Authors: David Simon
Dos Cavaliers y dos coches patrulla se detienen frente a una casa adosada de tres pisos en el lado norte de la calle, en la que la policía entra a saco como si estuviera ejecutando una jugada ofensiva de fútbol americano. Eddie Brown entra primero como saliendo del primer bloqueo, seguido por dos policías de uniforme del Distrito Central. Luego van Pellegrini y Edgerton y finalmente Fred Ceruti y más policías de uniforme.
Un joven de diecisiete años que se había acercado hasta el vestíbulo de la entrada para responder a los fuertes golpes con los que habían llamado a la puerta ha acabado empujado contra la pared con un policía de uniforme gritándole que se calle de una puta vez y que se esté quieto mientras le cachea. Un segundo chaval vestido con un chándal gris sale por la puerta de la habitación del medio del segundo piso, ve rápidamente quienes son los que han irrumpido en la casa y se vuelve por donde ha venido, gritando:
—Pohlisías —grita—. Eh, tíos que viene la policía…
Eddie Brown saca a Paul Revere de la puerta de un tirón y le empuja contra una de las paredes mientras Ceruti y otros uniformes se abren camino por el oscuro pasillo hacia la luz encendida que hay en la habitación central.
Allí hay cuatro chicos agrupados en torno a un producto de limpieza en un pulverizador y una pequeña caja de bolsas de plástico. Sólo uno de ellos se molesta en levantar la vista para mirar a los intrusos y para ese él transcurren uno o dos segundos en los que no es capaz de entender nada hasta que el éter se despeja, empieza a gritar como un loco y echa a correr hacia la puerta trasera. Uno de los agentes del operativo que viene del Distrito Sur lo coge por la camisa en la cocina y lo dobla sobre el fregadero. Los otros tres están fuera de este mundo y no hacen el menor movimiento. El mayor expresa su indiferencia llevándose la bolsa de plástico a la cara e inhalando un último chute. La peste a productos químicos es sobrecogedora.
—Me voy a poner enfermo si sigo respirando esta mierda —dice Ceruti, empujando a uno de los críos sobre un escritorio.
—¿Qué opinas? —pregunta un uniforme, sentando a otro de los cautivos en una silla—. ¿Va a cabrearse mamá cuando se entere de que habéis estado aspirando droga teniendo que ir mañana al colegio?
Desde los dormitorios del segundo piso llega la cacofonía de agentes que maldicen y mujeres que chillan, seguida por gritos más distantes habitaciones del tercer piso. En parejas y tríos se saca a los ocupantes de casi una docena de dormitorios y se los lleva abajo por la escalera ancha y medio podrida que ocupa el centro de la casa —adolescentes, niños pequeños, mujeres de mediana edad, hombres adultos— basta que un reparto completo de veintitrés personas está reunido en el salón.
La multitud está extrañamente silenciosa. Es casi medianoche y una docena de policías pululan por la casa adosada, pero los asediados vecinos del 702 de Newington no hacen ninguna pregunta sobre el registro, como si hubieran llegado a un punto en el que los registros policiales no necesitaran ningún motivo. Lentamente, el grupo sedimenta en capas a lo largo de la habitación: los niños más pequeños se quedan en el centro del suelo, los adolescentes se sitúan a los lados sentados en el suelo o de pie con la espalda contra las paredes, los hombres y mujeres de más edad se van al sofá o se sientan en las sillas o se colocan alrededor de la vieja mesa de comedor. Pasan cinco minutos antes de que un hombre mayor, bajo y fornido que lleva unos boxer azules y zapatillas de baño haga la pregunta obvia:
—¿Qué diablos hacen ustedes en mi casa?
Eddie Brown se acerca a la puerta y el hombre bajo y corpulento lo mira de arriba abajo:
—¿Es usted quien manda?
—Soy uno de los que manda —dice Brown.
—No tienen ustedes derecho a entrar así en mi casa.
—Tengo todo el derecho. Tengo una orden judicial.
—¿Una orden? ¿Una orden para qué?
—Una orden de registro firmada por un juez.
—No hay juez que firme una orden de registro contra mí. Yo sí que me voy a buscar un juez y le voy a contar como han entrado ustedes en mi casa.
Brown sonríe con indiferencia.
—Déjeme ver su orden.
El inspector lo ignora con un gesto. Cuando hayamos terminado podrá quedarse una copia.
—No tiene usted ninguna orden.
Brown se encoge de hombros y sonríe otra vez.
—Gilipollas.
Brown vuelve la cabeza rápidamente y fulmina con la mirada al hombre que viste los boxer azules, pero lo único que el hombre le devuelve es una expresión de «yo no he sido».
—¿Quién ha dicho eso? —exige saber Brown.
El hombre gira la cabeza lentamente, mirando a través de la habitación a uno de los inquilinos más jóvenes, el chaval con el chándal gris que había intentado avisar a los demás a gritos poco antes. Está apoyado contra el interior de la puerta abierta del pasillo, jodiendo con la mirada a Eddie Brown.
