Authors: David Simon
El discurso de Doory cerró a todos los efectos la investigación de la calle Monroe, dejando a Worden y a James un mal sabor de boca. Doory era un buen abogado, un fiscal meticuloso, pero ambos detectives sintieron tentaciones de buscar motivos ocultos en su decisión de no ir a juicio:
—Si el sospechoso hubiera sido Juan Sin Techo —declaró James en cierto punto—, sí que habría acabado en el banquillo de los acusados.
En vez de ello, la investigación de la calle Worden se consignó a un cajón aparte en el despacho del teniente administrativo, una tumba separada de los demás casos abiertos, un entierro adecuado para el que era el único asesinato con posible implicación policial que había quedado sin resolver en toda la historia del departamento.
Después de meses de duro trabajo, ese era un final difícil de asumir para Worden. Y en la pizarra, mientras tanto, los nombres de dos víctimas de marzo seguían escritos en rojo junto a la inicial de Worden. Sylvester Merriman esperaba que el Gran Hombre encontrara al testigo perdido, aquel adolescente que había huido del hogar social; Dwayne Dickerson esperaba que Worden consiguiera que algún vecino de la avenida Ellamont hablase. Y durante el resto de la semana, la brigada de McLarney trabajaría también el turno nocturno, lo que prácticamente garantizaba que a Worden le caería uno nuevo antes del sábado. Los últimos seis meses le habían dejado con un plato lleno de huesos y cartílagos. Sin embargo, ahora la ciudad de Baltimore le pagaba horas extra ilimitadas para que mascara la pierna herida de un político.
—Te diré algo —le dice el Gran Hombre a Rick James entre dos mordiscos al bocadillo—: esta es la última vez que permito que me utilicen. No estoy aquí para hacerles el trabajo sucio.
James no dice nada.
—No me importa una mierda Larry Young, pero si le das a un hombre tu palabra…
La palabra de Worden. Era sólida como una roca en el distrito Noroeste y tan valiosa como el oro cuando estaba en la vieja unidad de busca y captura. Diablos, si te encontrabas en una habitación con un inspector de robos del DIC que se llamaba Worden, creías inmediatamente cuanto te dijera. Pero esta era la unidad de homicidios, la tierra de las promesas olvidadas, y a Worden le estaban haciendo comprender otra vez que, en el momento en que quisieran, los jefes podían cambiar las reglas del juego.
—No importa lo que suceda —le dice a James, echando humo de tabaco hacia la ventana—. No pueden quitarte tu FIC.
James asiente; el comentario no es ni mucho menos un
non sequitur
. La Fecha de Incorporación al Cuerpo de Worden es 1962. Tiene los necesarios veinticinco años necesarios y uno de propina; Worden puede retirarse con la pensión completa en el tiempo que tarde en rellenar el formulario de jubilación.
—Siempre me puedo ganar la vida construyendo suelos de madera para terrazas y haciendo muros de manipostería…
El último inspector de policía nato de Estados Unidos haciendo de carpintero o paleta. Es una imagen deprimente y James no dice nada.
—… o comerciando con pieles. Hay mucho dinero en el comercio de pieles.
Worden termina de desayunar otra taza de café negro, seguida de otro cigarro. Luego limpia la mesa y espera al turno de las nueve de la mañana en un hosco y vacío silencio.
Fred Ceruti sabe que es uno de los malos cuando dobla la esquina de Whittier y ve la ambulancia. La llamada había sido a las 03:43 y eso había sido hacía media hora, calcula, así que ¿qué diablos está haciendo el tío todavía en la ambulancia?
El inspector lleva el Cavalier hasta justo detrás de las luces de emergencia del vehículo médico y luego se queda mirando unos momentos a los enfermeros que trabajan frenéticamente en la parte de atrás de la ambulancia. Sentado en el estribo de la ambulancia, un uniforme del distrito Oeste mira a Ceruti y le hace un gesto con el pulgar hacia abajo.
