Authors: David Simon
Para Waltemeyer, este caso no es como ninguno de los que ha llevado antes. Es una investigación de las que marcan una carrera, en las que sólo un inspector veterano puede adentrarse. Hay recibos bancarios registros de pólizas de seguros, un gran jurado, exhumaciones por doquier: cosas que ningún agente uniformado verá jamás. Un oficial que patrulla la calle rara vez vive un caso más allá del turno. Las llamadas de aviso de una noche no tienen nada que ver con el trabajo hay al día siguiente. Incluso ante un homicidio, un inspector tampoco debe preocuparse del caso más allá de la detención final. Pero en este, el arresto sólo es el principio de un esfuerzo prolongado y laborioso.
En dos semanas a partir de ahora, Donald Waltemeyer, Corey Belt y Marc Cohén, que es ayudante del fiscal, estarán en Plainfield, Nueva Jersey, entrevistando a los amigos y parientes de Albert Robinson. Encontrarán a un marido superviviente de Geraldine y entregarán citaciones para obtener información sobre cuentas bancarias, recibos y pólizas de seguros. La mayor parte de las pruebas dejan un rastro burocrático interestatal, el tipo de labor de detalle que generalmente hace bostezar a los agentes de a pie. Pero cuando los tres hombres regresan a Baltimore, saben qué empujó a Albert Robinson a ir a Baltimore Este, donde moriría asesinado.
Vuelven a traer a Geraldine Parrish de su celda a la sala de interrogatorios. El inspector le coloca las pólizas de seguros delante y de nuevo le explica la realidad sobre el concepto de culpabilidad criminal.
—Está diciendo tonterías —le dice Geraldine a Waltemeyer—. Yo no he disparado a nadie.
—Está bien, Geraldine. No me importa si me dices la verdad o no —le dice el inspector—. Vamos a acusarte de otro asesinato. Albert Robinson.
—¿Quién es?
—Es un hombre de Nueva Jersey al que mandaste matar para quedarte con los 10.000 dólares de la póliza de seguros.
—Yo no he matado a nadie.
—Vale, Geraldine. Lo que tú digas.
Una vez más, Geraldine Parrish abandona la unidad de homicidios con las esposas, y de nuevo Waltemeyer se sumerge en el trabajo diario del caso, explorando nuevas pistas; esta vez se concentra en la muerte del reverendo Gilliard. Es un proceso largo y deliberado, la investigación de las idas y venidas de una mujer que ya ha sido arrestada y acusada de cuatro asesinatos. En un caso así, lo que hace falta no es un enjambre de agentes husmeando las calles en busca de huellas, sino un investigador profesional. Un inspector de policía.
Cuando Waltemeyer lleva ya meses metido en el caso, McLarney pasa al lado de su mesa y oye la admonición del inspector a Corey Belt, el prodigio de los distritos que fue destinado a la unidad de homicidios; han ampliado la duración de su destino para que ayude en la investigación del caso Parrish. En ese momento, Belt tiene muchas ganas de dar le una lección a un testigo recalcitrante al estilo del distrito Oeste.
—En nuestra zona —le dice Belt a Waltemeyer— le pegaríamos un par de hostias bien dadas al cabrón y le meteríamos algo de sentido común en la sesera.
—Nada de eso. Presta atención: aquí no estamos en la calle. Eso no funciona aquí.
—Eso siempre funciona.
—Que no, atiende. Aquí tienes que aprender a ser paciente. Y a usar la cabeza.
Y McLarney se queda de pie ahí, escuchando un ratito, y luego sigue su camino, encantado y divertido ante la idea de que Donald Waltemeyer le pueda decir a otro tipo que se olvide de lo que aprendió en la calle. Al menos, la Viuda Negra había convertido a un sabueso de calle en un inspector de policía.
Es una tarde de verano en el mercado de drogas de la avenida Woodland, y de repente un cuerpo que yace en el suelo destapa la caja de Pandora del factor racial. El chico muerto es decididamente negro, y los policías que están de pie observando la escena del crimen son decididamente blancos. El gentío está intranquilo.
—Esto se nos puede ir de las manos en un santiamén —dice un joven teniente, oteando el mar de rostros enfurecidos que esperan al otro lado del precinto policial—. Me gustaría sacar ese cuerpo de ahí lo mas pronto posible.
—Ni te preocupes —dice Rich Garvey.
—Sólo tengo seis agentes aquí —dice el teniente—. Pediría refuerzos, pero no quiero dejar el otro sector vacío.
Garvey entorna los ojos.
—Que les den —dice suavemente—. No van a mover un dedo.
Nunca lo hacen. Después de ver cientos de escenas del crimen, Garvey ni siquiera oye los insultos que la muchedumbre les grita. Desde punto de vista de un policía, que sigan vociferando tanto como quieran mientras no se metan en su camino. Y cuando alguno se salta la cinta y se cruza con tu escena del crimen, entonces es el momento de esposale y meterlo en el asiento trasero de tu coche patrulla y esperar a que vengan a por él para llevarle a la cárcel. Así que no hay problema.