—¿Has dicho algo?
—Digo lo que me da la gana —dice el chaval hoscamente.
Brown avanza dos pasos por la habitación, agarra al chaval, lo saca del marco de la puerta de un estirón y lo arrastra hasta el vestíbulo. Ceruti y un uniforme del Distrito Central se apartan un poco para ver mejor el espectáculo. Brown le pone su rostro tan cerca que no hay nada más en el universo del chaval, nada más en lo que pueda pensar excepto en el cabreadísimo inspector de policía de metro ochenta y ocho y cien kilos de peso que tiene delante.
—¿Qué es lo que quieres decirme ahora? —pregunta Brown.
—Yo no he dicho nada.
—Dilo ahora.
—Tío, yo no…
La cara de Brown se arruga con una sonrisa sardónica mientras devuelve en silencio al chaval a la habitación de la que lo ha sacado, donde dos agentes del operativo ya están manos a la obra anotando nombres y fechas de nacimiento.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí sentados? —pregunta el hombre de los boxer azules.
—Hasta que hayamos terminado —contesta Brown.
En un dormitorio trasero de arriba, Edgerton y Pellegrini están empezando a abrirse camino lenta y metódicamente entre las pilas de harapos y colchones mohosos, papeles y trozos de comida podrida, registrando el 702 de Newington en busca del último lugar en que se vio viva a Latonya Kim Wallace.
El registro a los esnifadotes de pegamento del 702 de Newington es el último pasillo en una investigación que ya dura una semana, la puesta a prueba de una teoría que Pellegrini y Edgerton han estado armando durante los últimos dos días. El nuevo escenario hace que los detalles en apariencia más absurdos del asesinato cobren sentido. En concreto, la teoría parece explicar satisfactoriamente por qué Latonya Wallace fue abandonada frente a la puerta de atrás del número718 de Newington. El lugar en el que se encontró el cuerpo era tan absurdo, tan extraño, que cualquier razonamiento que pudiera justificarlo bastaba para cambiar la dirección de la investigación.
Desde la mañana en que se encontró a Latonya Wallace, todo los inspectores que habían reconocido la escena del crimen se habían preguntado por qué el asesino iba a arriesgarse a cargar con el cuerpo de la chica hasta el patio trasero vallado del 718 de Newington para luego dejarlo directamente a la vista de la puerta trasera y arriesgándose además a que le oyeran. Si el asesino había, de hecho, conseguido entrar en la avenida Newington sin que lo detectaran, ¿por qué no dejar el cuerpo en el callejón entre las casas y huir? Y, ya puestos, ¿por qué no dejar el cuerpo en un patio más cercano a alguno de los dos extremos del callejón, que eran los únicos puntos por los que el asesino podía haber entrado al mismo? Y, sobre todo, ¿por qué iba el asesino a arriesgarse a entrar en el patio vallado de una casa habitada y luego arrastrar el cuerpo doce metros por él para dejarlo tan cerca de la puerta trasera? Había otros patios más accesibles y tres de las casas adosadas que daban al callejón estaban obviamente abandonadas. ¿Por qué arriesgarse a que lo oyeran los residentes del 718 de Newington cuando podía haber dejado perfectamente el cuerpo en el patio de una casa con las ventanas tapiadas con listones de madera y de dónde no saldría ningún inquilino que pudiera pillarle con las manos en la masa?
Incluso antes de que el viejo borracho de la avenida Newington se demostrase incapaz de cometer un asesinato, una respuesta empezó a tomar forma en la cabeza de los dos inspectores, una respuesta que encajaba perfectamente con las anteriores teorías de Landsman.
Desde el primer día, Landsman había dicho que lo más probable era que el asesinato hubiera tenido lugar en una casa o garaje cerca de donde se había encontrado el cuerpo. Entonces, en la madrugada, el asesino habría llevado a la niña al callejón, la habría dejado en la puerta del número 718 y huido. Lo más probable, había argumentado Landsman, era que la escena del crimen estuviera en una de las casas de las avenidas Callow, Park o Newington, pues eran las tres calles cuya parte de atrás daba al callejón. Y si la escena del crimen no estaba en ese mismo bloque, entonces a lo sumo estaba a una manzana de distancia en cualquier dirección; a los detectives no les cabía en la cabeza que un asesino con un cadáver en brazos se pusiera a caminar frente a las casas de varias manzanas de su barrio cuando, para deshacerse de un cuerpo, todos los callejones eran iguales.
Había, por supuesto, una pequeña posibilidad de que el asesino, temiendo conducir muy lejos con un cuerpo en el coche, hubiera usado un vehículo para llevar el cuerpo en un trayecto muy corto hasta el callejón detrás de Newington, una posibilidad que Landsman consideraba posible en el caso del Pescadero, que vivía a unas manzanas de la escena en Whitelock y, por lo tanto, no encajaba con la teoría sobre la que estaban trabajando. De hecho, un residente del 720 de Newington les había contado a los inspectores durante un peinado de la zona que le parecía recordar vagamente haber visto la luz de unos faros de coche aparecer por la pared trasera de su dormitorio a las cuatro de la mañana el día en el que cuerpo fue descubierto. Pero más allá de ese recuerdo soñoliento ningún residente recordaba haber visto un vehículo extraño en la parte de atrás de la avenida Newington. De hecho, con la excepción de un hombre que a menudo aparcaba su Lincoln Continental en el patio trasero del 716 de Newington, nadie recordaba haber visto ningún coche o camioneta pasar por el estrecho callejón.
