Authors: David Simon
A las cinco, el teléfono vuelve a sonar finalmente, aunque ahora todo el mundo está dos horas más allá del momento en el que deseaban una llamada. El razonamiento general es que alguien lo bastante maleducado como para que le arrebaten la vida después de las tres de la madrugada no merece que lo venguen.
—Homicidios —dice Kincaid.
—Buenos días. Irwin, del
Evening Sun.
¿Qué tuvisteis anoche?
Dick Irwin. El único hombre de Baltimore con un horario todavía más miserable que el de un inspector de homicidios. Llamadas a las cinco para entregas a las siete, cinco noches a la semana.
—Está todo tranquilo.
De vuelta al sueño durante media hora más o menos. Y entonces un momento de puro terror. Algún tipo de atronadora máquina, una especie de ariete, golpea contra la puerta del pasillo. Metal contra metal en la oscuridad, justo a la derecha de Garvey. Ruidos agudos y estridentes conforme una bestia nocturna y violenta se acerca a la dormida brigada, abriéndose paso a través del oscuro portal. Edgerton recuerda que su .38 está en el cajón superior izquierdo, un arma de fuego cargada con balas de punta hueca de 158 granos. Y gracias a Dios que está ahí, porque la bestia está entrando ahora en la habitación, proyectando su lanza de acero y golpeando su armadura de plomo contra la viga en el otro extremo de la sala del café. Mátala, dice la voz en la cabeza de Edgerton. Mátala ahora.
Una lámina de luz desciende sobre ellos.
—¿Qué coño…?
—Oh, diablos, lo siento —dice la bestia, contemplando la sala llena de hombres con los ojos legañosos—. No había visto que estabais todos durmiendo aquí.
Irene. El monstruo es una señora de la limpieza con acento del este de Baltimore y pelo entre rubio y blanco. La lanza de metal es una mopa, y la armadura que hace ruidos metálicos es el pulidor de suelos Están vivos. Ciegos, pero vivos.
—Apaga la luz —consigue decir Garvey.
—Ahora mismo, cariño. Lo siento —dice ella—. Volveos a dormir yo empezaré por fuera y os dejaré tranquilos. Volveos a dormir y os avisaré cuando llegue el teniente…
—Gracias, Irene.
Es la veterana conserje con corazón de oro y un vocabulario que sonrojaría a un carcelero. Vive sola en una casa adosada sin calefacción, gana una quinta parte de lo que ganan ellos y nunca llega más tarde de las cinco y media de la mañana para empezar a sacar brillo al linóleo del sexto piso. Las últimas navidades utilizó el poco dinero que no le hizo falta para comida y compró una mesa de televisión de madera de contrachapado como regalo para la unidad de homicidios. No importa el sufrimiento o las molestias que pueda causarles, no hay nada en el mundo que pueda hacer que esos hombres griten a esa mujer.
Eso no les impide, sin embargo, flirtear con ella.
—Irene, cariño —dice Garvey antes de que pueda cerrar la puerta—, ten cuidado, Kincaid va sin pantalones esta noche y estaba soñando contigo…
—Eres un mentiroso.
—Pregúntale a Bowman.
—Es cierto —dice Bowman, sumándose desde el fondo de la oficina—. Se quitó los pantalones y decía tu nombre en voz alta…
—Bésame el culo, Bowman.
—Será mejor que no se lo digas a Kincaid.
—Él también puede besarme el culo —dice Irene.
Como si le hubieran dado pie, Kincaid regresa del baño, aunque totalmente vestido, y necesita sólo un poco de ánimos de Bowman para empezar a rondar a la empleada.
—Vamos, Irene. Hazme un poco de caso.
—¿Por qué iba a hacerlo, Donald? —dice, entrando en el juego— No tienes nada que yo quiera.
—Oh, claro que sí.
—¿Cómo? —dice, mirando hacia abajo con desdén— ¿Esa cosita minúscula?
La brigada entera se echa a reír a carcajadas. Dos veces cada turno nocturno, Kincaid le dice guarradas a Irene. Y dos veces cada turno nocturno, Irene le da réplica.
Más allá de la oscuridad de la oficina principal de la unidad, la sala del café y las oficinas que dan al exterior están iluminándose con la luz azul claro de la mañana. Y, les guste o no, todos los hombres de la sala están ya despiertos, apartados del sueño por el persistente cortejo de Kincaid a Irene.
Pero los teléfonos siguen en silencio y Nolan deja salir a Bowman justo después de las seis; el resto de la brigada se quedan sentados tranquilamente, intentando no moverse hasta que el aire acondicionado vuelva a encenderse para el turno de día. Los hombres se arrellanan en sus asientos, en una especie de trance colectivo. Cuando a y veinte suena la campanilla del ascensor, les parece el sonido más alegre del mundo.
—El relevo he llegado —dice Barlow, entrando en la habitación—. Todos tenéis un aspecto horrible… Excepto tú, Irene. Tú estás tan guapa como siempre. Estaba hablando con estos cabrones…
—Que te jodan —dice Garvey.
