Authors: David Simon
Estaba claro que el caso de Butchie Frazier no podría cerrarse con un trato, o mejor dicho, el abogado de Butchie no podía aceptar cualquier cosa, al menos si ejercía su labor en conciencia. Gersh y Schenker habían preparado el caso juntos, y le habían ofrecido cincuenta años, sabedores de que la pena máxima por un intento de asesinato en primer grado con posesión de armas es de cadena perpetua y veinte años, respectivamente, y que terminan siendo unos ochenta años en total. Según las pautas de libertad condicional del estado, como mucho la cifra de la pena de Butchie podría variar unos cinco años, pero, para cualquier criminal profesional, ese margen es de risa. A los tipos como Butchie Frazier se les ponen los ojos vidriosos cuando los fiscales hablan de penas de dos dígitos.
Así que el caso terminó frente a doce personas justas: once mujeres y un hombre; nueve afroamericanos y tres blancos. Era la composición habitual de cualquier jurado urbano. Si bien no hicieron nada espectacular, al menos se las arreglaron para mantenerse despiertos durante la presentación del caso. No era cosa de poco mérito, en un tribunal donde a veces los jueces mandan al ayudante del
sheriff
a que despierte al jurado número tres, que ronca ligeramente.
Los jurados se quedaron fascinados con Yolanda Marks, que era la viva imagen de la furia y del miedo sentada en el estrado de los testigos, y Yolanda había intentado desdecirse una y otra vez y evitar testificar: así se lo había dicho a los fiscales en las entrevistas preparatorias. Sus respuestas en el tribunal, a las preguntas de Schenker, fueron frías y monosilábicas, y salpimentó la mayor parte de su testimonio con lágrimas. Aun así, confesó lo de la calle Appleton mientras Butchie la machacaba con la mirada a menos de un par de metros de distancia.
Vinieron más testigos después de Yolanda, entre ellos McLarney, que se subió al estrado para hablar de la escena del crimen, y Gary Túgale, uno de los dos agentes del operativo, que explicó la búsqueda del sospechoso. Joven, negro y atractivo, Tuggle era agua de mayo para este jurado, un contrapeso racial a Butchie Frazier, la sutil sugerencia para los jurados afroamericanos de que el sistema no era completamente blanco. Luego testificó la pareja que caminaba al sur de la calle Appleton desde el bar de la esquina; ambos recordaban lo mismo que Yolanda con respecto al tiroteo, aunque dijeron que estaban demasiado lejos como para identificar al que disparó. Pero corroboraron lo que había dicho Yolanda.
Finalmente, también apareció un muchacho, que venía de la cárcel. Estaba acusado en otro caso, y se había peleado con Butchie cuando los dos habían coincidido en las celdas de la comisaría. Butchie le había hablado del tiroteo y había mencionado detalles que sólo el atacante podía saber.
—¿Qué más le dijo el acusado? —preguntó Schenker.
—Que el policía le estaba sacudiendo, así que sacó su pistola y le disparó en la cabeza. Dijo que ojalá se hubiera cargado a la maldita cerda.
El insulto más insultante del gueto. Se quedó flotando en el aire del tribunal durante unos instantes y luego cayó, en el más absoluto de los silencios. Un joven ciego de por vida, denigrado sin miramientos por el tipo que empuñaba la pistola. Cassidy. Una cerda.
Gary Schenker hizo una pausa para dejar que la frase hiciera mella en el jurado. Dos de ellos sacudieron la cabeza negativamente y Bothe se tapó la boca con la mano. Cuando le preguntaron si había hecho un trato para reducir su sentencia a cambio de esta confesión, el chico dijo que no. Esto, le explicó al jurado, era personal.
—Le enseñé la foto de mi chica —dijo el chico—. Dijo que, cuando saliera de ahí, se la tiraría.
