Authors: David Simon
El martes, la nueva teoría ganó credibilidad cuando Rich Garvey, al revisar las fotografías en color de la escena del crimen, vio manchas negras en los pantalones estampados amarillos de la niña.
—Eh, Tom —dijo llamando a Pellegrini a su escritorio—. Mira toda esta mierda negra en los pantalones. ¿A ti te parecen manchas normales?
Pellegrini negó con la cabeza.
—Por Dios, sea lo que sea, el laboratorio debería poder decirte algo. Parecen de grasa.
Alquitrán de tejado, pensó Pellegrini. Se marchó con las fotografías hasta el laboratorio criminal del quinto piso para cotejarlas con la ropa de la niña, que estaba siendo examinada en busca de cabellos, fibras y cualquier otra prueba. Un análisis químico de aquellos lamparones negros como el carbón podía tardar semanas e incluso así dar sólo las características generales de la sustancia. Pellegrini preguntó si podía determinarse si era un derivado del petróleo o, al menos, si su composición era consistente con la del alquitrán de cubrir tejados. Sí, le dijeron los químicos tras un somero examen preliminar, era muy probable que lo fuera, aunque tardarían tiempo en tener los resultados de un examen completo.
Más tarde ese día Edgerton y Pellegrini terminaron de comparar el diagrama de los tejados con los resultados de las operaciones de peinado de la manzana número 700 de Newington, cotejando las listas de inquilinos de las siete casas sospechosas con sus antecedentes policiales. Los inspectores se concentraron en las direcciones ocupadas por hombres que o bien vivían solos o bien no se sabía dónde habían estado los días en los que la niña había desaparecido, además de las casas ocupadas por varones que eran delincuentes habituales. Entre coartadas confirmadas, mujeres y ciudadanos respetuosos de la ley, el proceso de eliminación les llevó rápidamente al 702 de Newington.
No sólo era el hogar del principal grupo de piltrafas, delincuentes y drogadictos, sino que un repaso de los informes de incidentes en la unidad de delitos sexuales reveló un dato interesante de octubre de 1986, cuando una niña de seis años fue retirada de la casa por empleados de los servicios sociales debido a indicios de abusos sexuales. Sin embargo, no se habían presentado cargos a raíz de aquel informe. Y en cuanto a la casa en sí, el 702 de Newington tenía un rellano de alquitrán en el segundo piso con una escalera de madera que llegaba al tejado del tercer piso y los detectives se dieron cuenta durante su registro el domingo que las ventanas de la parte de atrás del segundo piso parecían haber sido abiertas recientemente. Una pantalla metálica había sido parcialmente desencajada del marco, permitiendo así el acceso al rellano. Más aún, al fondo del tejado del tercer piso, Pellegrini encontró lo que parecía ser una marca reciente en el alquitrán hecha por algún objeto romo, quizá uno cubierto por tejido.
Basándose en sus antecedentes policiales, seis de los adultos varones que vivían en el 702 de Newington y otros residentes de aquella manzana fueron llevados a homicidios el día en que se descubrió el cuerpo de la niña, todo como parte del peinado preliminar de la zona. En aquellas primeras entrevistas los hombres no dijeron nada que despertara las sospechas de la policía, pero tampoco hicieron muchos amigos en la unidad de homicidios. Antes de ser interrogados, los ocupantes del 702 de Newington se pasaron una hora entera sentados en la pecera, riéndose a carcajadas y desafiándose los unos a los otros a crear las flatulencias más potentes.
Aquella conducta les parece ahora a los inspectores el colmo de la elegancia mientras se abren paso entre los escombros del 702. El edificio fue en tiempos una señorial casa victoriana, pero ahora la estructura es poco más que un cascarón descarnado sin electricidad ni agua corriente. Platos de comida, montañas de ropa, pañales abandonados, cubos de plástico y botes de metal llenos de orina se amontonan en los rincones de la casa. La peste a miseria se vuelve más opresiva en cada nueva habitación, hasta que tanto los policías de paisano como los inspectores tienen que bajar regularmente a la entrada a fumar un cigarrillo y respirar un poco de aire invernal en los escalones de entrada. En todas las habitaciones, los ocupantes se habían adaptado a la ausencia de agua corriente orinando en un contenedor común. Y en todas las habitaciones platos de papel y de plástico llenos de restos de comida estaban dispuestos en capas, unos encima de otros, hasta que toda la serie de comidas de una semana podía rastrearse arqueológicamente en los estratos de basura. Las cucarachas y los escarabajos de agua saltaban en todas direcciones a la que se removían un poco los desperdicios y, a pesar del calor que hacía en los pisos superiores de la casa, ni uno de los inspectores estaba dispuesto a quitarse el abrigo o la chaqueta y dejarla en alguna parte por miedo a que quedara infestada de bichos.
—Si la mataron aquí —dice Edgerton, moviéndose a través de una habitación entregada a los restos de comida y los harapos mohosos— imagínate como debieron de ser sus últimas horas.
