Authors: David Simon
Cuando Waltemeyer se marchó, hecho una furia, McLarney miró a los demás inspectores que había en la oficina, quienes, por supuesto, se estaban mordiendo los puños de las americanas para no echarse a reír a carcajadas.
Así era Waltemeyer. Era el tipo que trabajaba más duro en la brigada de McLarney, un investigador consistente agresivo e inteligente, y dos de cada cinco días se comportaba como un loco de atar. Un chico que había crecido en el sur de Baltimore en el seno de una familia numerosa de origen alemán, Donald Waltemeyer era una fuente interminable de diversión para McLarney, quien, si el turno era lento, muchas veces se entretenía provocando a su inspector nuevo hasta que conseguía que se metiese con Dave Brown. Y si se conseguía que Dave Brown le contestase, habitualmente el resultado era mucho mejor que ver la televisión.
Fuerte, con un rostro rojizo y una mata de espeso pelo negro como el carbón, Waltemeyer sufrió su momento de mayor vergüenza en homicidios una mañana en un pase de lista: un inspector jefe leyó un anuncio de que Waltemeyer había sido nombrado por abrumadora mayoría el ganador en el concurso de dobles de Shemp Howard, el Stooge
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olvidado. A juicio de Waltemeyer, el autor de ese punto del orden del día sólo permanecería vivo mientras siguiera siendo anónimo.
Ni su temperamento ni su aspecto habían sido obstáculo para que Waltemeyer se convirtiera en un policía de primera clase en las calles del distrito Sur, y todavía le gustaba pensar que seguía siendo el mismo patrullero que sobrevivía en las trincheras. Mucho después de su traslado a homicidios seguía haciendo un esfuerzo para no alejarse de sus viejos colegas del distrito, y a veces desaparecía por la noche con un de los Cavaliers para visitar los puestos del sur o ir a algunos cambios de turno por allí. Era como si para él hubiera algo vergonzoso en haberse ido al centro al DIC, como si aquello fuera algo por lo que un policía de verdad debiera pedir perdón. Esa difusa vergüenza que Waltemeyer tan obviamente sentía por haberse convertido en un inspector era su rasgo más característico.
Una vez, durante el último verano, se llevó a comer a Rick James a Lexington Market, donde compró dos bocadillos de atún en una tienda de comida para llevar. Hasta ahí, magnífico. Pero entonces, en lugar de volver con la comida a la central y comer en la oficina, el inspector más veterano condujo hasta la plaza Union y aparcó el Cavalier en su último puesto de patrulla.
—Ahora —dijo Waltemeyer, empujando el asiento del conductor hacia atrás y poniéndose una servilleta sobre el regazo— vamos a comer como auténticos policías.
En opinión de McLarney, la inquebrantable adhesión de Waltemeyer a la ética del patrullero era su única debilidad. Homicidios es un mundo aparte y las cosas que funcionan en el distrito no siempre funcionan en la central. Los informes escritos de Waltemeyer cuando llegó a homicidios, por ejemplo, no eran mejores que los que se escribían en cualquier distrito, un problema típico de los hombres que pasaban más tiempo en la calle que frente a la máquina de escribir. Pero en homicidios los informes eran muy importantes, y lo que fascinaba a McLarney era que, después de que le explicasen a Waltemeyer por qué era importante que los informes fueran coherentes, el inspector se lanzó a una campaña sistemática y coronada por el éxito para mejorar su habilidad como escritor. Fue entonces cuando McLarney se dio cuenta de que Waltemeyer iba a ser un detective magnífico.
Ahora ni McLarney ni nadie más podía enseñarle a Waltemeyer muchas cosas que no supiera sobre cómo trabajar un asesinato. Ahora sólo los propios casos podían completar su formación, y sólo un caso como el de Geraldine Parrish podía hacerle progresar hasta el grado avanzado.
De hecho, el caso había empezado en marzo, a pesar de que entonces nadie en la unidad de homicidios había sabido reconocer lo que era. Al principio no parecía nada más que un rutinario caso de extorsión: una denuncia de una adicta a la heroína de veintiocho años que afirmaba que tío le había exigido 5000 dólares para no encargarle a un asesino profesional que la matara. No estaba claro por qué alguien iba a querer matar a una encefalograma plano como Dollie Brown. La chica era un especto frágil sin enemigos conocidos, marcas de pinchazos en todas las extremidades y apéndices y muy poco dinero o pertenencias. Sin embargo alguien había intentado matarla y no una sola vez, sino dos.
El primer intento había sido hacía un año, cuando le dispararon en la cabeza durante una emboscada en la que mataron a su novio de treinta y siete años. También ese caso había sido originalmente de Waltemeyer, y, aunque seguía estando abierto, Waltemeyer creía que el novio había sido el objetivo del asesino y que el móvil del asesinato habían sido las drogas. Luego, después de que le dieran el alta en la unidad de
shock-trauma
en marzo, Dollie Brown había tenido la mala suerte de estar en la calle División cuando un asaltante desconocido le cortó la garganta y huyó. De nuevo la chica sobrevivió, pero esta vez no había dudas de que ella había sido el objetivo.
