Authors: David Simon
En poco más de un mes desde ahora, Ceruti estará en la alfombra del capitán por el asesinato de Stokes en particular. Contribuyente o no contribuyente, la víctima de treinta y dos años de ese caso resultó ser hermano de una administrativa civil que trabajaba en el departamento de prensa de la policía. En virtud de esa posición sabía lo suficiente del departamento como para encontrar la unidad de homicidios y preguntar repetidamente sobre el estado de la investigación. De hecho, el estado de la investigación era que no había investigación. No había pistas nuevas, y la mujer que había presenciado la huida de los asesinos no pudo identificar a nadie. Ceruti pudo aplacar a la administrativa durante un tiempo, pero al final la mujer presentó una queja ante sus superiores. Y cuando estos superiores repasaron el archivo del caso, no encontraron nada. Ni informe inicial, ni informes de seguimiento ni ningún rastro documental que mostrara el progreso del caso o su ausencia. Y cuando el capitán se entera de que Ceruti ha dejado testigos vivos en sus dos últimas escenas del crimen, las cosas van de mal en peor.
—Eso es lo primero que se supone que aprendes cuando entras aquí —le dice más adelante Eddie Brown a Ceruti—. No importa lo que suceda, siempre tienes que hacer que el expediente del caso te cubra las espaldas. Lo escribes todo para que nadie pueda luego cuestionar las decisiones que tomaste.
Al final no es Landsman quien lleva el expediente vacío al despacho del capitán; está de vacaciones y es Roger Nolan el supervisor al que se asigna la queja de la mujer. Por ese motivo Landsman insistirá luego a todo el que quiera escucharle en que él no tuvo nada que ver con lo que le pasó a Ceruti. Eso es cierto solamente en el sentido más literal. De hecho, Landsman le envió solo a esos asesinatos con un aire de práctica indiferencia, para ver si ese inspector prosperaba o se hundía. Puede que Ceruti se equivocara al creer que su inspector jefe quería joderlo, pero tenía razón al pensar que, al final, Landsman hizo muy poco para evitar que le jodierán.
Es triste y doloroso, particularmente porque Ceruti es un tipo decente, un compañero inteligente y simpático. Pero hacia el final del verano, las quejas sobre el caso Stokes llegarán a su solución natural. El capitán y D'Addario mantendrían a Ceruti en el sexto piso, por supuesto, le deben al menos eso, aunque no sirva de consuelo a Ceruti. Hacia septiembre será un inspector de antivicio y se moverá entre las putas y proxenetas y corredores de apuestas en una oficina a tres puertas de distancia de homicidios. Y esa misma proximidad provocara momentos difíciles.
Una semana después del traslado, Ceruti está hablando con otro detective en el vestíbulo de la sexta planta cuando del ascensor sale Landsman, que mira sin entusiasmo al inspector.
—Eh, Fred, ¿cómo va todo?
Ceruti mira con furia a Landsman mientras este pasa a su lado, al parecer, ajeno a todo.
—Dime tú —dice Ceruti, volviéndose hacia su compañero—, si eso no ha sido lo más frío que has visto nunca.
—Oigo lo que dices —le responde Terry McLarney—, pero no me creo que hables en serio.
Worden se encoge de hombros.
—No quieres marcharte de verdad, Donald. Tú adoras esto. Te morirás fuera de aquí.
—Tonterías.
—No, sólo estás cabreado. Deja pasar unos días.
—Ya he dejado pasar mucho tiempo. He dejado pasar veintiséis años.
—Eso es lo que quiero decir.
Worden le mira.
—¿Qué otra cosa vas a hacer? ¡Te vas a volver loco de aburrimiento!
Worden no dice nada durante un momento, luego saca las llaves de su camioneta.
—Se hace tarde, Terry. Es hora de que vaya tirando.
—Espera un minuto —dice McLarney, volviéndose hacia una pared de ladrillos al fondo del aparcamiento—. Tengo que mear. No te vayas todavía.
No te vayas todavía. No abandones una larga y tortuosa conversación entre dos hombres blancos con trajes arrugados, dos refugiados que llevan hablando en un aparcamiento vacío frente al número 200 de la calle West Madison desde hace más de una hora. Son las tres de la mañana y el edificio de dos pisos de la acera de enfrente, un establecimiento conocido como Kavanaugh's Irish Tavern, está oscuro y vacío, tras haber escupido a cuatro o cinco inspectores de homicidios hace más de una hora. Los dos hombres blancos son los dos únicos clientes que todavía andan por allí, pero sólo les queda una lata de cerveza caliente. ¿Por qué diablos iba a querer alguien marcharse?
—Escúchame, Donald —dice McLarney regresando a su lado—. Este es tu trabajo. Es lo que haces.
Worden niega con la cabeza.
—Esto es lo que hago ahora —dice—. Siempre puedo cambiar de trabajo.
—No puedes.
Worden se queda mirando a su inspector jefe.
—Quiero decir que no quieres. ¿Por qué ibas a querer cambiar? ¿Cuánta gente hay que sepa hacer lo que tú haces?
