Authors: David Simon
Landsman y Dick Eahlteich, el inspector principal del motín, hace que se lleve a esos sospechosos a la oficina del subdirector. Llegan de uno en uno, esposados y con grilletes y con expresión ausente. Una ojeada rápida revela que todos ellos son productos de Baltimore, y todos menos cuatro están allí por asesinato cometido en la ciudad. De hecho, muchos de los nombres le suenan a algún inspector. ¿Clarence Mouzone?. Ese puto loco consiguió librarse de tres o cuatro asesinatos antes de que Willis lo cazara por otro. ¿Wyman Ushery? ¿No fue él quien mató chico en la estación Crown en la calle Charles en el 81? El caso Litzinger, creo. Coño, sí, era él.
Los acusados entran arrastrando los pies y escuchan impasiblemente, y Landsman les dice que fueron vistos atacando a este o aquel guarda. Todos los presos lo escuchan con estudiado aburrimiento, mirando a uno y otro inspector, buscando algo que les parezca familiar. Casi puedes oír lo que piensan: de ese no me acuerdo, pero ese otro estuvo en mi rueda de identificación, y ese de la esquina fue el que testificó contra mí en el juicio.
—¿Quieres decir algo? —pregunta Landsman.
—No tengo porqué decirte una mierda.
—Vale —dice Landsman, sonriendo—. Nos vemos.
Uno de los últimos hombres que pasan por aquel baúl de los recuerdos es un monstruo musculoso de diecinueve años, un niño con el tipo de físico de boxeador de los pesos pesados que sólo se consigue en la sala de pesas de una prisión. Ransom Watkins empieza a negar con la cabeza cuando Landsman está a medio discurso.
—No tengo nada que decir.
—Perfecto.
—Pero quiero saber una cosa de ese hombre de ahí —dice, mirando a Kincaid—. Apuesto a que no te acuerdas de mí.
—Claro que sí —dice el inspector—. Tengo buena memoria.
Ransom Watkins tenía quince años cuando Kincaid le encerró por el asesinato de Dewitt Duckett en el 83. Watkins era entonces más pequeño, pero igual de duro. Fue uno de los tres chicos del oeste que mataron a un chaval de catorce años en un pasillo del instituto Harlem Park y luego le quitó, mientras moría, su chaqueta de Georgetown. Otros estudiantes reconocieron al trío mientras huía de la escuela, y Kincaid descubrió la chaqueta de la víctima en el armario del dormitorio del sospechoso. A la mañana siguiente, Watkins y los otros tres intercambiaban chistes en un calabozo del distrito Oeste, encausados como adultos por asesinato.
—¿Te acuerdas de mí, inspector? —dice Watkins ahora.
—Sí, me acuerdo.
—Si recuerdas quien soy, ¿cómo puedes dormir por las noches?
—Pues duermo muy bien —dice Kincaid—. ¿Cómo duermes tú?
—¿Cómo crees que duermo? ¿Cómo crees que duermo cuando me metiste aquí por algo que no hice?
Kincaid niega con la cabeza y se recoge un hilo suelto de la costura su pantalón.
—Sí que lo hiciste tú —le suelta al chico.
—Y una mierda —gime Watkins. La voz se le quiebra al continuar—. Mentiste entonces y mientes ahora.
—No —dice Kincaid tranquilamente—. Tú lo mataste.
Watkins le maldice de nuevo, y Kincaid le mira con total placidez. Landsman hace entrar a los guardas en cuanto Watkins empieza a hablar.
—Hemos acabado con este gilipollas —dice—. Traed al siguiente
Pasan dos horas más antes de que los inspectores empiecen a recorrer el camino entre rejas de acero, detectores de metal y controles hasta el área de visitas en el segundo piso y las taquillas en las que se han guardado sus revólveres reglamentarios.
Frente a la puerta principal, los periodistas de televisión graban sus intervenciones para los noticiarios de la tarde mientras representantes del sindicato de guardas de prisiones critican, ante los medios, a los administradores de la prisión y exigen que se lleve a cabo la enésima investigación sobre las condiciones de vida en la Pen. Por la calle Eager un joven en una bicicleta se para junto a la puerta de hierro forjado y escucha los gritos de los presos de las celdas de los pabellones oeste. Se queda durante un minuto o dos absorbiendo las obscenidades y los abucheos, antes de apretar el botón «Play» en un cásete que lleva encajado en el manillar, y seguir pedaleando hacia Greenmount.
«
Hacen falta dos para que algo funcione
…»
Ritmo, grito, ritmo, grito. La liturgia irracional de otro verano en Baltimore, una banda sonora para una ciudad que sangra.
«…
hacen falta dos para hacerlo desparecer
.»
Landsman y Fahlteich suben al calor seco del interior del Cavalier y conducen lentamente hacia la autopista con las ventanas bajadas, esperando una brisa que no llega. Fahlteich mueve el dial de la radio de onda corta al 1100 para escuchar la emisora de noticias las veinticuatro horas, donde estas y otras historias van apareciendo al poco de producirse.