—Eh, caballero, ¿es esa forma de dirigirse al hombre que le está relevando?
—Chúpamela —dice Garvey.
—Inspector jefe Nolan —dice Barlow, fingiendo estar indignado—, ¿ha oído eso? Yo me he limitado a enunciar un mero hecho al decir que estos tipos tienen un aspecto horrible, y lo tienen, y me veo de repente insultado. ¿Ha hecho este calor de mierda aquí toda la noche?
—Más —dice Garvey.
—Es un honor conocerle, caballero —dice Barlow—. ¿Sabe? Es usted uno de mis héroes personales. ¿Qué pasó aquí anoche? ¿Algo?
—Nada de nada —dice Edgerton—. Aquí estuvo todo muerto.
No, piensa Nolan, escuchando desde un rincón de la sala. No muerto. Quizá lo que ha sucedido esa noche ha sido la ausencia de muerte. La muerte significa estar fuera en las calles de Baltimore, ganando dinero.
—Podéis iros todos —dice Barlow—. Charlie llegará en un par de minutos.
Nolan hace que Garvey y Edgerton se queden hasta que aparece el segundo hombre del turno de día, y deja que Kincaid escape a y media.
—Gracias, jefe —dice, dejando una hoja de ruta en el casillero de Nolan.
Nolan asiente, reconociendo su propia generosidad.
—Nos vemos el lunes —dice Kincaid.
—Sí —dice Nolan—. En el turno de día.
—Oh, Dios mío, otra Biblia.
Gary Childs coge el libro abierto de encima de un armario y lo lanza sobre una silla donde hay otra docena. El punto de libro se mantiene en su sitio aunque las páginas pasan empujadas por la fresca brisa del aire acondicionado. Lamentaciones, 2, 21.
Por tierra yacen en las calles
niños y ancianos;
mis vírgenes y mis jóvenes
cayeron a cuchillo;
¡has matado en el día de tu cólera,
has inmolado sin piedad!
Una cosa hay que decir sobre la señorita Geraldine: se tomaba las Escrituras en serio, un hecho confirmado no sólo por la colección de biblias que tenía, sino también por las fotografías enmarcadas que tenía de ella arreglada con su ropa de domingo, predicando la buena nueva frente a las puertas de iglesias. Si la salvación es nuestra por la fe y no por nuestras obras, quizá Geraldine Parrish pueda consolarse pensando en ello mientras el furgón se la lleva. Pero si las obras cuentan para algo en el otro mundo, entonces la señorita Geraldine llegará con unas cuantas cosas apuntadas en su debe.
Childs y Scott Keller levantan la cama y empiezan a revisar los papeles que hay debajo. Listas de la compra, números de teléfono, formularios de los servicios sociales y seis o siete seguros de vida más.
—¡Joder! —dice Kelley, auténticamente impresionado— Aquí hay otro montón. ¿Cuántos tenemos ya?
Childs se encoge de hombros.
—¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Quién coño lo sabe?
La orden de registro para el 1902 de la calle Kennedy les da derecho a buscar toda una serie de objetos, pero, en este caso, nadie esta destripando la habitación con la esperanza de encontrar una pistola o un cuchillo o balas o ropas ensangrentadas. En esta peculiar ocasión, buscan el rastro documental. Y lo están encontrando.
—Tengo más por aquí —dice Childs, vaciando los contenidos de una bolsa de papel en el colchón volcado—. Cuatro más.
—Desde luego —dice Keller—, es una zorra asesina.
Un patrullero del distrito Este que ha esperado abajo durante una hora vigilando a Geraldine Parrish y a cinco más en el salón del primer piso, llama suavemente a la puerta del dormitorio.
—Inspector jefe Childs…
—¿Qué?
—La mujer de abajo dice que se encuentra mal… Ya sabe, dice que tiene algún tipo de dolencia cardiaca.
Childs mira a Keller y luego al uniforme.
—¿Dolencia cardiaca, eh? —dice con desprecio— ¿Va a tener un ataque al corazón? Bajaré en un minuto y por mí se puede caer de la silla.
—Vale —dice el patrullero—. Me pareció que tenía que decírselo.
Childs revisa los papeles que han salido de la bolsa de papel y luego baja al salón. Los ocupantes de la casa adosada están apretados en el sofá y dos sillas, mirándole, esperando respuestas. El inspector jefe mira a la mujer gorda, de rostro triste, peluca a lo Loretta Lynn y vestido de algodón rojo, una visión auténticamente cómica dadas las circunstancias.
—¿Geraldine?
—Soy yo.
—Sé que es usted —dice Childs—. ¿Sabe por qué estamos aquí?
—No sé por qué están ustedes aquí —dice, tocándose suavemente el pecho—. No puedo estar sentada así. Necesito mis medicinas…
—¿No tiene la menor idea de por qué estamos aquí?
Geraldine Parrish niega con la cabeza y se toca de nuevo el pecho, reclinándose en su silla.
