
Ayer McLarney se pasó horas recorriendo arriba y abajo el vestíbulo del segundo piso y tratando de calcular cuáles eran las posibilidades. Había un 40 por ciento de posibilidades de que le cayera una condena de primer grado, quizá incluso 50 si Yolanda declara frente al gran jurado lo mismo que les dijo acerca de Butchie cuando se sometió al detector de mentiras en febrero. Otro 40 por ciento de probabilidades de que le condenaran por intento de asesinato en segundo grado o intento de homicidio. Quizá un 20 por ciento de que le declararan inocente o de que el jurado se declare incapaz. Al menos, pensó McLarney, les toco un juez bastante bueno. Si uno era abogado, EIsbeth Bothe podía volverte loco porque solía gustarle interrogar a los testigos directamente. También era cierto que algunas de sus sentencias se habían anulado después apelar debido a sus comentarios durante el juicio. Pero lo más importante desde el punto de vista de McLarney, era que Bothe no era blanda a la hora de condenar. Si Butchie Frazier perdía por puntos, Bothe se aseguraría de que le cayera una buena.
Como cualquier otro juez de los tribunales de Baltimore, Bothe dictaba sentencia con la confianza que proporciona el ejercicio de un cargo público y un mandato de quince años. Su voz era suavemente ronca, el vehículo perfecto para expresar una infinita irritación contra los fiscales, los abogados, los acusados y el sistema de justicia penal en general.
Desde su puesto en el tribunal, era dueña de todo lo que veía: una sala en el rincón noroeste de un edificio pomposo, una sala forrada de paneles de madera con altos techos y retratos de jueces muertos desde hace lustros observando la escena desde la pared. A primera vista, no era el lugar donde debieran decidirse cuestiones de vida o muerte; la dignidad que emanaba de la madera oscura del banco del juez o del mobiliario de la sala quedaba totalmente anulada por el ruido de las tuberías y de la instalación de aire acondicionado que colgaba del techo. Lo cierto era que, si se miraba desde un ángulo concreto, el juez parecía presidir una sala construida y amueblada con restos de serie de un sótano gubernamental.
Elsbeth Bothe se convirtió en juez de Baltimore después de ejercer como abogada defensora pública. Había sido uno de los profesionales de más talento en un departamento que tenía una altísima tasa de rotación. A muchos les habían soltado de la cárcel municipal de Baltimore porque Bothe les había defendido, pese a que sólo podía recordar a uno de sus clientes del que supiera con certeza que era inocente. Pensándolo bien, era la historia más apropiada para una juez cuyo tribunal se había convertido en el escenario apretujado donde se desarrollaban buena parte de los juicios penales de Baltimore. Los acusados, negros, morenos, hispanos o, en ocasiones más selectas, blancos, desfilaban basta el tribunal de la calle Calvert, después de bajarse de las monótonas y sucias camionetas que llegaban de la cárcel. Los llevaban, esposados de muñecas y tobillos, hasta la sala y luego de vuelta a las celdas. Eran masas pobres y necesitadas, que ansiaban ser libres, y eran la carne de cañón diaria que alimentaba el pesebre judicial. Ya fuera con veredicto o con un trato, sólo existían para ser consumidos. Día tras día, los abogados comían expedientes, las prisiones se llenaban de inquilinos y la máquina avanzaba penosamente. Por elección y por sus circunstancias, Bothe era uno de los tres jueces de la ciudad que llevaba mas del 60 por ciento de los ciento cincuenta casos de asesinato que llegaban a juicio. Era un desfile lamentable y patético, una cadena de seria humana para la que Bothe estaba muy bien preparado, tanto psicológica como temperamentalmente.
Saltaba a la vista cuando uno visitaba sus dependencias personal en el tribunal: entre los manuales jurídicos y los códigos penales de Maryland, tenía una serie de calaveras humanas —la mayor parte eran falsas y prefabricadas, y sólo una era de verdad— que rivalizaba con la colección del mejor antropólogo. Colgadas en las paredes había portadas de las revistas de principios de siglo
Police Gazettes
, donde se ilustraban actos de tremenda violencia o pasmo de la época. Para los inspectores de homicidios, las peculiaridades de la juez eran especialmente reconfortantes porque gracias a ellas deducían que Elsbeth Bothe —como cualquier policía digno de ese nombre— era capaz de disfrutar de las mejores partes de un buen asesinato.
Y no es que Bothe fuera una juez vengadora. Como cualquiera que se veía obligado a lidiar con la muerte a granel, no le importaba aceptar un trato si eso ayudaba a aligerar la bandeja de entrada de expedientes del tribunal y cerrar un par de casos fáciles de asesinato o dos. Es la realidad de Baltimore, y de cualquier otra jurisdicción norteamericana, donde los tratos entre fiscal y abogado defensor son la única forma de evitar que el sistema penal se estrangule con su propia carga de casos pendientes. El truco —de los fiscales y de los jueces— es saber qué casos no se pueden pasar a la vía rápida.