Ahí estaba el caso. Todo lo que podían hacer antes de que Gene Cassidy se subiera al estrado. El policía era el argumento emocional, la muda apelación a un jurado cuyos miembros podrían ser amigos de Butchie Frazier. Están mirando al policía que está sentado en el estrado, un joven que no puede devolverles la mirada. Gene Cassidy es Ia culminación psicológica del caso que la fiscalía ha presentado, el último acorde en la cuerda del instrumento del jurado antes de que la defensa intervenga.
El jurado ya ha escuchado la descripción del cirujano de la Universidad de Maryland de las vías de entrada de cada bala, con detalle clínico, y su estimación de lo improbable que era que nadie sobreviviera a esas heridas. Y sin embargo, ahí está Cassidy, venido de la tumba, con su traje azul oscuro, para hacer frente al hombre que no pudo matarlo.
—Agente Cassidy —dice Bothe, solícita—. Tiene un micrófono frente a usted… Por favor, hable en esa dirección.
Cassidy extiende el brazo y toca el metal del micro.
Schenker procede a las preguntas preliminares.
—Agente Cassidy, ¿cuánto tiempo lleva en el cuerpo de policía de Baltimore…?
Mientras Schenker prosigue, los ojos de varios jurados pasan de Cassidy a Frazier y de vuelta a Cassidy. Los dos hombres están muy cerca, apenas separados por un par de metros, y Frazier mira con genuina curiosidad a la cabeza de Cassidy, en el lado de los disparos. Los mechones de pelo negro cubren la herida de la sien, y las cicatrices de la cara ya están curadas. Sólo quedan los ojos para revelar la extensión del daño: uno azul y sin vida, y el otro translúcido y deformado.
—¿Y está totalmente ciego? —pregunta Schenker.
—Así es —dice Cassidy—. También he perdido el sentido del gusto y del olfato.
Su testimonio es lo más valioso en un caso. Normalmente, en un juicio por asesinato, la víctima sólo existe como abstracción para el jurado, como parte de un proceso, representada por el informe de la autopsia y algunas fotografías en blanco y negro. Sin embargo, el acusado está presente durante el juicio, está vivo y es de carne y hueso. En manos de un buen abogado defensor, su humanidad quedará más patente que la crueldad del crimen; lo cotidiano de su persona destacará más que los actos extraordinarios de que le acusan. Un buen abogado defensor se sienta cerca de su cliente, le toca en el hombro para atraer su atención, le pasa el brazo por los hombros para demostrar al jurado que el tipo le cae bien, que cree en él. Algunos incluso les dan caramelos o pastillas de menta a sus defendidos, y les dicen que en un momento determinado saquen la cajita y se la ofrezcan, incluso también al fiscal, que está sentado a unos pocos pasos de distancia. Señoras y señores, ¿lo ven, se dan cuenta? Es humano. Le gustan los caramelos mentolados. Y los ofrece.
Pero Gene Cassidy priva a Butchie Frazier de esa ventaja. También el es de carne y hueso en esa sala.
Schenker sigue:
—Esa noche, díganos lo que recuerda…
Cassidy esboza una ligera mueca antes de contestar:
—No recuerdo nada del incidente… del tiroteo —dice lentamente—. Lo último que recuerdo es la visita que hice a casa de mi suegro. Me dicen que suele haber una leve amnesia con este tipo de heridas…
—Agente Cassidy —Bothe le interrumpe—. Supongo que la mujer que le ha acompañado hasta el estrado es su esposa.
—Sí, señoría.
—Y por lo que veo —dice la juez, que no piensa dejar pasar el momento— está embarazada…
—Sí, señoría. Esperamos el niño para el 4 de julio.
El 4 de julio. El abogado de la defensa hunde la cabeza en el pecho.
—¿Es su primer hijo?—pregunta la juez, mirando hacia el jurado.
—Sí, señoría.
—Gracias, agente Cassidy. Tenía curiosidad, eso es todo.
Al atribulado abogado defensor no le queda ninguna salida. ¿Qué haces con el testimonio de un oficial de policía ciego cuya esposa embarazada está sentada en primera fila? ¿Qué le preguntas, sobre qué le interrogas? ¿Cómo fuerzas la declaración? ¿Dónde está el margen de maniobra, con una escena semejante, para que tu cliente respire?
—No hay preguntas, señoría.
—El testigo puede retirarse. Gracias, agente Cassidy.
En el pasillo, McLarney contempla la puerta doble abriéndose para el receso. Los jurados ya están instalados en el piso de arriba, en la sala de descanso, y Bothe está en sus dependencias. Patti camina con Gene cogido de su brazo, seguida de Schenker.
—Eh, Gene, ¿qué tal ha ido? —pregunta McLarney.
—Bien —dice Cassidy—. Creo que lo hice bien. ¿Tú qué crees, Patti?
—Lo hiciste muy bien, Gene.
—¿Qué hizo Butchie? ¿Me miró?
—Sí, Gene —dice un amigo de la zona oeste—. Te estaba mirando a la cara.
—¿Me miraba mal?
—No —dice el agente—. Tenía una expresión rara.
Cassidy asiente.
—Le has hecho daño, Gene —sigue el tipo de la zona oeste—. Le has dado bien.
McLarney palmotea la espalda de Cassidy y luego camina por el Pasillo con Patti y la madre y el hermano de Gene, que han venido desde Nueva Jersey para el juicio. Mientras la familia se dirige a la biblioteca legal del piso de arriba para esperar el veredicto, McLarney pone la mano en el brazo de Cassidy y le suelta un montón de preguntas sobre su testimonio.
—Ojalá hubiera podido estar ahí, Gene —le dice McLarney en las escaleras.
—Sí —dice Cassidy—. Pero creo que lo hice bien. ¿Tú que opinas Patti?
Patti Cassidy vuelve a tranquilizar a su marido, pero McLarney está demasiado nervioso como para conformarse con una única opinión. Poco después, sigue dando vueltas por el vestíbulo del tribunal acribillando a todo abogado, espectador y ayudante del sheriff que sale de la sala de Bothe.
—¿Qué tal lo ha hecho Gene? ¿Cómo ha reaccionado el jurado?
McLarney frunce el ceño cada vez que le dicen que todo ha ido bien. Seguir el juicio penal más importante de tu vida desde el pasillo implica que no estás dispuesto a creer nada de lo que te dicen. Cassidy tuvo que someterse a meses de terapia para recuperar el habla, les recuerda McLarney a todos. ¿Pudo oír bien las preguntas? ¿Se le entendía cuando hablaba?
—Lo ha hecho muy bien, Terry —le dice Schenker.
—¿Y qué hacía Butchie? —pregunta McLarney.
—Se lo quedó mirando —dice uno de la zona oeste—. Mirándole todo el rato al lado de la cara.
El lado de la cara de Gene. La huella de la herida. Butchie Frazier contemplando su obra, preguntándose en qué falló. Ese hijo de puta, piensa McLarney, frunciendo el ceño.
La defensa utiliza el resto de la tarde. Llaman a un par de testigos que insisten en que Butchie Frazier no es el hombre que buscan, que no estaba en la calle Mosher con Appleton esa noche de otoño. Pero el propio Frazier no sube al estrado; sus antecedentes criminales lo desaconsejan, puede ser problemático.
—Lo que le sucedió al agente Cassidy es una tragedia —declara el abogado defensor cuando hace el alegato final—. Pero es una tragedia que ya no podemos cambiar. Sólo conseguir agravar esa tragedia si condenan a Clifton Frazier basándonos en las pruebas presentadas por el Estado.
Para su propio alegato, Schenker y Gersh optan por actuar en tándem: Schenker se ocupa de hablar al lado racional del jurado, mientras que Gersh apela a sus tripas. El primero insiste en que realicen un examen imparcial y minucioso de las pruebas; el segundo busca conectar con un instinto tribal que puede o no existir.
—No condenen a Clifton Frazier porque la víctima en este caso sea un oficial de policía —le dice Schenker al jurado—. Háganlo porque así lo dictaminan las pruebas… Porque Clifton Frazier no quería ir a la cárcel, y por eso le disparó al oficial Cassidy.
Sin embargo, diez minutos después, Gersh se levanta y se dirige al mismo jurado, recordándoles:
—Cuando disparan a un policía, una pequeña parte de todos nosotros muere.
Es el discurso de la «delgada línea azul», piensa McLarney, mientras escucha los alegatos desde un banco en las últimas filas. Cada vez que disparan a un policía, los fiscales agitan la bandera del lema del cuerpo, «para proteger y servir». ¿Se lo creerá el jurado? ¿Queda alguien que se lo crea? McLarney mira a los doce rostros. Al menos, prestan atención. Todos menos el jurado número nueve. Está mirando más allá de Gersh, pasando de él. Esa mujer del jurado traerá problemas.
—Podemos mandar un mensaje a todos los Butchie Frazier de este mundo, decirles que no pueden salir a la calle y dispararles a los policías así como así…
Y todo ha terminado. Se levantan y caminan en fila india, y los jurados desaparecen más allá del fiscal, del abogado de la defensa, de Butchie Frazier, y suben la escalera hasta la sala de deliberaciones.
McLarney está de pie con Gersh y Schenker cerca de las puertas del tribunal, y de repente distingue a Frazier, el acusado, esposado y con cadenas en los pies; van a escoltarlo hasta la celda del sótano. Frazier esboza una sonrisa de desprecio al mirar al policía desde el otro lado del vestíbulo.
—Ya —murmura McLarney, pugnando por controlarse—. Quién coño…
Gersh aparte a McLarney.
—Creo que ya le tenemos —le dice el fiscal—. Tardarán unas horas, pero ya es nuestro. ¿Qué te ha parecido nuestro alegato final?
McLarney le ignora, mirando fijamente el lento avance de Butchie Frazier y de los dos guardias mientras abandonan el vestíbulo del segundo piso hacia las escaleras de abajo.
—Venga —insiste Gersh, tocándole el brazo con suavidad—. Vamos a buscar a Gene.
Cassidy ya está instalado para aguantar la espera, sentado al lado de su mujer, su madre y su hermano en una sala de reuniones, cerca de la otra donde delibera el jurado. Algunos agentes recién llegados de su turno de ocho a cuatro pasan a ver a la familia, les felicitan por la victoria que, sin duda, traerá el veredicto. Fuera, en el pasillo, Gersh y Schenker también aceptan las felicitaciones de los asistentes al juicio. El cielo del anochecer asoma por las ventanas del edificio, y a dos de los agentes se les ocurre ir a por pizza.
—¿Gene, cómo quieres la pizza?
—No me importa, mientras tenga anchoas.
—¿Cómo se llama el sitio?
—Marco's. Está en la calle Exeter.
—Vamos a por ellas —dice un agente—. No vamos a estar aquí mucho tiempo.
Durante una hora más o menos, son la viva imagen de la confianza. Durante una hora, se ríen y se cuentan bromas y anécdotas de las calles del distrito Oeste, esas historias que siempre terminan con una sanguijuela esposada. Esperan a que llegue un veredicto que saben que no tardará, y se entretienen recordando las mejores partes del alegato final del fiscal, y los detalles del testimonio de Gene.
Pero de repente su optimismo se rompe en pedazos. Se oyen gritos cerca de la puerta de las dependencias de Bothe, gritos que proceden de la sala de deliberaciones del jurado. Llegan hasta el vestíbulo, casi hasta la puerta de la sala donde esperan Gene Cassidy y su familia entre un montón de cajas de pizza vacías y vasos de poliestireno. El estado de ánimo del grupo de agentes se ensombrece.