Authors: David Simon
—¿Dónde?
—Allí, en mi coche.
Edgerton mira más allá del cruce, a un drogata bajito y delgado como un palillo que les devuelve la mirada y asiente con lo que parece una expresión atenta. Le llama la atención, porque normalmente los testigos obligados a quedarse en la escena del crimen suelen tener aspecto descontento y se niegan a cooperar.
—Ahora voy. ¿Y la víctima?
—Creo que está en Bon Secours.
—¿Esto es la escena?
—Sí, y más allá hay algunos casquillos. Del 22, creo.
Edgerton avanza lentamente por la calle, vigilando dónde pisa. En el asfalto hay unos diez casquillos —parecen de un rifle del 22, en efecto— desparramados. Alrededor de cada uno, los agentes han trazado un círculo de tiza amarillento. La pauta de caída de las balas parece cruzar la calle por el oeste en dirección al cruce, y la mayor parte de los casquillos está en el borde suroeste del mismo. En ese rincón, dos marcas de tiza adicionales indican la posición del cuerpo cuando llegaron los de la ambulancia. Con la cabeza hacia el este y los pies al oeste, hacia el borde de la curva.
El inspector recorre la escena otros diez minutos, en busca de algo fuera de lo normal. No hay rastro de sangre. No hay señales de pelea. No hay marcas de frenazo. Es una escena del crimen de lo más sosa. En una alcantarilla cerca del rincón noreste, encuentra una cápsula de gelatina rota con restos de polvillo blanco. No es nada sorprendente: el cruce de Hollins y Payson es un mercado de droga cuando cae el sol. Además, la cápsula amarillea y está lo suficientemente gastada como para que Edgerton piense que lleva varios días en la calle, que no tiene nada que ver con el tiroteo.
—¿Es tu zona? —le pregunta al agente.
—No, pero estoy en este sector, así que me conozco esta esquina bastante bien. ¿Qué quiere saber?
Qué quiero saber. A Edgerton empieza a gustarle el chico, que no sólo sabe hacerse con el primero que pasa por la escena y que parece un testigo, sino que también habla como si conociera la zona de verdad. En el departamento de Baltimore, una situación así es digna de un ataque de nostalgia. Hace diez o quince años, un inspector de homicidios podía hacerle una pregunta a un agente de uniforme y esperar una respuesta. Eran los días en que un buen policía controlaba su zona, y un perro no podía tirarse a otro en Hollins con Payson sin que alguien lo supiera en la comisaría del sector suroeste. Si se cometía un crimen, y le preguntaban al agente que patrullaba la zona quiénes solían estar en esa esquina por las noches, y dónde localizarlos, lo sabía. Y si no, se preocupaba de averiguarlo pitando. Hoy en día, se dice Edgerton, tenemos suerte si se saben el nombre de la calle que patrullan. Este chico es un policía de verdad. Un anticuado.
—¿Quién vive en la casa de la esquina?
—Unos traficantes de drogas. No es una casa, es un maldito campo de tiro. Los chicos de antidrogas hicieron una redada la semana pasada y encerraron a una docena de esos cabrones.
Adiós. Ningún testigo por ese lado.
—¿Y la otra, la de enfrente?
—Allí viven los drogadictos. Y algún viejo borracho. No, el borracho vive una casa más allá.
No tiene precio, piensa Edgerton. Este chico vale su peso en oro.
—¿Y que hay allí?
El agente se encoge de hombros.
—No estoy seguro. Quizá haya una persona de verdad.
—¿Registraste la zona?
—Sí, repasamos la mitad del bloque. No contestaron en esa casa, y los hijos de puta de allá dicen que no vieron nada. Podemos detenerlos, si quiere.
Edgerton dice que no, mientras apunta la información en su libreta de notas. El agente echa un vistazo, curioso.
—¿Y el tipo que tienes ahí? ¿Le conoces? —pregunta Edgerton.
—No sé cómo se llama, pero le he visto por ahí. Vende en esa esquina, y lo han encerrado alguna vez, eso lo tengo claro. Es un mierda, si es eso lo que quería saber.
Edgerton sonríe brevemente y luego cruza la calle. El traficante delgaducho está apoyado contra el coche patrulla, con una gorrita negra caída sobre la frente. Lleva zapatillas Air Jordán, téjanos de marca, una camiseta Nike: un montón de estatus del gueto. Hasta sonríe cuando Edgerton se acerca al coche.
—Creo que tendría que haberme ido antes —dice.
Edgerton sonríe. Un chico de barrio que sabe lo que hay.
—Va a ser que sí. ¿Cómo te llamas?
El traficante murmura un nombre.
—¿Llevas identificación?
El traficante se arruga, remolonea, pero saca una identificación. El nombre cuadra.
—¿Esta es tu dirección actual?
El otro asiente.
—¿De qué iba el tiroteo?
—Sé de qué iba. Y puedo decirle lo que parecía desde el otro lado de la calle, pero no vi quién lo hizo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que estaba demasiado lejos. A mitad del bloque, cuando llegaron disparando. No vi…
Edgerton le corta. Otro coche patrulla, que viene desde el sur hacia Payson, aparca en la curva. O.B. McCarter, que vuelve a patrullar el suroeste después de haber trabajado en el homicidio de Karen Smith, saca la cabeza por la ventanilla del conductor y se echa a reír.
