Authors: David Simon
—Tú, yo, Vince y un par más. Le he dicho a Vince que se traiga dos cajas.
Se van en coches separados, conducen hacia el este y luego al sur cruzando los barrios de casas adosadas de Fells Point y de Cantón. Luego enfilan por la calle Clinton hasta el borde del puerto, al sur durante otros cuatrocientos metros. Allí la calle termina a la sombra de las torres de Lehigh Cement. Salen de los coches. A la derecha hay un viejo almacén herrumbroso. A la izquierda, un embarcadero que se cae a pedazos. La noche es cálida y el agua del puerto despide un dulce y ligero olor a basura.
Moulter llega diez minutos después que los demás, con dos cajas de Coors Light. McLarney y los otros policías siguen donde lo dejaron, hablan cada vez más alto, con la lengua más suelta, en la agradable noche primaveral. Moulter sintoniza una emisora y sube el volumen de la radio del coche. Charlan durante una hora, contándose historias de policías y chistes de comisaría; McLarney no se queda atrás.
Pronto dos docenas de latas flotan en las aguas del embarcadero o yacen vacías contra la pared de metal del almacén.
—Un brindis —propone Biemiller.
—Por el distrito Oeste.
—No. Por Gene.
—Por Gene.
Todos beben y Moulter vuelve a subir el volumen de la radio. Minutos después, notan que se acerca alguien, quizá un vigilante. Está cerca de la puerta del almacén.
Biemiller es el primero que lo ve, y llama a McLarney.
—Eh, jefe. Ven aquí.
McLarney se sube las gafas caídas por el puente de la nariz. El vigilante está de pie, mirándolos.
—No os preocupéis. Yo me ocupo —les dice McLarney.
McLarney agarra una lata fría —una especie de ofrenda de paz— y se dirige hacia la puerta del almacén. Inclinado sobre una cerca metálica, el vigilante le estudia con mal disimulado desprecio. McLarney sonríe, medio disculpándose.
—¿Qué tal? —saluda.
El tipo escupe.
—¿Es que no tienen nada mejor que hacer que emborracharse hasta las cejas y montar ese barullo, pedazo de cabrones? ¿Quién demonios se creen que son?
McLarney se mira la punta de los zapatos y luego mira al vigilante. Su voz es apenas un susurro.
—Supongo que no querrá bajar ahí abajo y repetírnoslo, ¿verdad?
El vigilante no se mueve.
—Ya me lo pensaba.
—Jódete —dice el tipo, y se gira—. Voy a llamar a la policía.
McLarney regresa al final del embarcadero, donde los demás le miran con expresión curiosa.
—¿Qué ha dicho? —pregunta Moulter.
McLarney se encoge de hombros.
—Llegamos a un acuerdo. El llama a la policía y nosotros nos largamos.
—¿Adonde?
—No muy lejos.
—¿Calverton?
—Calverton.
Reparten rápidamente las cervezas y las dividen en tres coches. Cuando oye los motores ponerse en marcha, el vigilante se acerca a la valla metálica para apuntarse las matrículas. Los coches salen disparados por la calle Clinton, con los faros apagados, fugitivos en su propia ciudad.
—Terry, quizá deberíamos irnos a casa —le dice un joven agente a McLarney—. Si seguimos así, nos van a sacar foto de frente y de perfil y terminaremos entre rejas.
McLarney le mira burlón.
—Nadie va a terminar entre rejas —dice, conduciendo su Honda Civic por el paseo de la calle Boston—. ¿O es que se te olvida que estás Baltimore? A nadie le encierran en esta puta ciudad. ¿Por qué nos iban a tratar distinto al resto de los criminales?
McLarney se ríe de su propia lógica, y luego arrasa las calles con el Civic, hasta el sur de Little Italy, luego al oeste por el desierto de la madrugada del centro de la ciudad. Los basureros y los camiones de entrega de los periódicos se han adueñado de las calles, y las señales de tráfico han pasado del verde al rojo al parpadeante amarillo. Frente al Omni de la calle Fayette, un sin hogar solitario disecciona el interior de un contenedor de basuras.
