Authors: David Simon
Pasan dos horas. Luego tres. Los gritos y las discusiones siguen en la sala donde delibera el jurado, y la espera se vuelve agónica.
—No sé qué decir, Gene —dice Gersh, perdiendo la fe—. Hice todo lo que pude y me temo que no fuera suficiente.
Cuatro horas después, sólo llega una nota de la portavoz del jurado informándoles que no hay acuerdo. Bothe lee la nota al fiscal y al abogado defensor, y luego convoca al jurado en el tribunal y les da las instrucciones pertinentes: que vuelvan a meterse en la sala y hagan todo lo posible por llegar a un veredicto.
Siguen más gritos.
—Esto es un crimen, Gene —dice Corey Belt—. No me lo puedo creer.
La duda les corroe la garganta cuando oyen la voz enfadada de una mujer del jurado que llega desde la sala por encima de los demás. Siempre mienten, dice la jurado. Tenéis que convencerme.
Siempre mienten. ¿Quién? ¿La policía? ¿Los testigos? ¿Los acusados? Butchie ni siquiera ha llegado a testificar, así que no se trata de él. ¿De quién demonios está hablando esa jurado? McLarney se entera del comentario por un secretario del tribunal, e inmediatamente piensa en la jurado número nueve, la mujer que parecía mirar a través de Gersh durante el alegato final. Es su voz, se dice. Maldita sea, ella es la que está montando este número.
McLarney traga saliva y se retira al pasillo del segundo piso, donde se dedica a pasear arriba y abajo, furioso. No ha sido suficiente, se dice. Voy a perder este jurado porque no les di bastantes pruebas. Un testigo. Otro que corrobora la declaración. Una confesión. De algún modo, no ha sido suficiente. Empieza la noche, y a McLarney cada vez le cuesta más regresar a la sala donde Gene está esperando. Sigue dando vueltas por el vestíbulo de mármol. Varios agentes del distrito salen para asegurarle que no importa, que todo habría sido igual.
—Si sale culpable, va a la cárcel —dice un agente, un hombre que estuvo a las órdenes de McLarney en el sector 2—. Si no le declaran culpable, le soltarán.
—Y si vuelve por la zona oeste, está muerto —termina otro, asintiendo—. Ese pedazo de mierda deseará haberse podrido en la cárcel.
Son palabras desafiantes, pero McLarney también asiente. La verdad es que no haría falta ningún plan, ninguna conspiración elaborada. Sencillamente, sucedería. Butchie Frazier era un criminal de pies a cabeza, y eso le convertía en un tipo predecible. Si volvía a las calles del distrito Oeste, también volvería a sus chanchullos; y con absoluta seguridad, todos y cada uno de los policías de la zona estarán esperándolo para cazarlo. Sin juicio, sin abogados y sin jurado. Si hoy Butchie Frazier es declarado inocente, se dice McLarney, estará muerto en un año.
En la sala del tribunal, Gersh y Schenker valoran las alternativas que tienen. Temiendo lo peor, podrían ir en busca del abogado de Frazier y ofrecerle un trato, antes de que vuelva el jurado. Pero ¿qué tipo de trato? Frazier ya se ha mostrado reacio a aceptar cincuenta años. ¿Treinta? Eso significa libertad condicional en menos de diez años. Cassidy dijo desde el principio que no sería capaz de vivir con una condena de diez años para el tipo que le dejó ciego. ¿Pero podrá vivir si le declaran inocente? Al final, el debate es puramente académico. Quizá porque se da cuenta de lo que están pensando los fiscales, Butchie Frazier rechaza cualquier insinuación de declararse culpable a cambio de un trato.
A las seis horas de deliberaciones, llega una nota distinta de parte del jurado. La portavoz pregunta por la diferencia entre intento de asesinato en primer y segundo grado. Culpable. Ahí dentro están debatiendo un veredicto de culpabilidad.
Al enterarse de las últimas noticias, los policías de la sala que acompañan a Gene y su familia vuelven a respirar hondo; unos pocos se animan y felicitan de nuevo a Cassidy. Este las rechaza. Segundo grado, dice, sacudiendo la cabeza. ¿Cómo pueden pensar en un segundo grado?
—Olvídate de eso, Gene —dice Gersh, un fiscal veterano que ha pasado por esperas parecidas cientos de veces—. Al menos han cambado de tercio. Están donde tienen que estar.
Cassidy sonríe al pensarlo. Para levantar los ánimos, pide permiso para contar su chiste.
—¿Qué chiste? —dice Belt.
—Ya sabes —dice Cassidy—. Mi chiste.
—¿Tu chiste? ¿El que contaste antes?
—Sí, ese —dice Cassidy.
Belt sacude negativamente la cabeza, sonriendo.
—¿Qué quieres, Gene? ¿Que se larguen todos?
—Qué demonios —dice Biemiller, otro policía de la zona oeste—. Cuéntalo, Gene.
Cassidy se lanza a contarlo. Tres trozos de cordel están de pie frente a un bar. Tienen sed y quieren una cerveza. Fuera hay un cartel que dice «No servimos a cordeles».