Harry Edgerton —dice, incapaz de contenerse—, ¿este es tu caso, tío?
—Pues sí, así es. ¿Vienes del hospital?
—Sí.
Jodido McCarter, piensa Edgerton. Tres semanas fuera de homicidios y no le he echado de menos ni medio minuto.
—¿Bueno, y qué? —pregunta, impaciente— ¿Está muerto?
—¿Hay algún sospechoso?
—No.
McCarter ríe.
—Está muerto, tío. Ya tienes tu fiambre, Harry.
Edgerton se gira hacia el traficante, que sacude la cabeza ante la noticia. El inspector se pregunta si está montándole un numerito o si realmente está afectado por el asesinato.
—¿Conocías al muerto?
—¿Pete? Pues claro, sí que le conocía.
—Aquí tengo que se llamaba Greg Taylor —dice Edgerton, comprobando su libreta de notas.
—Que va, por aquí le llamábamos Pete. Hablé con él hace menos de dos horas. Debe ser una confusión.
—¿Y qué hacía?
—Bueno, vendía mierda, ya sabes. Droga mezclada, mala. Le dije que era peligroso.
—Así que le dijiste eso.
—Sí, ya sabes, por la zona.
—El tipo te caía bien, ¿no?
El traficante sonríe.
—Era buena persona.
Casi a su pesar, a Edgerton le divierte la situación. Su víctima trabajaba en la calle Payson, vendiendo bicarbonato a diez dólares la cápsula a los colgados, en un acto de capitalismo salvaje que iba a atraerle más enemigos de los que jamás podría necesitar. Dios, se dice Edgerton, mi suerte está cambiando. Todos los drogatas de la avenida Frederick debieron venir a por este hijo de puta, y yo doy con el único tipo al que le sabe mal que haya estirado la pata.
—¿Y hoy estaba aquí vendiendo? —pregunta Edgerton.
—Sí. Bueno, de vez en cuando.
—¿A quién se la vendía?
—Un chico que se llama Moochie le compraba. Y la chica de Moochie, que vive allá en Pulaski. Y luego otros dos, que venían en coche. No sé quiénes eran. Bastante gente le pagaba por esa mierda.
—¿Cómo fue el tiroteo?
—Estaba a mitad del bloque. No vi quién era, se lo he dicho.
Edgerton baja la cabeza y luego hace un gesto hacia el asiento trasero del coche patrulla. El traficante se mete dentro y Edgerton le sigue, cerrando la puerta tras él. El inspector baja la ventanilla, enciende un cigarrillo y le ofrece otro al muchacho. Este lo acepta con un suave gruñido.
—Ibas bien hasta ahora —le dice Edgerton—. No empieces a liarla.
—¿Cómo?
—Que me has dicho la verdad, hasta ahora. Por eso no te arrastro la central, como debería. Pero si vas a cerrar el buche…
—No, tío, no —dice el traficante—. No es eso. Se lo he dicho, vi el tiroteo, venía de lo de mi chica, por la calle. Vi que perseguían a Pete y oí los disparos, pero no puedo decirle quiénes eran.
—¿Cuántos había?
—Vi a dos. Pero sólo disparaba uno.
—¿Con una pistola?
—No —dice el chico, estirando los brazos hasta imitar la longitud de un arma larga—. Era una de estas.
—¿Una escopeta?
—Sí.
—¿De dónde venía?
—No lo sé. Ya estaba ahí cuando le vi.
—¿Y dónde fue después?
—¿Después?
—De abatir a Pete. ¿Hacia dónde huyó el chico con la escopeta?
—Se fue hacia Payson.
—¿Al sur? ¿Por dónde? ¿Qué aspecto tenía? ¿Qué llevaba puesto?
—Un abrigo oscuro y un sombrero, creo.
—¿Qué tipo de sombrero?
—Con una visera.
—¿Una gorra de béisbol?
El traficante asiente.
—¿Cómo era, alto o bajo?
—Era de altura media. Un metro setenta o así.
Edgerton tira su cigarrillo al exterior y repasa las dos últimas páginas de su libreta de notas. El traficante inhala profundamente y luego suspira.
—Vaya mierda.
Edgerton gruñe.
—¿Qué?
—Hablé con él hace un par de horas. Le dije que esa mierda iba a traerle problemas. ¿Y se rió, sabe? Se rió y dijo que se sacaría unas perras y luego compraría mierda de verdad.
—Bueno, resulta que tenías razón —dice Edgerton.
Se oyen voces en la acera adyacente, y el traficante se hunde en asiento, como si de repente se diera cuenta de que lleva un cuarto de hora hablando con un inspector de policía. Dos jóvenes pasan al lado del coche y doblan la esquina de la calle Hollins, mirando con inquina a los uniformes, pero sin preocuparse del asiento trasero. Excepto P0r los agentes, el cruce vuelve a quedar vacío.