Edgerton y Pellegrini, y luego Landsman, que llegó más tarde de la calle Whitelock, empezaron a registrar la habitación trasera del segundo piso que pertenecía al hombre mayor que había sido considerado sospechoso en la anterior violación de una niña de seis años. Brown, Ceruti y los demás se abrieron paso por el tercer piso y las habitaciones delanteras. Tras ellos vinieron los técnicos del laboratorio, que tomaron fotografías de todas las habitaciones y objetos recuperados, buscaron huellas en todas las superficies que les sugerían los inspectores y realizaron pruebas de leuco malaquita a cualquier mancha que tuviese un mínimo parecido con la sangre.
Es un proceso lento que la enorme concentración de inmundicia trastos hace todavía más difícil. Sólo en cubrir las habitaciones traseras —las que tienen acceso directo al tejado— tardan dos horas, durante las cuales los inspectores mueven todos los objetos que hay en la habitación uno a uno hasta que se va vaciando y se puede dar la vuelta a los muebles. Además de ropa o sábanas manchadas de sangre y de un cuchillo dentado, buscan el pendiente en forma de estrella, nada menos que la proverbial aguja en un pajar. De la habitación trasera en la que se ha roto la pantalla de la ventana toman dos pares de pantalones téjanos manchados y una sudadera que da positivo en la prueba de la leuco malaquita, además de una sábana con manchas similares. Estos descubrimientos les impulsan a continuar hasta la madrugada, girando colchones en descomposición y moviendo destartaladas cómodas con cajones rotos en una búsqueda metódica de la escena del crimen.
El registro que empezó poco antes de medianoche se alarga hasta las tres, luego las cuatro y finalmente las cinco, hasta que sólo Pellegrini y Edgerton quedan en pie e incluso los técnicos del laboratorio empiezan a protestar. Ya han levantado huellas latentes de marcos de puertas y paredes, de repisas de cajoneras y barandillas, por si suena la improbable flauta y alguna coincide con las de la víctima. Pero Edgerton y Pellegrini todavía no se dan por satisfechos, y mientras avanzan hacia el tercer piso piden que se busquen huellas en muchos objetos más.
A las 5:30 de la mañana los habitantes varones de la casa son esposados juntos y pastoreados en fila hacia una furgoneta del Distrito Central. Serán llevados a la central y dejados en habitaciones distintas donde los mismos investigadores que han pasado la noche escarbando en la casa adosada darán inicio a una inútil campaña que tendrá por objeto provocar que alguno de aquellos hombres reconozca ser el asesino de una niña. Y, aunque todavía no se les ha acusado de nada, los inspectores tratan a los sospechosos del 702 de Newington con un desprecio casi exagerado. Es un desdén mudo y evidente y tiene poco que ver con el asesinato de Latonya Wallace. Quizá uno de aquella media docena de hombres matara a la pequeña, quizá no. Pero lo que los inspectores y policías de uniforme saben ahora, después de seis horas dentro del 702 de Newington, es suficiente para acusarles de algo completamente distinto.
No se trata de la pobreza; todos los policías que llevan más de un año en la calle han visto mucha pobreza y algunos, como Brown o Ceruti, nacieron ellos mismos en tiempos difíciles. Y también tiene poco que ver con la delincuencia, a pesar de los muchos antecedentes policiales, del informe sobre abusos a una niña de seis años y de los adolescentes esnifando productos de limpieza en la sala de estar. Todos los policías que han estado en el 702 de Newington se enfrentan a la delincuencia y a comportamientos criminales a diario y han llegado a un punto en que aceptan sin emoción a los hombres malvados como la necesaria clientela del negocio, tan fundamentales para el entremés moral como los abogados y los jueces, los agentes de la libertad condicional y los guardas de las prisiones.
El desprecio que se muestra hacia los hombres del 702 de Newington procede de un lugar más profundo, y parece insistir en un estándar, parece decir que algunos hombres son pobres y otros son delincuentes, pero incluso en el peor gueto de Estados Unidos existen niveles claramente establecidos por debajo de los cuales nadie debería caer jamás. Para un inspector de homicidios de Baltimore la jornada incluye día sí y día no un viaje a algún montón de ladrillos de tres metros y medio de ancho en el que ningún contribuyente volverá jamás a respirar. La manipostería estará podrida y sucia, los tablones del suelo torcidos y astillados, la cocina llena de cucarachas que ya ni se molestan en huir del resplandor de la luz eléctrica. Y, sin embargo, la mayor parte de las veces la máxima privación está acompañada de pequeños símbolos del esfuerzo humano, de una lucha tan antigua como el propio gueto: fotos de polaroid grapadas a la pared de un dormitorio que muestran a un niño con su disfraz de Halloween; una felicitación hecha con recortables de un niño a su madre; menús del comedor de la escuela sobre la vetusta nevera; las fotos de una docena de nietos reunidas dentro de un mismo marco; una funda de plástico para el sofá nuevo del salón, lo único que se sostiene en una habitación destartalada; el ubicuo poster de
La última cena
o Cristo con un halo; o el retrato aerografiado de Martin Luther King, Jr. sobre cartón, sobre papel, incluso sobre terciopelo negro, con la mirada elevada y su cabeza coronada por citas del discurso de la Marcha sobre Washington. Estos son los hogares en los Que una madre todavía baja a llorar en los escalones de la entrada cuando una furgoneta de la policía se detiene frente a la casa, donde los inspectores saben que deben dirigirse a los inquilinos con respeto, donde los policías de uniforme preguntan al chaval si las esposas están demasiado apretadas y le ponen una mano sobre la cabeza para protegerle cuando entra en la parte de atrás del coche.