—No tiene buen aspecto —dice el uniforme cuando Ceruti sale del coche y se dirige a las luces rojas—. Llevan dándole veinte minutos y no consiguen estabilizarlo.
—¿Dónde le han disparado?
—En la cabeza. Y en el brazo.
La víctima se estremece en su litera, gimiendo y recogiendo y estibando las piernas en un gesto lento y repetitivo, —sacando las rodillas, ajando los pies— un gesto involuntario que avisa a un inspector de homicidios que puede ir colocando el cartel de libre. Cuando una víctima que ha recibido un disparo empieza a bailar de esa forma en la camilla de la ambulancia —a «bailar los pajaritos», como dice Jay Landsman—, ya puedes considerar el caso un asesinato.
Ceruti mira cómo los enfermeros se esfuerzan por colocarle a la víctima unos pantalones a presión. Inflados luego con aire, constriñen notablemente el flujo de sangre a las extremidades inferiores, manteniendo así la presión sanguínea en el torso y la cabeza. Para Ceruti, los pantalones a presión son una amenaza como todo lo demás; puede que ese artefacto sea capaz de mantener a un hombre vivo hasta que llegue a urgencias, pero el equipo de trauma al final tendrá que deshincharlos y en ese momento la prensión se hunde y se abren las puertas del infierno.
—¿A dónde lo lleváis? —pregunta Ceruti.
—A conmoción y trauma, si podemos estabilizarlo —dice el conductor de la ambulancia—. Pero hasta ahora no lo hemos conseguido.
Ceruti mira arriba y abajo por la avenida Whittier y lee la escena del crimen como si fuera una lista de la compra bastante corta. Un calle secundaria oscura. Una emboscada. Sin testigos. Sin pruebas. Probablemente un asesinato de drogas. No te me mueras, cabrón. No te atrevas a morírteme.
—¿Fue usted el primero en llegar? —pregunta al uniforme.
—Sí. Unidad siete-A-treinta y cuatro.
Ceruti empieza a apuntar los detalles en su cuaderno y luego sigue al uniforme a un callejón entre las casas adosadas 2300 y 2302.
—Recibimos la llamada cuando se oyeron los disparos, y nos lo encontramos tendido justo aquí, con la cabeza contra la pared. Todavía tenía esto en la cintura cuando lo volvimos.
El policía sostiene un revólver de cinco disparos del .38.
Esto no va bien, piensa Ceruti, nada bien. Su anterior caso también había sido un asesinato por drogas en el distrito Oeste. Un chico que se llamaba Stokes al que habían matado en un callejón que salía de la calle Carrollton, un chaval muy delgado del que en la mesa del forense habían descubierto que era seropositivo. Ese caso también seguía abierto.
Ceruti llena un par de hojas de su libreta, luego camina una manzana y media hasta una cabina para pedir refuerzos. Landsman contesta al teléfono al primer timbrazo.
—Eh, Jay —dice el inspector—, este tío no parecía tener muy buen aspecto en la ambulancia.
—¿Ah, sí?
—Sí. Le han disparado en la cabeza y va a ser un asesinato. Seca mejor que despiertes a Dunnigan…
No, le dice Landsman. Esta vez no.
—Coño, Jay. Yo me llevé el último…
—La llamada es tuya, Fred. Haz lo que tengas que hacer. ¿Vas a enviar a alguien aquí?
—No hay nadie a quien enviar. No hay testigos ni nada que se les parezca.
—Vale, Fred. Llámame cuando termines de revisar la escena.