En cualquier otro ambiente, dos asaltos como esos en un periodo de seis meses habrían llevado a un investigador a creer que, sin duda, había en marcha una campaña o conspiración para acabar con la vida de Dollie Brown. Pero esto era Baltimore Oeste, un lugar donde dos incidentes como estos —a falta de otras pruebas— pueden ser considerados con cierta seguridad como una coincidencia y nada más. La explicación más probable, razonó Waltemeyer, era que el tío de Dollie estaba simplemente intentando capitalizar los miedos de la chica y que esta le diera el cheque de 5000 dólares que había recibido, después de que le disparasen, de la junta estatal de compensación a las víctimas, un organismo del gobierno que aporta ayuda económica a los que han sido gravemente heridos en un crimen violento. Su tío sabía que había recibido ese dinero y le había dicho a su nieta que, a cambio de esa suma, intervendría matando al hombre que habían contratado para matarla.
Trabajando con una unidad secreta de la policía del estado de Maryland, Waltemeyer hizo que a Dollie y a su hermana, Thelma, les pusieran grabadores Nagra y las enviaron, bajo vigilancia policial, a una reunión con su tío. Cuando el hombre volvió a pedir dinero para evitar el asesinato, el intento de extorsión quedó plasmado en las grabaciones. Más o menos una semana más tarde, Waltemeyer le arrestó y cerró el expediente.
No fue hasta julio cuando el caso de Dollie Brown empezó a converge en algo realmente extraño, pues entonces un acusado de asesinato con el singularmente apropiado nombre de Rodney Vice empezó a hablar con los fiscales para intentar que le ofrecieran un trato. Y cuando Rodney Vice abrió la boca, la trama no sólo se espesó, sino que se convirtió en todo un laberinto.
Vice había sido acusado de actuar como enlace en la contratación del asesinato de Henry Barnes, un hombre de mediana edad de Baltimore Oeste que había sido asesinado de un tiro con una escopeta mientras calentaba el motor de su coche una fría mañana de octubre. La esposa de la víctima había pagado a Vice un total de 5400 dólares por sus servicios al conseguirle un asesino a sueldo que matara a su marido cuya muerte le permitiría cobrar una serie de seguros de vida. Vice le había dado una fotografía de Barnes y una escopeta a un sociópata agresivo que respondía al nombre de Edwin «Conrad» Gordon. Avisado de que su objetivo solía calentar su coche frente a su casa adosada cada mañana, Gordon pudo acercarse lo suficiente como para dispararle a bocajarro con la escopeta. Henry Barnes se marchó de este mundo sin saber qué le había pasado.
Todo habría ido según el plan si Bernadette Barnes hubiera sido capaz de mantener la boca cerrada. En lugar de eso le confesó a una compañera de trabajo en los servicios sociales municipales que había organizado el asesinato de su esposo.
—Ya te dije que iba en serio —le dijo a la mujer.
Alarmada, su compañera de trabajo llamó al departamento de policía y, tras varios meses de investigación de los inspectores del turno de Stanton, Bernadette Barnes, Rodney Vice y Edwin Gordon acabaron todos en la cárcel municipal de Baltimore, unidos en el mismo juicio penal. Y entonces fue cuando Rodney Vice y su abogado empezaron a tantear por todas partes con la esperanza de cerrar un trato que le garantizara a su cliente una condena no superior a diez años.
En la sesión de tanteo con abogados e inspectores en el juzgado Mitchell, a Vice le preguntaron cómo había sabido que Edwin Gordon era un hombre capaz de llevar a cabo un asesinato por encargo. Sin inmutarse, Vice aseguró a los inspectores y fiscales que Gordon llevaba ya un tiempo dedicado a ese tipo de trabajo. De hecho, llevaba varios años matando a gente por encargo de una mujer del este de Baltimore llamada Geraldine.
¿Cuánta gente?
Tres o cuatro que supiera Vice. Por no mencionar a aquella chica —una sobrina de Geraldine— que no acababa de morirse nunca por muchas veces que Gordon tratara de matarla.
¿Cuántas veces lo había intentado?
Tres, dijo Vice. Después de la última ocasión, en la que había disparado a la chica tres veces en la cabeza y aún así había sobrevivido, Gordon se quedó particularmente desanimado, y le dijo a Vice:
—Haga lo que haga la muy zorra no se muere.
Ese mismo día, Waltemeyer y Crutchfield confirmaron con Dollie Brown que Geraldine Parrish era efectivamente su tía y que, efectivamente, a la joven la habían atacado una tercera vez. Estaba paseando con su tía Geraldine en mayo cuando la anciana le dijo que la esperase un momento en una escalinata de la calle Hollins mientras ella entraba a por una cosa. Segundos después, un hombre corrió hacia ella y le disparó repetidamente en la cabeza. De nuevo la llevaron al Hospital Universitario, la trataron y la curaron. Por increíble que parezca no le dijo nada a los agentes que investigaron el caso sobre los anteriores intentos de asesinato que había sufrido. McAllister había llevado el caso de la calle Hollins y, como no sabía nada del caso de extorsión de Waltemever dos meses atrás, no escribió sobre ello nada más que un breve informe de 24 horas.