Doce heridos graves en el motín que se ha producido hoy en la Penitenciaría de Baltimore. Vigilante nocturno hallado muerto en una tienda de la calle North Howard. Y mañana tiempo parcialmente nuboso y calor, con máximas alrededor de los 35 grados centígrados
.
Otro día de recoger hojas de cuchillo dobladas y de pintar cuerpos con tiza en la acera. Otro día sacando balas de muros de manipostería y fotografiando la sangre en el extremo roto de una botella. Otra jornada de trabajo en las calles de la muerte.
Otra noche calurosa y húmeda que dura más de lo que hubieran deseado en una casa pareada del sur del Baltimore, donde la violencia se sirve de una disputa entre amantes. Edgerton camina por la escena del crimen y envía un par de testigos a la central antes de subirse a una ambulancia que va muy llena.
—¿Cómo le va, agente Edgerton?
El inspector mira a la camilla y se encuentra con la cara ensangrentada de Janie Vaughn. Janie del Remiendo, que es como los vecinos llaman al barrio de Westport, en el sur de Baltimore. Es una chica de buen corazón, de veintisiete años de edad, que la última vez que Edgerton la había visto iba con un chico que se llamaba Anthony Felton. El problema de Felton era su tendencia a matar a gente, a dispararles por dinero o por drogas la mayoría de las veces. El chico consiguió que le declararan inocente en dos investigaciones, pero por un tercer asesinato le cayeron quince años. Por la pinta que tenían las cosas en la ambulancia, el nuevo novio de Janie no era tampoco el epítome del autocontrol.
—¿Cómo estás tú?
—¿Tengo muy mal aspecto?
—Has tenido días mejores —le dice Edgerton—. Pero si a estas alturas todavía estás respirando, saldrás de esta… Dicen que ha sido Ronnie, tu novio.
—Pues sí.
—¿Y te ha atacado sin más?
—No sabía que llegaría a este punto.
—Desde luego, escoges auténticas perlas, ¿eh?
Janie sonríe y sus dientes blancos refulgen un instante entre la sangre y las heridas. Una chica dura, piensa Edgerton, no es de las que entran en
shock
. Va hacia el fondo de la ambulancia y mira más de cerca el rostro de Janie. Ve entonces las manchas, suciedad y residuos de metal del disparo, en su mejilla. Es una herida de contacto.
—¿Sabías que tenía un arma?
—Me había dicho que se había deshecho de ella, que la había vendido.
—¿Qué clase de arma es la que creías que había vendido?
—Una pequeña y barata.
—¿De qué color?
—Plateada.
—Muy bien, cariño, están a punto de salir para el hospital. Te veré otra vez allí.
La otra víctima, el novio de veintiocho años de la hermana mayo de Janie, ingresa cadáver en urgencias del Universitario, una víctima fallecida por la única razón que había tratado de intervenir cuando Ronnie Lawis empezó a moler a palos a Janie. Más tarde, en el hospital, ella le cuenta a Edgerton que fue por nada, que empezó porque Ronnie la había visto sentada en un coche con otro hombre.
—¿Cómo está Durrell? —le preguntó a Edgerton en urgencias, preocupada por el novio de su hermana—. ¿Vivirá?
—No lo sé. Está en otra parte del hospital.
Es mentira, por supuesto. En ese momento, Durrell Rollins está muerto en la camilla que Janie tiene inmediatamente a su derecha, con la boca aferrada a un catéter amarillo y el pecho atravesado por un solo disparo. Si Janie pudiera mover la cabeza o ver a través del vendaje que lleva en la cara, lo sabría.
—Tengo frío —le dice a Edgerton.
Él asiente y acaricia la mano de la chica, luego se detiene un momento para limpiarle la sangre de la mano izquierda con una toallita de papel. Sus pantalones marrones están salpicados de puntos rojo oscuro.
—¿Qué tal lo estoy haciendo?
—Eh, si te dejan sola aquí conmigo, es que estás bien —le dice Edgerton—. Es cuando hay ocho personas encima de ti cuando tienes que preocuparte.
Janie sonríe.
—¿Qué pasó, exactamente? —pregunta Edgerton.
—Pasó tan rápido… Él y Durrell estaban en la cocina. Durrell había entrado porque él me estaba pegando.
—Vuelve al principio. ¿Por qué empezó todo?
—Como te he dicho, me vio en un coche con ese tío y se volvió loco. Entró en casa y se fue abajo, y cuando subió, me puso una pistola en la cabeza y empezó a gritarme y todo eso, y entonces Durrell entró en la cocina…
—¿Viste cómo disparó a Durrell?
—No, entraron en la cocina y fue cuando yo oí el disparo…
—¿Hablaron Durrell y él?
—No, pasó demasiado rápido.
—No hubo tiempo para palabras, eh.
—Eso.
—¿Y luego fue a por ti?
—Sí, sí. Disparó el primer tiro e intenté agacharme, pero me caí en la calle. Se me echó encima y se puso sobre mí.
—¿Cuánto llevabais saliendo juntos?
—Casi un año.
—¿Dónde vivía él?
—En la casa.
—Pero lo que he visto allí no podía ser toda su ropa.