—Geraldine, tenemos una orden de registro y de arresto. Está usted acusada de tres cargos de asesinato en primer grado y tres intentos de asesinato…
Los otros ocupantes de la habitación miran cómo Geraldine empieza a emitir sonidos de ahogo. Cae sobre la alfombra, agarrándose el pecho y jadeando.
—Supongo que será mejor que llamemos a una ambulancia —dice—, aunque sea para no correr ningún riesgo.
El inspector jefe regresa arriba, donde él y Keller continúan metiendo todos los documentos, todas las pólizas de seguros, álbumes de fotos y trozos de papel en una bolsa de basura verde: es mejor así y revisarlo todo luego con más calma en la relativa tranquilidad de la oficina de homicidios. Mientras tanto, llega la ambulancia, que se va pocos minutos después, tras comprobar que Geraldine Parrish está perfectamente sana de cuerpo y de mente. Y al otro lado de la ciudad, en la casa que la madre de Geraldine Parrish tiene en la calle División, Donald Waltemeyer está ejecutando una segunda orden de registro con la que consigue otras treinta pólizas de seguro y documentos relacionados con ellas.
Es el caso para terminar con todos los casos, la investigación que convierte el acto del asesinato en una farsa teatral. Este caso tiene tantos personajes extraños e improbables y tantos crímenes extraños e ¡mi probables que casi parece diseñado para convertirse en una comedia musical.
Pero para Donald Waltemeyer en particular, Geraldine Parrish es cualquier cosa menos cómica. Es, en efecto, una última lección en su propio viaje personal de patrullero a inspector. Después de Worden y Eddie Brown, Waltemeyer, de cuarenta y un años, es el hombre con más experiencia que tiene Terry McLarney. Llegó a homicidios en el 86 procedente de la unidad de paisano del distrito Sur, donde se había convertido en un personaje famoso, si no legendario. Y aunque los dos últimos años le habían enseñado a Waltemeyer todo lo que necesitaba saber sobre cómo enfrentarse a la serie habitual de asesinatos, este caso era completamente distinto. Al final, Keller y Childs y los demás inspectores asignados al caso regresarían a la rotación y recaería en Waltemeyer, como investigador principal, el proseguir la investigación de Geraldine Parrish, que le consumiría medio año mientras buscaba víctimas, sospechosos y explicaciones.
En una unidad en que la velocidad es muy valiosa es raro el caso que le enseña a un inspector a tener paciencia, que le enseña esas últimas lecciones que sólo se aprenden al embarcarse en las investigaciones más complejas y prolongadas. Un caso de ese tipo puede transformar por completo a un policía, permitiéndole ver su papel como algo más que una especie de picapleitos cuyo trabajo es despachar un asesinato tras otro de la manera más rápida posible. Y después de uno, dos o tres meses, este tipo de caso con muchas ramificaciones puede llevar a un policía al borde de la locura, un viaje que para Waltemeyer nunca fue muy largo.
Justo ayer, de hecho, estuvo incordiando a Dave Brown sobre algún caso hasta que Brown se sintió obligado a sacarle la regla primera de la sección primera del Código de Conducta del departamento y leérsela:
—«Todos los miembros del departamento se comportaran de forma discreta, educada y tranquila en todo momento y se abstendrán de utilizar un lenguaje descarnado o insolente y de utilizar profanidades» y —añadió Brown, fulminando con la mirada a su compañero—, quiero subrayar que dice «educada».
—Eh, Brown —dijo Waltemeyer, haciendo un gesto obsceno—. Enfatiza esto.
No es que Dave Brown no respete a su compañero, porque sí lo respeta. Y no es que no puedan trabajar juntos, porque cuando tienen que hacerlo, lo hacen. Es sólo que Waltemeyer está siempre intentando explicarle a Brown en qué consiste el trabajo de un policía, un comportamiento condescendiente que Brown sólo acepta de Donald Worden y de nadie más. Pero incluso en sus mejores días, Waltemeyer es probadamente el inspector más volátil de homicidios, con un temperamento que se dispara a la menor provocación y que nunca deja de sorprender al resto de la brigada de McLarney.
Una vez, poco después de que Waltemeyer hubiera llegado a la unidad, el propio McLarney parecía ocupado hablando con uno de los testigos de un asesinato. Llamó a Waltemeyer y le pidió que se encargara de una de las entrevistas, pero, en cuanto empezó a explicarle los detalles del caso, comprendió rápidamente que le resultaba más sencillo hablar él mismo con el testigo. No importa, explicó McLarney, lo haré yo mismo.
Sin embargo, luego, en varios momentos de la entrevista, McLarney miró hacia arriba y vio a Waltemeyer observándolo desde el pasillo. Tres minutos después de que terminase la entrevista, Waltemeyer se plantó en su oficina, le puso un dedo en la cara a McLarney y empezó a gritar como un loco.
—Maldita sea, yo sé hacer mi trabajo y si tú piensas que no, te vas a la mierda —le dijo a McLarney, que no pudo más que mirarlo alucinado—. Si no me crees, entonces envíame de vuelta al puto distrito.