—¿Por qué no cubrís el cuerpo? ¡Demostrad algo de respeto por los muertos! —grita una chica gorda desde el otro lado del Cavalier.
La gente vitorea su frase, y la chica, más animada, sigue dándole:
—Para vosotros sólo es un negro más, ¿verdad?
Garvey se gira hacia Bob McAllister, que está de un humor de perros, mientras un policía tapa la parte superior del cuerpo con un trozo de plástico blanco.
—Venga —dice, anticipándose a la ira de su compañero—. Tengamos un poco de decoro.
El cuerpo sigue en la acera, atrapado en el cemento porque el equipo del laboratorio llega tarde puesto que ha tenido que atender un aviso en la otra punta de la ciudad. Es un caluroso día de agosto y sólo hay cuatro técnicos de guardia, fruto de una escala salarial que no anima precisamente a que la gente apueste por el creciente sector laboral del procesamiento de pruebas. Y aunque el retraso de casi cincuenta minutos empieza a parecer otra muestra pública y visible de la conspiración racista policial que asola las calles de Baltimore, a Garvey le importa un bledo. Que los jodan a todos, piensa. El chico está muerto y eso no va a cambiar, punto. Y si creen que un inspector de homicidios con dos dedos de frente va a desmantelar una escena del crimen para satisfacer a medio bloque de descontentos y desgraciados de Pimlico, entonces es que no saben de qué va la cosa.
—¿Cuánto tiempo van a dejarlo tirado? —grita un vecino del barrio—. No le importa quién le vea así, ¿verdad?
El joven teniente aguanta el chaparrón con nerviosismo, comprobando su reloj cada dos por tres, pero Garvey no dice nada. Se quita las gafas, se frota los párpados y se acerca al cuerpo. Levanta lentamente el plástico blanco para mirar el rostro del muerto. Lo contempla durante medio minuto, luego suelta el plástico y se aleja. Es un gesto que denota que se hace responsable: él es dueño de la escena.
—¿Dónde demonios están los del laboratorio? —dice el teniente, manoseando el micrófono de la radio de su coche.
—Que los jodan —dice Garvey, irritado por creer ni por un momento que esto es un problema—. Es nuestra escena del crimen.
Tampoco hay mucha escena que digamos. Un joven traficante de drogas llamado Cornelius Langley ha sido abatido en un tiroteo a plena luz del día, en la acera del bloque 3100 de Woodland. Y no hay nadie entre los curiosos que parezca dispuesto a soltar la lengua excepto para insultarlos.
Aun así, es la única escena del crimen que tienen y, por lo tanto, terreno propiedad de Garvey y McAllister. ¿Qué coño necesita la gente que les digan, aparte de eso?
El técnico del laboratorio tarda otros veinte minutos, pero, como siempre, la gente pierde interés mucho antes. Para cuando el técnico está concentrado fotografiando la escena y guardando los casquillos del .32 que hay en el suelo, los vecinos de la avenida Woodland sólo le observan con distraída curiosidad.
Pero justo cuando los inspectores están a punto de terminar su labor en la escena, de la gente que ocupa la zona más alejada de la calle al otro extremo, surge una mujer, la madre desconsolada, que ya gime desesperada incluso antes de ver el cuerpo de su hijo. Su llegada pone fin a la breve tregua, y la gente empieza a vociferar de nuevo.
—¿Van a dejar que lo vea?
—Eh, esa es la madre, jodeos.
—No les importa una mierda. Son unos hijos de puta muy fríos.
McAllister intercepta a la mujer antes de que pueda ver a su hijo tirado en la calle. Les suplica a los parientes que se la lleven a casa.
—Aquí no puede hacer nada —dice, por encima de los gritos de la madre—. Tan pronto como podamos, nos pasaremos por su casa.
—¿Le han disparado? —pregunta su tío.
McAllister asiente.
—¿Está muerto?
McAllister vuelve a decir que sí con la cabeza, y la madre casi se desvanece, apoyándose en otra mujer, que la ayuda a regresar penosamente al Pontiac familiar que está en doble fila.
—Llévensela a su casa —repite McAllister—. Es lo mejor que pueden hacer.
Al otro lado de Woodland, cerca de Park Heights, los espectadores son aún más exagerados. Un joven señala a un testigo alto y desgarbado y lo acusa con vaguedades.
—Estaba ahí —le dice a un amigo, lo suficientemente alto como para que un policía le oiga—. Justo cuando dispararon al chico, echó a correr.
El agente da un paso en dirección al tipo, que se gira y huye por la acera. Otros dos agentes se unen a la persecución y lo atrapan en la esquina de Park Heights. Lo registran, encuentran una pequeña cantidad de heroína y llaman para que vengan a recogerlo, detenido, y lo ingresen en la cárcel.
A medio bloque de distancia, a Garvey le cuentan lo del arresto y se encoge de hombros. No, no es el que disparó, razona. ¿Qué hace el asesino esperando a que recojan el cadáver? Quizá fuera un testigo de lo que sucedió, todo lo más. O simplemente, un curioso.
—Bueno, vale, que lo detengan y lo lleven a la central —dice el inspector—. Gracias.