—Son las cuatro de la mañana, Terry.
—Pues sí —dice McLarney, comprobando su reloj.
—¿Dónde demonios vamos?
—Donde se esconden todos los criminales.
—¿Al distrito Oeste?
—Exactamente —dice McLarney, triunfante—. Allí nunca nos encontrarán.
Y ya son las cinco de la mañana, y unas ocho o nueve latas más yacen en un callejón de Calverton Road. Ya sólo quedan cuatro policías; los otros se han largado antes de que amenace con salir el sol. Del grupo, sólo Bob Biemiller es un agente de la zona oeste. McLarney está en la unidad de homicidios de la central desde que le dispararon en la avenida Arunah. A Moulter lo han transferido a una patrulla en el sureste. Pero vuelven a juntarse en Calverton Road porque es la mañana siguiente a la noche en que un jurado popular dictó sentencia sobre el caso de Gene Cassidy. E incluso después de que los echen de un muelle al final de la calle Clinton, aún no pueden irse a casa.
McLarney empuja otra lata hacia la pila, donde el ruido del metal contra metal restalla en el silencio de la madrugada. Biemiller coge otra del asiento trasero y se la pasa a McLarney, que se gira para apoyar el peso en el salpicadero.
—Bueno, bueno, bueno. Vince, ¿y tú que opinas? —dice McLarney, abriendo la lata. La espuma blanca brota del recipiente y cae al suelo. El inspector jefe murmura un juramento y se limpia la mano húmeda.
Moulter esboza una vaga sonrisa.
—¿Qué opino de qué?
—De Gene.
De Gene. Llevan toda la noche bebiendo, soltando chorradas, conduciendo como locos por medio Baltimore como una banda de gitanos motorizados, pero McLarney aún no está satisfecho. De algún modo, el jodido tema sigue ahí, pendiente. En este momento, la historia de la calle Appleton es la única que vale la pena ser contada, y pide a gritos una moraleja.
Moulter se encoge de hombros y mira los hierbajos y la porquería que marcan el final de Calverton Road, al lado de las vías del tren. Es el agujero que solían frecuentar en el sector 2 del distrito Oeste: un lugar desierto, donde beber café y preparar los informes, o compartir unas cervezas, o incluso echar una cabezadita si toca testificar a la mañana siguiente.
McLarney se vuelve hacia Biemiller:
—¿Tú que opinas?
—¿Qué opino? —repite Biemiller.
—Sí. Ganamos para él, ¿no?
—No —dice Biemiller—. No ganamos.
Moulter asiente con la cabeza.
—No quería decir eso —dice McLarney, echándose atrás—. Quiero decir que logramos el veredicto. Gene estará contento.
Biemiller no dice nada; Moulter aplasta una lata bajo los escombros. De las vías llega de repente un estallido de luz y de ruido cuando un tren metropolitano se lanza en dirección este por los raíles centrales. Desaparece con un prolongado gemido que se parece mucho al sonido de la voz humana.
—Es jodido, ¿no? —dice McLarney al cabo de un rato.
—Sí, lo es.
—Lo que quiero decir es que ese tipo es un héroe de guerra —dice McLarney—. Porque esto es una guerra y él es un héroe. ¿Me entiendes?
—No.
—Vince, ¿no lo comprendes?
—¿Por dónde vas, Terry?
—Déjame que te cuente una cosa —dice McLarney, levantando progresivamente la voz, a tono con su enfado—. Se lo dije a Gene. Le dije que tenía que entender que no le habían disparado por lo de la calle Appleton. Que le den a la calle Appleton. Que la jodan. Que jodan a Baltimore. No le han disparado por Baltimore.
—¿Por qué le han disparado entonces?
—Te lo explicaré —dice McLarney— igual que se lo expliqué a Gene. Le dije que América estaba en guerra. Porque esto es lo que es, una jodida guerra, ¿no? Y Gene es un soldado, al que abatieron en una guerra. Estaba defendiendo a su país y le dispararon. Como en cualquier otra guerra.