Ceruti cuelga el teléfono con un fuerte golpe y maldice a su sargento. La breve conversación le ha convencido de que Landsman intenta joderle, enviándole solo a responder llamadas y no enviándole refuerzos cuando los pide. Pasó lo mismo en el homicidio de Stokes el mes pasado y en la paliza del suroeste en abril. Aquellos habían sido los dos últimos homicidios que había llevado la brigada de Landsman, y Ceruti había sido el principal inspector en los dos; este tío aquí en Whittier era el tercero seguido. Landsman lee la pizarra, se dice Ceruti. Sabe lo que pasa. Así que ¿por qué no agarraba a Dunnigan y le enviaba cagando leches aquí a hacerse cargo de este asesinato?
Ceruti sabía por qué. O al menos creía que lo sabía. Él no era el favorito de la brigada de Landsman, ni de lejos. El y Pellegrini habían llegado al mismo tiempo, pero era Pellegrini quien había despertado el interés del inspector jefe, era Pellegrini con quien Landsman prefería responder a las llamadas. Tom no sólo era un candidato para el inspector jefe, sino también un compañero, un hombre serio que encajaba en la comedia de situación en la que vivía Landsman. Dos o tres buenos casos y Tom es repentinamente un prodigio, un candidato a novato del año. Ceruti es simplemente el otro, el chico nuevo que había venido de los distritos donde por diez centavos te daban una docena como él. Y ahora está solo.
Ceruti regresa de la cabina justo cuando la ambulancia se marcha. Trata de olvidar la conversación con Landsman y hace lo que tiene que hacer, trabajando lo poco que puede trabajar de este caso que pronto será un asesinato. Uno de los uniformes encuentra una bala en unos escalones de entrada cercanos, un .38 o .32, por el aspecto que tiene, pero demasiado mutilada como para resultar útil en una comparación balística. Un técnico del laboratorio llega unos pocos minutos después para embolsar la bala y tomar fotos de la escena. Ceruti se acerca a la cabina para decirle a Landsman que vuelve a la oficina.
O esa es su intención, al menos, hasta que ve a una mujer entrada en carnes en un porche de la avenida Orem que le mira de una forma extraña mientras camina hacia el teléfono. Cambia de dirección y pasea hacia la casa de forma tan despreocupada e indiferente como resulta posible, dado que son las cuatro de la mañana.
Increíblemente, los vio. Y más increíblemente todavía, está dispuesta a contarle a Ceruti lo que vio. Tres salieron corriendo después de que se oyeran los disparos, bajando por la calle a toda velocidad hacia una de las casas del otro lado de Orem. No, no los reconoció, pero los vio. Ceruti le hace varias preguntas más y la mujer se pone nerviosa, comprensiblemente, puesto que ella tiene que seguir viviendo en ese barrio. Si se la lleva del porche en ese momento, es como si anunciara a toda la calle que es una testigo. En vez de eso, Ceruti se marcha tras dejarle a la mujer su nombre y un número de teléfono.
De vuelta en la oficina, Landsman está mirando el canal de noticias cuando Ceruti regresa y tira la libreta sobre una mesa.
—Eh, Fred —dice Landsman fríamente—. ¿Qué tal ha ido ahí fuera?
Ceruti le fulmina con la mirada y luego se encoge de hombros.
Landsman se vuelve hacia la televisión.
—Quizá alguien te llame y te cuente algo sobre el asesinato.
—Sí. Quizá.
Tal y como lo ve Ceruti, su inspector jefe está siendo insensiblemente cruel. Pero para Landsman se trata de una ecuación muy sencilla. Llega un hombre nuevo y le enseñas el negocio, llevándolo contigo unos pocos casos hasta que aprende el juego. Si puedes, incluso le sueltas unos cuantos casos de los que se resuelven solos para que gane confianza en sí mismo. Pero en homicidios el programa de orientación laboral sólo llega hasta ahí. Después de eso, hay que nadar o ahogarse.