McLarney hace una pausa, esperando que algo de lo que ha dicho —cualquier parte— haga mella. Dios sabe que de verdad cree hasta la última palabra de lo que ha dicho. Worden estaba teniendo una mala racha, cierto, pero incluso por el año más mediocre de aquel hombre valía la pena hacer cualquier esfuerzo. Para un inspector jefe, tener a Worden en su brigada era como el sexo: cuando era bueno, era fantástico, e incluso cuando no estaba tan bien, seguía estando jodidamente bien.
Worden lo había demostrado en la misma última semana, resolviendo dos asesinatos gracias a poco más que su instinto y su talento. Lo hizo de forma elegante, haciendo que pareciera fácil, a pesar de que la peste de la catástrofe de Larry Young seguía en el ambiente.
Hacía seis días que a Worden y Rick James les había tocado un apuñalamiento en la calle Jasper, un chico negro de veintitrés años medio desnudo entre unas sábanas en un dormitorio del segundo piso. Los dos inspectores miraron una vez a su víctima y supieron inmediatamente que se trataba de una disputa entre amantes homosexuales. La profundidad y número de las heridas se lo indicaba: ningún otro motivo aparte del sexo produce esa exageración en el asesinato, y ninguna mujer podía abrir ese tipo de agujeros en el cuerpo de un hombre.
El cuerpo ya estaba saliendo del rigor mortis. Era una noche húmeda y la temperatura en aquella casa adosada debía de ser de 43 grados; aun así, los dos hombres se negaron a trabajar apresuradamente la escena. Varias veces, cuando el calor se hacía insoportable, Worden salía a la calle y se sentaba durante un rato en el banco de la esquina, sorbiendo tranquilamente un refresco que había comprado en un colmado. Se quedaron en esa escena durante horas. James trabajó el segundo piso y la zona inmediatamente alrededor del cuerpo. Worden revisó el resto de la casa, buscando todo lo que no encajara. En el dormitorio del tercer piso, el asesino, al parecer, había arrancado un vídeo de su mesa y había medio metido el aparato en una bolsa de basura de plástico antes de abandonar la idea de robarlo y huir. ¿Había sido realmente un robo? ¿O era más bien que alguien quería que lo pareciera?
Al final Worden bajó a la cocina, donde encontró el fregadero medio lleno de agua sucia. Metió la mano con cuidado y quitó el tapón. El fregadero se vació lentamente, revelando un cuchillo con la hoja rota. Junto al arma del crimen había una toalla que todavía estaba rosa por la sangre; el asesino se había lavado antes de marcharse. Worden miró eI mostrador de la cocina y vio una docena más o menos de platos, vasos y utensilios sin lavar, restos, al parecer, de la cena de la noche anterior. Un vaso, sin embargo, estaba en el extremo del mostrador, solitario y apartado de los demás. Worden llamó al técnico del laboratorio y le dijo que comprobara ese vaso en particular a ver si tenía huellas. Con el calor que hacía, Worden creía que el asesino podría haber bebido un poco de agua antes de marcharse.
La escena de la calle Jasper llevó cinco horas, después de las cuales James se dirigió al depósito de cadáveres, y Worden se encerró en una sala de interrogatorios con el compañero de habitación de la víctima, que también era el propietario de la casa. El compañero de habitación había descubierto el cuerpo después de volver de su trabajo nocturno y le había dicho a Worden que, cuando se había ido a trabajar, la víctima estaba con un amigo que había conocido en un bar. No había visto nunca antes a ese tipo y no sabía cómo se llamaba.
Worden presionó duramente al compañero de habitación, aprovechando el hecho de que estaba trabajando mientras su compañero estaba pasándoselo en grande en casa con algún otro tipo.
—Eso no te gustó, ¿verdad?
—No me importaba.
—¿No te importaba?
—No.
—Sé que eso te debió poner furioso.
—No estaba furioso.
El hombre se atuvo a su historia y Worden se quedó sin nada, o así parecía hasta más adelante esa misma tarde, cuando el Printrak consiguió identificar la huella que había en el vaso. La huella encajaba con la de un vecino del oeste de Baltimore de veintitrés años con una larga ficha de antecedentes policiales. A regañadientes, el propietario de la casa volvió otra vez a la unidad de homicidios e identificó al sospechoso entre varias fotos. El mérito de esa resolución fue del buen ojo de Worden, de su capacidad para determinar que aquel vaso de la cocina podía ser una prueba valiosa.
Cuatro noches después su notable memoria puso otro asesinato en negro cuando un agente de la sección táctica encerró a dos hombres del este de la ciudad acusados de robo de coches, y se descubrió que uno de ellos, Anthony Cunningham tenía una orden de busca y captura por asesinato que había escrito el propio Worden un mes antes. La orden había sido escrita y firmada poco después de que los inspectores de la unidad de robos encerraran a una banda de tipos de la parte este por unos atracos cometidos en la zona de Douglass Homes. Lew Davis, que había sido colega de Worden en robos hacía tiempo, cruzó el pasillo para darle la noticia.