—No, tenía más ropa en el sótano. Tiene otra chica con la que está a veces en la avenida Pennsylvania. La vi una vez.
—¿La conoces?
—Sólo la he visto una vez.
—¿Dónde suele pasar el tiempo? ¿Dónde es probable que vaya?
—Al centro. Park y Eutaw. Por ahí.
—¿Algún lugar en especial?
—Al Sportman's Lounge.
—¿En Park y Mulberry?
—Sí. Conoce a Randy, el camarero.
—Muy bien, cariño —dice Edgerton, cerrando la libreta—. Ya puedes descansar tranquila.
Janie le aprieta la mano y luego le mira a los ojos.
—¿Durrell? —pregunta—. Está muerto, ¿verdad?
Él duda.
—Lo suyo pinta mal —dice.
Más tarde esa noche, cunado Ronnie Lawis regresa a la casa adosada vacía de Westport para recoger sus pertenencias, un vecino está en su porche, lo ve y llama a la policía. El uniforme del distrito Sur que responde a la llamada lo acorrala en el sótano y, después de ponerle las esposas, descubre un Especial del Sábado Noche
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del .32 detrás de la caldera. Una comprobación de huellas en el NCIC al día siguiente demuestra que Lawis es, de hecho, un hombre llamado Fred Lee Tweedy, que había escapado el año anterior de una cárcel de Virginia donde cumplía condena por un asesinato anterior.
—Si me llamara Tweedy —dice Edgerton, leyendo el informe—, yo también me pondría un alias.
Otra llamada veraniega, otro caso resuelto en verano. Con la estación ha venido un nuevo y mejorado Harry Edgerton, al menos por lo que concierne al resto de su brigada. Contesta teléfonos. Se encarga de las llamadas. Escribe sus informes de 24 horas. Después de un tiroteo con implicación policial allí estaba Edgerton en medio de la sala del café, ordenando que se tomara declaración a uno o dos testigos. Si bien aún no totalmente convencido del transplante de carácter de Edgerton, Kincaid está al menos un poco más aplacado. Y aunque Edgerton no está precisamente ganando premios por relevar temprano en el turno de noche o por su trabajo de día, sí que ha estado llegando a la oficina un poco antes y también, por lo general, marchándose más tarde que los demás.
Parte del cambio es mérito de Roger Nolan —el inspector jefe atrapado en el medio de todo aquello—, que habló con Edgerton sobre cómo evitarse líos, y le dio algunas lecciones prácticas sobre política en la oficina para que las aplicara de vez en cuando. Parte es mérito del propio Edgerton, que aceptó algunos de los consejos de Nolan porque se estaba cansando de ser el blanco de todas las pullas. Y parte es mérito de los demás miembros de la brigada —Kincaid y Bowman en particular— quienes también se esfuerzan por sostener la tregua.
Y sin embargo, todos los presentes en la sala saben que es una paz temporal y frágil, que depende de la buena voluntad de demasiada gente agraviada. Edgerton está dispuesto a aplacar a sus críticos hasta cierto punto, pero más allá de ese punto él es como es y hace lo que hace. Del mismo modo, Kincaid y Bowman están dispuestos a contenerse mientras la oveja no se aleje demasiado del rebaño. Siendo así las cosas, es difícil que la charla amable dure demasiado, aunque por ahora la brigada de Nolan parece poder sobrevivir junta.
De hecho, los chicos de Nolan están en racha. Investigan cinco o seis casos más que cualquiera de las otras brigadas del turno de D'Addario y resuelven un porcentaje mayor de ellos. Y no sólo eso: a la gente de Nolan le ha tocado cargar con nueve de los diecisiete tiroteos con implicación policial que se han producido este año. Y más que los asesinatos, son los tiroteos con implicación policial —con sus temas concurrentes de responsabilidades penales y civiles— los que pueden hacer que los jefazos desciendan sobre una brigada como una plaga de langostas. La cosecha de estos casos de este año ha pasado sin que los de arriba se dieran ni cuenta. Después de todo, desde el punto de vista de Nolan, está empezando a resultar un año bastante respetable.
Rich Garvey y sus ocho casos resueltos constituyen, por supuesto, un elevado porcentaje de la felicidad de Nolan, pero también Edgerton está empezando a estar en racha, una racha que se inició con el asesinato por drogas en la calle Payson a finales de mayo. Después de resolver ese caso, se encontró ocupado con el juicio a Joe Edison en el juzgado de Hammerman, una exitosa campaña legal de tres semanas para conseguir meter de por vida en la cárcel a un sociópata de diecinueve años por uno de los cuatro asesinatos de 1986 y 1987 por los que estaba acusado. Edgerton regresó a la rotación a tiempo para trabajar el turno de noche y encargarse de la llamada por el tiroteo en Westport, a la que seguirían dos casos resueltos más antes de que terminase el verano, uno de ellos duro de roer, un asesinato en la calle frente al enclave tráfico de drogas de Oíd York Road. En la unidad de homicidios, cuatro casos resueltos seguidos suelen bastar para acallar a todos los críticos, y durante un breve periodo pareció reducirse la tensión en la brigada de Nolan.