—El primer cordel entra en el bar y pide una cerveza, y el camarero le pregunta: «Eh, ¿usted no es un cordel?». El tipo contesta que sí y le echan del local. —En ese momento, algunos policías ofrecen bostezos sonoros y muy audibles. Ignorándoles, Cassidy sigue contando que al segundo cordel le pasa lo mismo que al primero—. Así que el tercer cordel rueda por el suelo, se enrolla y se ensucia bien antes de entrar en el bar.
McLarney saca la cabeza por la puerta de la sala, a tiempo de oír el remate de un chiste que no puede comprender.
—Y el camarero le pregunta: «¿Eres un cordel?». Y el otro dice: «No, soy un sucio nudo».
A su alrededor, los policías gruñen y sueltan risotadas.
—Dios mío, Gene, ese chiste es malísimo —dice uno de los agentes—. Incluso para un ciego, es horroroso.
Cassidy se ríe. La tensión ha abandonado la sala, la amenaza de la derrota ha desaparecido repentinamente gracias a la casual pregunta de la portavoz. McLarney también está más aliviado, aunque la idea de un veredicto de segundo grado no le satisface. Cassidy se lanza a contar otro chiste, y McLarney regresa al pasillo para dejarse caer en un banco del vestíbulo, con la cabeza recostada contra la fría pared de mármol. Belt le sigue.
—Butchie va a ir a la cárcel —dice McLarney, más para escuchar su propia voz diciéndolo que por otra razón.
—Necesitamos primer grado, amigo —dice Belt, inclinándose sobre el banco—. Segundo grado no vale.
McLarney dice que sí con la cabeza.
Cuando llega la nota de la portavoz, Gersh y Schenker retiran inmediatamente cualquier ofrecimiento de pacto. La juez Bothe les dice a los fiscales, en su despacho, que está dispuesta a aceptar un veredicto de culpabilidad en segundo grado si el jurado es unánime.
—No —dice Gersh con una nota de ira en la voz—. Dejemos que hagan su trabajo.
Las deliberaciones duran unas ocho horas, y hacia las diez de la noche, vuelve a reunirse el tribunal y traen a Butchie Frazier de la celda del sótano. Cassidy se sienta en primera fila con su esposa, justo detrás de los fiscales. McLarney y Belt están en la segunda fila, más cerca de la puerta. El jurado baja las escaleras en silencio. No miran al acusado, y eso es buena señal. Tampoco miran a Cassidy, y esto es mala señal. McLarney los observa mientras se sientan en sus sillas. Se pone las manos en las rodillas, apretando con fuerza la raya del pantalón.
—Señora portavoz —pregunta el secretario del tribunal—. ¿Han llegado a un veredicto unánime acerca de la acusación de intento de asesinato en primer grado?
—Sí, lo hemos hecho.
—¿Y cómo declaran al acusado de ese cargo?
—Declaramos al acusado culpable.
Gene Cassidy asiente lentamente, apretando la mano de su esposa, mientras el jurado se pronuncia y los policías que están en la sala emiten discretos vítores desde el fondo. Varios jurados empiezan a llorar. Desde la mesa, Gersh se da la vuelta para buscar, entre el gentío, a McLarney y hacerle un gesto con el pulgar hacia arriba. McLarney sonríe, estrecha la mano de Belt y levanta el puño en el aire, inclinándose hacia delante, repentinamente exhausto. Butchie Frazier sacude la cabeza y procede a observarse las uñas con mucha atención.
Mientras Bothe fija una fecha para el cumplimiento de la sentencia y da por cerrado el caso, McLarney ya se ha levantado y avanza por el pasillo, con la esperanza de encontrar a algún jurado. Quiere descubrir qué ha pasado en esa maldita sala. Cerca de las escaleras, está una de las jurado: es una mujer joven y negra que pugna por no echarse a llorar. Ve su placa y se encoge de hombros.
—No quiero hablar de eso —dice.
McLarney sigue buscando y ve a una muchacha, una de los tres jurados blancos. Es una de las que lloraba durante el testimonio de Cassidy.
—Señorita… señorita.
La chica se da la vuelta.
—Señorita —dice McLarney, alcanzándola—. Soy uno de los investigadores del caso y me pregunto qué ha pasado ahí dentro.
La chica asiente.
—¿Podría dedicarme unos minutos?
Algo reticente, ella acepta.
—Fui el inspector al frente del caso —sigue contándole McLarney un poco avergonzado por la intensidad que no puede ocultar—, ¿por qué han tardado tanto en volver con un veredicto?
La chica agita la cabeza, negativamente.
—A casi ninguno le importaba nada. Nada de nada. Era de locos.
—¿No les importaba?
—No.
—¿Qué es lo que no les importaba?
—Todo. No les importaba el caso.
McLarney enmudece. Bombardea a la chica con preguntas y empieza a reconstruir las ocho horas de terrible discusión en las que la raza y la indiferencia han sido las dos piezas esenciales.