Biemiller arroja una lata vacía hacia la basura amontonada. Moulter se frota los ojos.
—Lo que digo es que tienes que olvidarte de que estás en Baltimore —dice McLarney, más enfadado aún—. La ciudad está jodida y siempre lo estará, pero eso no es normal. Que le den a Baltimore. Gene es un policía norteamericano, le dispararon y hay sitios donde le trataran como un jodido héroe de guerra. ¿Lo comprendes?
—No —dice Biemiller—. La verdad es que no.
McLarney se desinfla lentamente, incapaz de sostener su furia sin ayuda.
—Bueno, pues Gene sí —dice en voz baja, mirando más allá de los raíles—. Y eso es lo que importa. Que Gene lo comprende y yo también.
Se levanta y regresa al otro lado del coche justo cuando el sol asoma por el este de un cielo rojizo y oriental. Una cuadrilla de obreros madrugadores empuja las puertas del almacén municipal de Calverton Road. Diez minutos más tarde, un camión de obras públicas se abre paso. Cuando oye el ruido del camión, Biemiller mira más allá del asfalto, parpadeando a través de la nube etílica.
—¿Quién coño es ese?
Una solitaria figura vestida de uniforme azul está de pie, a unos pasos de la entrada principal del almacén, mirándolos.
—Un guardia de seguridad —dice McLarney.
—¡Joder! Otra vez no.
—¿Qué mierda quiere?
—Habrá visto la cerveza.
—¿Y qué? ¿Qué coño le importa?
El hombre uniformado saca una libreta de notas y un bolígrafo, y empieza a escribir. Los policías responden a su gesto con obscenidades.
—Joder, está apuntando los números de matrícula.
—Bueno —dice Biemiller—. Se acabó la fiesta. Hasta la vista, chicos.
—No vamos a quedarnos esperando a que nos fichen —dice otro—. Larguémonos.
Tiran las restantes latas vacías a la porquería y se suben a los coches, salen a toda velocidad y arrojan un imaginario guante al vigilante de seguridad al pasar. Suben por la avenida Edmonson. Al volante de su Honda, McLarney evalúa los efectos de la cerveza en su organismo y calcula cuántos guardias de tráfico hay entre su situación actual y su hogar en el condado de Howard. Los resultados no son buenos, así que conduce por el este cruzando el escaso tráfico de una mañana de sábado, gira al sur por el bulevar Martin Luther King y llega unos minutos más tarde a la casa adosada en Baltimore sur donde vive uno de sus compañeros, del que se acaba de separar en Calverton Road. McLarney se sienta en el porche, a la luz del nuevo día, con el periódico enrollado en la mano. El amigo llega al cabo de un rato.
—¿Tienes una cerveza? —pregunta McLarney a modo de saludo.
—Joder, Terry.
VlcLarney se echa a reír y le tiende el periódico al joven agente. Los dos entran en la casa y McLarney asoma la cabeza al salón de la primera planta.
—Menuda pocilga —dice—. Tienes que buscarte una criada.
El joven vuelve de la cocina con el periódico y dos botellas de Rolling Rock. McLarney se sienta en el sofá y abre el diario, buscando la noticia sobre el veredicto de lo de Cassidy. Extiende las hojas sobre la mesa antes de localizar el artículo, al principio de la sección local, en la arte inferior de la página. Es corto, no más de una docena de párrafos.
—No es muy largo —dice, leyéndolo con atención.
Termina, se frota los ojos y bebe un largo sorbo de su cerveza. De repente, por fin, está agotado. Muy bebido y muy agotado.
—Es de lo más jodido —dice—. ¿Me comprendes? ¿Se dará cuenta la gente de lo jodido que es todo esto? ¿Es que nadie más lo ve? ¿Crees que las personas normales ven algo así y se enfadan?
La gente normal. Los ciudadanos. Los seres humanos. Incluso para los creyentes, ser un policía equivale a estar enfermo.
—Joder, estoy cansado. Tengo que irme a casa.
—No puedes conducir.