A medida que Vice hablaba, una nueva historia se sumó al folclore y las leyendas de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore, el relato de la insumergible Dollie Brown, la desamparada y necesitada sobrina de la señorita Geraldine Parrish, alias la Viuda Negra.
Rodney Vice también tenía mucho que decir sobre la señorita Geraldine. Después de todo, la cosa no se detuvo en Dollie Brown y los 12.000 dólares de la póliza de seguros que la tía Geraldine había obtenido en nombre de su sobrina. Había más pólizas y más asesinatos. Hubo un hombre en 1985, el cuñado de Geraldine, al que habían disparado en la calle Gold. Edwin Gordon también se había ocupado de eso. Y, además, la huésped que vivía en la casa de Geraldine en la calle Kennedy, una mujer mayor que Gordon tuvo que rematar con dos disparos. Fue la propia señorita Geraldine la que mandó a la anciana a una tienda china de la avenida North, y luego avisó a Gordon. Este se acercó tranquilamente a su objetivo, le disparó a bocajarro y después le dio el golpe de gracia con otro tiro en la cabeza, después de que la víctima se desplomara en la acera.
Los inspectores más veteranos se fueron del tribunal con la cabeza como un bombo. Tres asesinatos, tres intentos de asesinato, y eso sólo era lo que Vice había descubierto. Al regresar a la oficina, sacaron del limbo de los archivos todos los expedientes abiertos de asesinatos que se remontaban al menos tres años atrás.
Increíblemente, todo lo que contenían esos informes encajaba hasta la última coma con lo que les había contado Rodney Vice. El caso del asesinato en noviembre de 1985 de Frank Lee Ross, el marido de la hermana de Geraldine, lo había llevado Gary Dunnigan. En ese entonces, el inspector no había podido descubrir ningún motivo para el crimen.
Igualmente, Marvin Sydnor se había ocupado del tiroteo en el que había muerto Helen Wright, de sesenta y cinco años, que se alojaba en la casa de Geraldine en la calle Kennedy. A falta de indicios sobre el crimen, supuso que la anciana había muerto en un atraco que había terminado mal. Lo cierto es que Sydnor había dado con alguna pista durante un interrogatorio rutinario a Geraldine Parrish: incluso intentó que la casera se sometiera a la prueba del polígrafo, pero abandonó cuando la señora se presentó con una nota de su cardiólogo que decía que su salud no soportaría la tensión de un detector de mentiras. Además, según lo que contaba Vice, a la anciana le habían disparado en la cabeza semanas antes de su asesinato, pero había sobrevivido a ese primer ataque. Una casualidad que también fue desestimada como una mera coincidencia urbana.
El mero volumen de nueva información dejó claro que hacía falta un operativo especial, y a Waltemeyer —el que había llevado el caso de la extorsión original en marzo y también el tiroteo de Dollie Brown pronto lo reasignaron a la brigada de Gary Child en el turno de Stanton. Con él trabajaban Mike Crutchfield, el inspector principal del caso de Bernadette Barnes, y más tarde Corey Belt, el perro perdiguero del distrito Oeste que tan bien lo había hecho en la investigación del ataque a Cassidy. A petición de Stanton, Belt había regresado a la unidad de homicidios, después de formar parte de una unidad especial que se había centrado en el caso de Geraldine Parrish.
Empezaron por entrevistarse en profundidad con Dollie Brown y los demás parientes de la señorita Geraldine, y lo que les decían era más increíble cada vez. Toda la familia parecía ser consciente de lo que Geraldine hacía, pero habían llegado a la conclusión de que su campaña por intercambiar vidas por pólizas era un aspecto rutinario e inevitable del negocio familiar. Nadie se molestó en llamar a la policía —Dollie ni siquiera había mencionado a su tía durante la investigación de la extorsión—, y lo que era aún peor, muchos familiares habían contratado pólizas de seguro nombrando como beneficiaria a Geraldine. Sobrinas, sobrinos, hermanas, cuñados, huéspedes, amigos y vecinos: los inspectores descubrieron cientos de miles de dólares estafados en pólizas de seguros. Y cuando disparaban a alguien, nadie de los que estaban en el ajo protestaba lo más mínimo.
Le tenían miedo. O al menos decían que la temían, y no solamente porque sabían que Geraldine Parrish contrataba a verdaderos sociopatas para que se encargasen de los asesinatos. Le tenían miedo porque creían que poseía un poder especial, que sabía hacer vudú o magia negra o estupideces similares de esas que se tragan a puñados en los bosques de Carolina. Podía doblegar la voluntad de un hombre, hacer que otro se casara con ella o que matara por ella. Es lo que les decía. Al cabo de un tiempo, cuando empezaron las muertes, todos terminaron oyéndola.