Es cierto que Landsman tiene un concepto muy alto de Pellegrini; también es cierto que prefiere trabajar un asesinato con Pellegrini que con cualquier otro de la brigada. Pero Ceruti ha pasado un año trabajando llamadas con Dunnigan o Requer vigilándolo, así que no es exactamente que lo hayan tirado desnudo a los lobos. Por eso Ceruti lleva razón al buscarle un sentido al hecho de que ha trabajado los últimos tres asesinatos de la brigada en solitario. Eran homicidios, y él es un inspector de homicidios y, en opinión de Landsman, ha llegado el momento de ver si Ceruti puede encontrarle el sentido a eso.
Fred Ceruti es un buen policía, traído a homicidios por el capitán tras cuatro años de experiencia en el distrito Este. Allí trabajó bien como policía de paisano en la unidad de operaciones, y en un departamento en el que se aplica la discriminación positiva, un buen policía de paisano negro no pasa desapercibido. Pero, aun así, ir a la unidad de homicidios del DIC tras sólo cuatro años de experiencia es un camino muy empinado, y las demás unidades del sexto piso estaban llenas de inspectores que habían saltado de la sección de crímenes contra personas. En las escenas del crimen y en los interrogatorios todavía había cosas que jamás se le escaparían a un investigador más experimentado y que Ceruti pasaba por alto. Esas limitaciones no se hicieron inmediatamente obvias cuando trabajó casos como secundario con Dunnigan o Requer. Tampoco se hicieron inmediatamente aparentes cuando Landsman empezó a enviarle solo a responder llamadas hace cuatro meses.
Muchas de las primeras salidas en solitario de Ceruti culminaron con el éxito, pero la mayoría de esos casos eran de los que se resolvían solos: el asesinato en febrero de una prostituta vino con tres testigos, y los agentes de la patrulla habían identificado y detenido al sospechoso de la agresión mortal en el distrito Suroeste mucho antes de que llegara el inspector.
Pero un asesinato doble de enero, consistente en dos asesinatos de drogas en una casa alijo del lado este, se había solucionado sólo después de bastante tensión entre Ceruti y su inspector jefe. Entonces, Ceruti no había querido acusar a un sospechoso con un caso que se basaba en un testigo con muchas reticencias. Landsman, sin embargo, necesitaba quitar aquellos dos asesinatos de la pizarra, y cuando Dunnigan consiguió después presionar al testigo para que presentara una declaración completa, el caso fue enviado a un gran jurado a pesar de las objeciones de Ceruti. En lo sustantivo, Ceruti tenía razón —el caso era demasiado endeble y la fiscalía lo desestimó antes del juicio—, pero en términos prácticos y políticos, la tardanza en resolverlo hizo que el inspector pareciera poco agresivo. De igual modo, el caso Stokes, el asesinato por drogas en un callejón del distrito Oeste, tampoco había ido bien. También allí Ceruti tenía a su favor el haber encontrado a una mujer que había visto huir a los pistoleros, pero prefirió no llevarla a la central. Considerando el riesgo que corría alguien que se supiera que iba a ser testigo, no era la peor decisión posible; Edgerton, por ejemplo, dejó a su testigo en la escena de aquel asesinato el mes pasado en la calle Payson. La diferencia era que Edgerton había hecho que su caso pasara del rojo al negro, y, en el mundo real, un inspector puede hacer lo que le venga en gana mientras resuelva sus casos.
El hecho de que un inspector nuevo como Ceruti tuviera dos casos abiertos consecutivos abiertos no constituía por sí mismo una amenaza. Después de todo, ni a Joseph Stokes ni a Raymond Hawkins, el hombre moribundo de la calle Whittier, nadie los iba a tomar por honrados contribuyentes, y, en la práctica, un inspector de homicidios podía pasar bastante tiempo sin que ninguno de sus casos llegara a juicio mientras ninguno de ellos fuera una bola roja. Al final, pues, el pecado de Ceruti no fue que dos asesinatos de drogas se le quedaran sin resolver. Su pecado fue más básico. Ceruti caería por desobedecer de forma reiterada el primer mandamiento del departamento de policía: ten las espaldas cubiertas.