—Estoy bien.
—Terry, estás más ciego que un murciélago.
McLarney levanta la vista, repentinamente sorprendido por la palabra. Vuelve a coger la sección local del diario. Repasa el artículo, buscando esos detalles que jamás logran llegar a los reportajes de los periódicos.
—Pensaba que sería más largo —dice, por fin. McLarney trata de doblar el periódico, pero sólo consigue estrujarlo torpemente con su mano izquierda.
—Gene lo hizo bien, ¿no? —dice, al cabo de un rato—. Lo hizo bien en el estrado.
—Sí, lo hizo bien.
—Logró ganarse el respeto de todos.
—Así es.
—Bien —dice McLarney, con párpados de plomo—. Eso está bien.
El inspector jefe reclina la cabeza sobre el sofá y contra la pared detras de este. Por fin cierra los ojos.
—Tengo que irme —murmura, arrastrando las palabras—. Despertarme dentro de diez minutos…
Se queda dormido como si fuera una naturaleza muerta, sentado con el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda. Con el periódico arrugado en el regazo, la lata medio vacía de cerveza aún rodeada por la came de su mano derecha. Se ha dejado el abrigo puesto. La corbata está torcida, pero intacta. Las gafas de metal, dobladas y rayadas después de casi media docena de golpes, se han deslizado por el puente su nariz. Lleva la placa en el bolsillo superior del abrigo. La pistola plateada y de calibre .38, sigue guardada en su funda.
La huella encaja.
Cuando la mente humana se agota, la tecnología ejercita su musculatura y crea una nueva prueba. Diodos y transistores y chips de silicio producen una conexión conforme el remolino de la huella de un índice derecho se vincula a un nombre y una dirección. Cada surco, cada curva, cada imperfección se anota, cataloga y compara hasta que el ordenador del Printrak está seguro de su resultado:
Kevin Robert Lawrence
D. O. B. 25/9/66
3409 Avenida Park Heights
Como cualquier otro de su especie, el Printrak es una bestia estúpida. No sabe nada del expediente del caso, nada de la víctima y prácticamente nada del sospechoso al que acaba de identificar. Y no sabe hacer las preguntas que necesariamente siguen a sus descubrimientos. Eso se lo deja a un inspector, que con las piernas estiradas sobre un gran escritorio de metal contempla la hoja impresa que le han enviado desde la sección de identificación del laboratorio. ¿Por qué —se pregunta— aparece la huella de Kevin Robert Lawrence en la parte interior de la cubierta de un libro sobre héroes afroamericanos sacado de una biblioteca, titulado
Pioneros y patriotas
? ¿Y cómo puede ser —inquiere— que ese mismo libro sea uno de los que se han encontrado en la mochila de una niña asesinada en Reservoir Hill?
Son preguntas buenas y simples para las que un detective no tiene una respuesta inmediata. El nombre de Kevin Robert Lawrence no aparece en ningún lugar del expediente del caso de Latonya Wallace, ni tampoco lo recuerda ningún inspector ni agente del operativo que hubiera trabajado en el caso. Y si no fuera por el hecho de que el señor Lawrence fue arrestado ayer por intentar robar unas chuletas de ternera en una tienda de Bolton Hill, su nombre no se correspondería con ninguna ficha policial que el ordenador de identificación de la policía de Baltimore tuviera a mano. Esto, deben admitir los inspectores, no es muy prometedor. Por lo general, el sospechoso ideal de una violación y asesinato suele tener en su ficha algo de más enjundia que una simple acusación de hurto en una tienda. Y sin embargo, este chico, Lawrence, consiguió poner la mano en el libro de la biblioteca de la niña sin tener siquiera ficha policial. De hecho, si no fuera porque se había ido de tiendas, lo más probable es que ningún inspector de homicidios hubiera pronunciado jamás el nombre de Kevin Robert Lawrence. Pero el señor Lawrence quería ternera para comer y, al parecer, la quería a muy buen precio, y sólo por ese capricho ahora es el principal sospechoso en el caso del asesinato de Latonya Wallace.