El nuevo evangelio del caso de Latonya Wallace —con Edgerton como su autor y Pellegrini como primer converso— aceptaba todos los argumentos previos y además parecía explicar la extraña y al parecer irracional colocación del cuerpo: el asesino no había venido por el callejón. Tampoco la chica había sido transportada a través del 718 de Newington, que era la alternativa obvia. La pareja de ancianos que vivía en aquella dirección y había descubierto el cuerpo habían sido investigados a fondo; sus historias cuadraban y su hogar había sido comprobado a fondo por los detectives. Nadie creía que estuvieran implicados en el asesinato ni era posible que el cuerpo hubiera sido transportado por la casa sin su consentimiento.
Después de contemplar la escena desde una docena de ángulos distintos a Edgerton se le ocurrió una tercera posibilidad: que el asesino hubiera venido de arriba.
Una semana atrás, cuando había sido descubierto el cuerpo, varios detectives habían subido y bajado por la escalera de incendios metálica que empezaba en el tejado del 718 de Newington y descendía en dos tramos hasta el patio trasero, terminando unos pocos palmos por encima de la puerta de la cocina y de la propia escena del crimen. Los inspectores comprobaron la escalera en busca de rastros de sangre o cualquier otro tipo de prueba y no encontraron nada. Edgerton y Ceruti incluso subieron a los rellanos traseros de algunas de las casas cercanas y comprobaron las cuerdas de tender la ropa por si alguna encajaba con las marcas de ligaduras en el cuello de la chica, pero ninguno de los hombres había pensado de forma sistemática en los tejados. Sólo después de una docena de visitas al lugar empezó a ocurrírsele la idea a Edgerton y el domingo por la mañana, tres días después de que se descubriera el cuerpo, el inspector empezó a poner su teoría sobre el papel.
Edgerton pegó dos folios juntos y dividió el espacio resultante en dieciséis largos rectángulos, cada uno de los cuales representaba una de las dieciséis casas adosadas del lado norte de la avenida Newinton. En el centro del diagrama, detrás del rectángulo marcado 718, Edgerton dibuja un crudo monigote de palo para señalar la posición del cuerpo. Entonces indica la posición de las escaleras de incendios en el 718, que extienden desde el patio trasero a un rellano del segundo piso y luego hasta el tejado, así como las de otras escaleras de incendios en otros edificios.
Diez de las dieciséis casas adosadas tienen acceso directo al techo desde el interior. A Latonya Wallace podrían haberla atraído a una de las casas del lado norte de Newington, donde podrían haberla violado asesinado para luego sacarla por una de las ventanas del segundo piso a los rellanos planos y alquitranados sobre las extensiones posteriores. Desde allí, utilizando las escaleras de incendios, el asesino podría haber llevado el cuerpo a los tejados del tercer piso, caminado un breve trecho por el tejado común y luego descendido por la escalera metálica al patio del 718 de Newington. Solo esa teoría podía explicar por qué el cuerpo había sido abandonado cerca de la puerta trasera en el patio vallado del número 718 y por qué el asesino no había corrido menos riesgos y dejado el cuerpo en el callejón común o en un patio más fácilmente accesible. Desde el suelo, el 718 de Newington era un lugar absurdo. Pero desde el tejado, el 718 de Newington era —por virtud de sus seguras escaleras metálicas— uno de los edificios más accesibles de toda la manzana.
Ese mismo domingo Edgerton, Pellegrini y Landsman exploraron los tejados de las casas adosadas de Newington buscando pruebas e intentando determinar qué casas tenían acceso directo a los tejados. Los detectives comprobaron los tejados de todas las casas y los encontraron sellados con alquitrán o cerrados de algún otro modo. Pero desde las habitaciones de atrás del segundo piso de diez de las casas, un hombre podría haber subido por la ventana y tomado la escalera de incendios hasta el techo.
Edgerton señaló esas casas —700, 702, 708, 710, 716, 720, 722, 724, 726 y 728— en un cuaderno, anotando además que la 710 y la 722 eran edificios vacantes que ya habían sido comprobados por los inspectores. Tachó esas casas, junto con el 726 de Newington, que había sido renovado recientemente y reconvertido en una de esas maravillas
yuppies
con tragaluces y halógenos, la única concesión en toda la manzana a la campaña de diez años para atraer a nuevos propietarios a la zona y reconstruir las viviendas abandonadas de Reservoir Hill. Esa casa la estaban preparando para la venta y estaba vacía, lo que dejaba sólo siete casas adosadas con acceso viable al tejado.