—Ahora mismo tenemos ahí a un par que han cometido un montón de atracos —le dijo Davis a Worden—. ¿Tenéis algo por aquí que encaje con estos dos tipos?
Frente a la pizarra, Worden necesitó exactamente quince segundos para que su memoria de elefante escogiera un nombre entre los cincuenta: Charles Lehman, el hombre de cincuenta y un años que había sido asesinado en la calle Fayette mientras caminaba hacia su coche con una cena para llevar del Kentucky Fried Chicken. Fue el caso duro de roer de Kincaid de febrero.
—Tengo uno justo en esa zona —dijo Worden—. ¿Estáis hablando con este tío ahora mismo?
—Sí, está en la sala de interrogatorios grande. ¡Joder!, Donald, ya le tenemos por al menos doce robos.
Después de conferenciar brevemente con el chico en la sala grande, Worden sabía que gracias a él podría cerrar el caso Lehman. Llamaron al fiscal que estaba de guardia esa noche, Don Giblin, y empezaron las negociaciones. La oferta final del fiscal fue la siguiente: por identificar y testificar contra el hombre que disparó en el caso Lehman, once años por uno de los robos. No tendría inmunidad si estaba conectado de alguna manera con los asesinatos o los tiroteos.
Worden observó al chaval reflexionar sobre el trato; intentó una contraoferta:
—Cinco años.
—No me sirves de nada con sólo cinco años —le dice el fiscal al chico—. Un jurado no te creerá a menos que te comas diez por lo menos.
—Es demasiado —dice el otro.
—Ya, no crees que tengas que ir a la cárcel, ¿verdad? —dice Worden, asqueado—. ¿Qué hay de todas las personas a las que has robado? ¿Esa pobre anciana a la que disparaste en la calle Monument?
—No estamos hablando de ellos —replica el chico—, sino de mí.
Worden aparta la vista y abandona la sala, dejando que Giblin se ocupe de cerrar el trato. No fue agradable, de acuerdo, pero la orden de arresto de Anthony Cunningham, de veinticinco años, fue emitida esa misma noche. Ahora, con Cunningham en el bote, ese caso también está cerrado.
Cuatro noches, dos asesinatos. McLarney se pregunta cuántos inspectores se habrían fijado en que uno de los vasos estaba un poco más alejado de los demás. ¿Y cuántos otros habrían sabido conectar el caso Lehman y los demás robos de la zona este? Demonios, se dice McLarney, muchos investigadores ni siquiera son capaces de recordar los casos que lleva su propia brigada, y mucho menos los expedientes hace cinco meses de otra distinta.
—No puedes irte —le dice McLarney a Worden, intentándolo de nuevo.
Worden sacude la cabeza.
—No puedes —insiste McLarney, riéndose—. No te dejaré.
—Sólo dices eso porque vas a perder a un inspector. Eso es todo lo que te preocupa, ¿verdad? No quieres volver a entrenar a un tipo nuevo.
McLarney se ríe de nuevo y se echa hacia atrás en el asiento delantero de su coche. Alarga la mano y saca la última lata de la bolsa de papel.
—Si te vas, no quedará nadie capaz de joder a Dave Brown. Estará suelto.
Worden responde con una media sonrisa.
—Si te vas, Donald, empezará a creer que sabe lo que hace. Será peligroso. Y yo tendré que redactar larguísimos informes para el capitán semana sí y semana también.
—Waltemeyer le vigilará.
McLarney niega con la cabeza.
—Ni siquiera puedo creer que estemos hablando de esto…
Worden se encoge de hombros.
—Tú eres el que está hablando.
—Donald… —McLarney hace una pausa y mira al cruce que hay en dirección a la calle Monument. Worden hace girar las llaves de su coche con la mano.
—¿Le has visto? —pregunta McLarney de repente.
—¿Al chico de gris?
—Sí, con la sudadera.
—Sí, le he visto. Sólo ha pasado cuatro veces por aquí.
—Está avisando a alguien.
—Sí.
McLarney se queda mirando al otro lado del cruce. El chico es fibroso y de piel oscura, no tendrá más de dieciséis o diecisiete años, lleva pantalones de ciclista cortos y una sudadera con capucha. La temperatura casi supera los 30 grados, pero el chico tiene las manos en los bolsillos y la cremallera subida hasta el cuello.
—Se cree que somos víctimas —dice McLarney, riéndose por lo bajo.
—Dos tipos blancos y viejos, en un coche en un aparcamiento vació, a esta hora del día —replica Worden—. No le culpo.
—No somos viejos —objeta McLarney—. Al menos yo no.
Worden sonríe, lanza las llaves con una mano y las caza al vuelo con la otra. Se dijo que regresaría directamente a casa después del turno de cuatro a doce. En lugar de eso, se ha pasado dos horas en la barra del Kavanaugh's, atizándose Jack Black. Pero durante la última hora ha bebido menos, porque a Worden no le gusta la Miller Lite que McLarney ha traído del supermercado, y se está serenando.