La chica le dice que dos de los tres jurados blancos abogaban desde el primer momento por un veredicto de culpabilidad en primer grado, igual que dos de los jurados negros más jóvenes insistían en que declararan al acusado inocente. Decían que la policía había presentado un montón de testigos para que condenaran a alguien —a cualquiera— por el ataque a un policía blanco. Eso, según ellos, era el motivo por el cual todos los policías estaban ahí sentados en la galería del tribunal. La novia de Frazier lloraba porque la habían obligado a mentir. Los otros dos testigos probablemente estaban bebidos, porque venían del bar. El chico de la cárcel sólo testificaba porque había hecho un trato para librarse de sus propios problemas.
La muchacha recuerda que otra chica negra declaró, llegados a cierto punto, que no le gustaba la policía, lo cual llevó a otro jurado a preguntarle que qué tenía que ver eso con el caso. Sencillamente, no me gustan, replicó ella. Añadió que todos los que vivían en su barrio pensaban igual.
Los ocho jurados restantes no se mojaron; sólo dijeron que votarían por lo que acordaran los demás. Era viernes, recordaron, y era el fin de semana del Día de los Caídos.
[7]
Querían irse a casa.
McLarney la escucha, incrédulo.
—¿Cómo llegaron al veredicto de culpabilidad en primer grado? —pregunta.
—Yo no pensaba cambiar de opinión y la otra mujer, la de la fila del fondo, tampoco. Ella también quería una condena de primer grado, desde el principio. Cuando pasaron las horas, la gente sólo quería irse a casa y terminaron por darnos la razón.
McLarney sacude la cabeza sin dar crédito. Lleva suficiente tiempo como policía para saber que no hay quién entienda a los jurados, pero esto es demasiado. El hombre que trató de matar a Gene Cassidy ha sido declarado culpable por los motivos equivocados.
La muchacha parece que le lee la mente:
—Le juro —dice— que si el sistema funciona así, se lo puede quedar.
Dos horas más tarde, en el Market Bar, de cerveza hasta las cejas, McLarney le pide a la chica que vuelva a contar la sórdida deliberación. La chica lo hace. Es una camarera de diecinueve años que trabaja en un bar de deportes en el centro. Se ha venido al Market después de que los policías, los fiscales, la familia de Cassidy y el propio McLarney insistieran en invitarla a una ronda. Es una heroína y se lo merecía. McLarney la escucha durante unos minutos mientras la muchacha vuelve a contarlo todo, luego empieza a llamar a otros policías de la zona oeste para que tenga más público.
—Vince, ven aquí.
Moulter se acerca desde el fondo del bar.
—Este es Vince Moulter —le dice a la joven jurado—. Trabajaba con Gene. Cuéntale la parte en que una jurado dijo que Butchie le parecía mono.
Dos mesas más allá, Gene Cassidy bebe su refresco tranquilamente, riéndose de vez en cuando por las bromas. El y Patti se quedarán un par de horas, lo suficiente como para que McLarney traiga a la muchacha y se la presente.
—Gracias —le dice Cassidy a la chica—. Hizo lo correcto.
—Lo sé, muchas gracias —dice ella, algo nerviosa—. Buena suerte a usted, con el bebé y eso.
McLarney escucha el diálogo y sonríe desde la barra. Ya está un poco bebido. La reunión se disuelve hasta poco después de la una de la mañana, cuando Nicky sale de la barra para empezar a recoger y limpiar las mesas. Cassidy ya se ha ido, y también Belt y Tuggle y Gersh. McLarney, Moulter, Biemiller y unos pocos se han quedado. La chica empieza a coger su bolso y su abrigo.
—Nos vamos a la calle Clinton cuando cierren aquí —le dice Mclarney—. Puedes venir, si te apetece.
—¿La calle Clinton?
—Es como Halloween —bromea otro policía.
Antes de que la chica pueda contestar, McLarney se da cuenta de lo embarazoso de su propia sugerencia. Al final de la calle Clinton está el mejor bar del distrito Sureste, pero no es nada más que un embarcadero. Esta chica es normal. Es una civil.
—Es un muelle, a unos minutos de aquí—explica McLarney, un poco avergonzado—. Vince irá a buscar un poco de cerveza y luego nos reunimos allí. No es gran cosa.
—Tengo que irme a casa, es tarde —dice ella, algo incómoda.
—Claro, perfecto —replica McLarney, aliviado en cierto modo—. Vince puede acompañarte al coche.
—Gracias por la cerveza —dice ella—. La verdad es que no me gustaría volver a pasar por esto, pero ha sido una experiencia interesante. Gracias.
—No, no. Gracias a ti —dice McLarney.
Vince Moulter se va con la chica. McLarney se termina la cerveza y deja propina en la barra para Nicky. Comprueba que lleva la cartera las llaves del coche, la placa y su pistola. Es el inventario de bar, que le dice a McLarney que ya puede irse.
—¿Cómo se te ocurre pensar que se apuntaría a lo de la calle Clinton? —dice Biemiller, enarcando las cejas.
—No lo entiendes —dice McLarney, irritado—. Es una heroína.
Biemiller sonríe.
—¿Quién se viene? —pregunta McLarney.