Pero en una casa de la avenida Newington dos docenas de seres humanos han aprendido a dejar la comida donde se cae, a amontonar la ropa y los pañales sucios en una esquina de la habitación, a quedarse extrañamente quietos mientras los parásitos corren entre las sábanas, a vaciar una botella entera de Mad Dog o de T-Bird y luego mear su contenido en un cubo de plástico al borde de la cama, a considerar un producto de limpieza del baño y una bolsa de plástico como una forma entretenimiento. Los historiadores dicen que cuando las víctimas del holocausto nazi oyeron que los ejércitos aliados estaban a pocos kilómetros y a punto de liberar los campos, algunos volvieron a fregar limpiar los barracones para demostrar al mundo que allí habían vivida seres humanos. Pero en la avenida Newington se habían cruzado todos los rubicones de la existencia humana. La misma lucha había sido objeto de burla y la rendición incondicional de toda una generación era un pesado lastre para la siguiente.
Para los detectives que estuvieron en la casa adosada, el desprecio e incluso la ira son las únicas emociones naturales. O eso creen hasta que el registro se prolonga sobre las primeras horas de la mañana y un niño de diez años con una sudadera de los Orioles manchada y téjanos emerge de aquel vertedero de humanidad y va al centro de la habitación, tira de la manga del abrigo de Eddie Brown y le pide permiso para coger algo de su habitación.
—¿Qué es lo que quieres?
—Mis deberes.
Brown duda, incrédulo.
—¿Tus deberes?
—Están en mi habitación.
—¿Y qué habitación es?
—Está arriba en la parte de delante.
—¿Qué es lo que necesitas? Yo te lo traeré.
—Mi cuaderno y algunas hojas, pero no me acuerdo de dónde las dejé.
Y así Brown sigue al niño hasta el dormitorio más grande del segundo piso y mira como saca un libro de lectura de tercero y un cuaderno de ejercicios de la mesa abarrotada de cosas.
—¿De qué son los deberes?
—Ortografía.
—¿Ortografía?
—Sí.
—¿Y eres bueno en ortografía?
—Normal.
Entonces regresan abajo y el chico desaparece, perdido en la asfixiante masa que hay en la sala de la planta baja. Eddie Brown mira a través de la puerta como si aquello estuviera al otro lado de un largo túnel.
—En serio —dice, encendiendo un cigarrillo—, me estoy haciendo viejo para esto.
Han pasado 111 días desde que dispararon a Gene Cassidy en la esquina de las calles Appleton y Mosher, y durante 111 días Terry McLarney ha cargado con el peso de todo el Departamento de Policía de Baltimore a sus espaldas. Nunca ha quedado abierto un expediente sobre el asesinato o la agresión a un agente de la policía de Baltimore; nunca ha habido un proceso que no declarara culpable al sospechoso. Sin embargo, McLarney sabe, como lo saben todos los demás policías del departamento, que el día del Juicio final se acerca. Durante años, los jurados de la ciudad han estado dispuestos a dar veredictos de asesinato en segundo grado en los asesinatos de agentes de policía; el chico que disparó a Buckman seis veces en la cabeza consiguió salir con un segundo grado y ya estaba en libertad bajo fianza. El drogata que había matado a Marty Ward de un disparo en el pecho durante una redada de narcóticos que salió mal también consiguió un segundo grado. McLarney sabe, como cualquier otro inspector, que es sólo cuestión de tiempo hasta que suceda lo impensable y declaren a alguno inocente. McLarney se dice a sí mismo que no permitirá que le pase a él y no permitirá que le pase a Cassidy.
Pero los días se desangran sin que aparezcan nuevas pistas, sin nada que corrobore un caso que los fiscales dicen que es demasiado débil como para ser llevado ante un jurado. La carpeta del disparo a Cassidy está llena de informes, pero en realidad McLarney no tiene más pruebas en contra de su sospechoso que las que tenía en octubre. De hecho, tenia menos. En octubre, al menos, estaba convencido de que el hombre que había encerrado por disparar a Gene Cassidy realmente había cometido el delito.