—Dese prisa —dice el chico, incómodo—. Por aquí me conoce mu cha gente y esto no está bien.
—Dime —pregunta Edgerton, leyendo sus notas—. En esa esquina de ahí tenía que haber alguien, ¿no?
El traficante asiente con amabilidad, casi contento de saber cuál es el precio que tiene que pagar para que le dejen ir en paz.
—Cinco o seis personas —dice—. Un par de chicas que viven por ahí, en Hollins, con otro chico que no conozco. No sé cómo se llaman pero sí dónde van. Y había otro tipo al que sí conozco. Estaba ahí cuando todo sucedió.
Edgerton vuelve la hoja de su libreta y saca su bolígrafo.
No dicen nada más. Los dos saben que, a cambio del anonimato, el traficante dará el nombre de otro testigo. El chico pide otro cigarrillo, luego una cerilla y expulsa humo y nombre a la vez.
—John Nathan —repite Edgerton, apuntándolo—. ¿Dónde vive?
—Creo que en la calle Catherine con Frederick.
—¿Trafica?
—Sí. Ha estado en la trena varias veces.
El inspector asiente y cierra la libreta de notas. Un inspector sólo puede esperar un cierto grado de cooperación por parte de los testigos en una escena del crimen, y este chico ha superado el límite mensual de Edgerton con creces. Instintivamente, el traficante estira el brazo para cerrar el trato con un apretón de manos. Es un gesto extraño. Edgerton responde, y le ofrece un última advertencia antes de abrir la puerta del coche.
—Si me has mentido —dice, deslizándose hacia fuera mientras el chico le imita—, sé dónde vives.
El traficante asiente, se baja la gorra y desaparece en la oscuridad. Edgerton se toma otros diez minutos para esbozar un esquema de su escena del crimen y les hace algunas preguntas a los agentes de la zona sobre el nombre que acaban de soplarle. Si le véis por ahí, ordena, lo detenéis y llamáis a homicidio.
A las tres y media de la mañana, Edgerton por fin consigue librarse para ir a Bon Secours y visitar a su fiambre. Es grande —un metro ochenta— y tiene el cuerpo de un jugador de rugbi: el pecho de un atacante y las piernas de un defensa. Gregory Taylor era un adicto de treinta y un años que vivía a un bloque del lugar donde murió. Mira al techo de la sala de urgencias con un solo ojo abierto. El otro está hinchado y cerrado a causa del tiroteo de la calle Payson. De cada miembro cuelgan catéteres y tubos, desvalidos y tan desprovistos de vida como eI cuerpo al que están ligados. Edgerton observa las marcas de agujas en ambos brazos, así como las heridas de entrada de los disparos, en el pecho, en la cadera izquierda y en la parte superior del brazo derecho, todas las heridas parecen de entrada, aunque con un calibre del .22 es difícil de decir.
—No tiene muy buen aspecto —le dice a un agente apostado cerca—. Era grande y fornido. Supongo que eso explica que hubiera dos. Yo no me iría a pelar a este tipo solo, ni siquiera con una escopeta. Definitivamente, me traería a un amigo.
La evidencia física le sugiere otras dos cosas al inspector. Una, que el asesinato fue un acto impulsivo, no fruto de la premeditación. Edgerton lo sabe por las armas utilizadas. Ningún pistolero o ejecutor con la más mínima semblanza de profesionalidad llevaría algo tan aparatoso como una escopeta del .22 a un asesinato premeditado por un tema de drogas. Dos, el asesino estaba muy enfadado con Gregory Taylor, porque diez disparos son una señal clara de descontento.
Edgerton se inclina sobre el torso del hombre muerto y se pone a dibujar una figura humana en una página de su libreta. Empieza a marcar los puntos de impacto de las balas. Mientras, una enfermera de urgencias, corpulenta y en cuyo rostro está colgado el sempiterno cartel de fuera-de-mi-sala-de-urgencias llega a la camilla apartando la cortina de plástico que separa las unidades de trauma.
—¿Es usted el inspector responsable?
—Sí.
—¿Necesita su ropa?
—Pues sí, gracias. Debería venir un agente para llevársela. Avisaré para que…
—Hay uno en la sala de espera, con la madre —dice la enfermera, a medio camino entre la alegría de la irritación y la satisfacción de la eficiencia—. Necesitamos despejar la cama.
—¿La madre está aquí?
La enfermera asiente.
—Bien. Entonces, la veré —dice Edgerton, abriendo la cortina—. 0tra cosa. ¿Dijo algo en la ambulancia que le trajo aquí?
—L-M-Y-S-M —dice la enfermera.
—¿Cómo?
—L-M-Y-S-M —repite con cierto orgullo—. «Llegó muerto y siguió muerto.»
Maravilloso. Así se entiende que el asunto extramatrimonial más fácil y habitual en un policía sea con una enfermera de urgencias. ¿Qué otra relación podría ser tan psicológicamente simbiótica, de perspectiva tan felizmente distorsionada? ¡Demonios!, si alguna vez se aburren de tener sexo, siempre pueden irse a una habitación de un motel y propinarse respuestas cínico-ingeniosas. L-M-Y-S-M.