Normalmente, la detención rutinaria de un drogadicto en la avenida Woodland —el gran bulevar de la droga de Pimlico— no significa nada para el caso de un inspector. Generalmente, Garvey tiene muy buenas razones para escudriñar su último cadáver y sentirse una pelotita perdida entre la hierba. Pero este verano, un grito repentino y una persecución y un poco de droga en una bolsita de plástico son suficientes. Con eso basta para que la hermana más tonta se levante y se ponga a bailar.
Empezó con el caso de Lena Lucas, en febrero, y siguió con un par de homicidios en abril: un rompecabezas y dos casos pan comido, que solucionaron con detenciones en una semana o dos. Nada del otro mundo. Todos los inspectores tienen derecho a soñar con un poco de buena suerte. Pero cuando el asesinato de la calle Winchester también terminó con un arresto el pasado mes de junio, estaba claro que había una pauta.
En la calle Winchester sólo había un par de gotitas de sangre y una bala inservible cuando Garvey y McAllister llegaron a la escena del crimen. Seguro que ni siquiera habrían conseguido eso si el primer agente en llegar no hubiera sido Bobby Biemiller, del distrito Oeste, el que se iba de cervezas con McLarney.
—Os he mandado dos —les dijo Biemiller a los inspectores cuando estos se presentaron.
—¿Testigos?
—Ni idea. Estaban aquí cuando yo llegué, así que les puse las esposas y os los facturé.
Bob Biemiller, el amigo de los indefensos, el héroe de las masas oprimidas, el patrullero que fue votado Oficial Más Deseado para un Tiroteo en el Gueto por tres de entre los cinco inspectores de homicidio de Baltimore. Unos años atrás, el crimen del taxista de la calle School —el primer caso de Garvey como inspector principal— también contó con Biemiller como primer oficial. Es un buen recuerdo para Garvey porque lograron cerrar el caso con éxito. Es un buen tipo, este Biemiller.
—Bueno, cuéntame —le dice McAllister, divertido—. ¿Quiénes son esos desafortunados ciudadanos que has mandado a la trena, privándolos de su libertad?
—Una es la novia de tu hombre, creo.
—¿Ah, sí?
—Ajá. Estaba histérica.
Bueno, algo es algo —dice Garvey, que es un hombre parco en elogios—.¿Y por dónde anda nuestro chico?
—En el hospital.
En la entrada de urgencias, la ambulancia aún estaba aparcada frente a la puerta. Garvey miró dentro y saludó a un enfermero negro que estaba limpiando la sangre del suelo de la unidad médica número 15.
—¿Qué tal?
—Yo, bien —replica el enfermero.
—Tú ya lo veo. ¿Y él?
El enfermero sacude la cabeza, sonriendo.
—No me haces feliz.
Llegó muerto, pero los cirujanos le abrieron el pecho de todos modos para intentar masajear el corazón del chico. Garvey se quedó el tiempo suficiente como para escuchar a un médico de guardia gritarle a una enfermera que moviera al cadáver de la zona de urgencias.
—¡Está llegando una evisceración! —chilló el médico.
Sábado noche en Bawlmer.
—Evisceración —repite Garvey, disfrutando del sonido de la palabra—. ¡Qué gran ciudad!
El hospital no pudo salvar a la víctima, lo cual era de manual en un caso sin testigos fiables ni pruebas. Y sin embargo, en la unidad de homicidios, la novia del muerto confesó sin demasiados aspavientos que la raíz del asesinato era una deuda de ocho dólares. No, no vio nada, según decía, pero le suplicó a Tydee que no utilizara su pistola. A la mañana siguiente, McAllister y Garvey registraron el bloque 1500 de la calle Winchester y lograron localizar a un par de testigos.
En ese momento, Garvey no hizo una pausa para visitar el altar de la iglesia católica más cercana. Debería haberlo hecho, pero no lo hizo. En lugar de eso, se limitó a emitir una orden de arresto y volvió a entrar en la rotación de turnos, convencido de que su feliz racha se debía a una síntesis de habilidad investigadora y pura suerte.
Tuvo que pasar otra semana antes de que Rich Garvey comprendiera que la mano de Dios se había posado sobre él. El caso: un atraco en una taberna en Fairfield, en el mes de julio. El camarero, ya mayor, estaba muerto tras la barra de Paul's Case, y todos los clientes del establecimiento, demasiado borrachos como para encontrar las llaves de su casa y mucho menos identificar a los cuatro tipos que se llevaron la caja. Todos, excepto un chico en el aparcamiento, que resulta que apuntó la matrícula del Ford de color dorado que salió huyendo de la parte trasera del bar.
Ave María, madre de Dios.
Una rápida comprobación revela que la matrícula es de un coche a nombre de Roosevelt Smith, con dirección en Baltimore Noreste. Y efectivamente, cuando se presenta la policía en casa del sospechoso, el vehículo está aparcado delante, con el motor aún caliente. El pedazo de alcornoque de Roosevelt Smith tardó dos horas en la sala de interrogatorios, pero finalmente pagó su primera letra para la puerta número 3: