Authors: David Simon
—Eh, Rog —dice uno de los inspectores de Stanton—, ¿es tu hombre el que está metiendo todo ese ruido?
—Sí. Estaré allí en un segundo.
Nolan encuentra el número, llama a Kopera y le explica la situación rápidamente. Cuando termina la llamada los golpes son todavía más fuertes.
—Eh, Rog, haz que el cabrón ese se esté quieto, ¿quieres?
Nolan atraviesa la pecera y sale al pasillo. El mismo diablo tiene la cara apretada contra la ventana de la puerta, con las manos haciendo visera en los ojos a ver si consigue ver a través del cristal semiplateado.
—¿Qué te pasa?
—Tengo que ir al baño.
—Al baño, ¿eh? Y supongo que también querrás un poco de agua.
El diablo necesita mear. El diablo encarnado quiere un vaso de agua. Nolan niega con la cabeza y abre la puerta de metal.
—Maldita sea —le dice al sospechoso—. Cada vez que pones a uno de esos hijoputas en la sala de interrogatorios pierden en control de la vejiga y empiezan a marearse por la deshidratación… Bien, vamos, sal de una vez…
El sospechoso sale lentamente de la sala. Es un varón negro de treinta y un años, delgado, con pelo corto y entradas y unos profundos ojos marrones. Su rostro es redondo y en su gran boca le falta un diente y otro está muy salido. Lleva una sudadera una talla demasiado grande y sus zapatillas de tenis están viejas. Nada en su aspecto hace sospechar el abominable acto que ha cometido: no hay nada en su rostro que inspire miedo, nada en sus ojos que se pueda llamar extraordinario. Es totalmente normal y, por ese motivo también inspira desprecio.
Se llama Eugene Dale y la ficha salida del ordenador que está sobre el escritorio de Harry Edgerton contiene suficiente material suficiente para dos asesinos. La mayoría de los arrestos son por violación, intento de violación y posesión de armas de fuego; de hecho, Dale está ahora mismo en libertad condicional, pues el departamento de prisiones del estado lo acaba de liberar después de haber cumplido nueve años de condena por agresión sexual.
—Si no sales en tres minutos —le dice Nolan en la puerta del aseo de caballeros—, voy a entrar a sacarte. ¿Entendido?
Eugene Dale sale del aseo de caballeros dos minutos después con aspecto manso. Nolan lo acompaña de vuelta por el pasillo.
—Necesito beber algo —dice el sospechoso.
—Pues bebe —dice Nolan.
Dale se detiene en la fuente de la oficina y cuando acaba de beber se seca con la manga. El sospechoso es devuelto a su cubículo, donde aguarda a Edgerton, que está en esos momentos en otra sala de interrogatorios, hablando con la gente que conoce mejor a Dale y absorbiendo todos los datos posibles sobre él para el interrogatorio que se avecina.
El drama hubiera sido más redondo si Eugene Dale hubiera aparecido como consecuencia de algún acto de genio deductivo. Para los inspectores que habían sufrido el caso de Latonya Wallace, hubiera sido un momento de justicia y perfección que alguna sutil conexión en el expediente del caso de Andrea Perry hubiera hecho que aquel hombre se materializase en una sala de interrogatorios. Y para Harry Edgerton hubiera sido un acto de verdadera reivindicación si algún descubrimiento brillante durante su solitaria y metódica investigación les hubiera dado su nombre.
Pero, como suele suceder, la justicia poética es ajena a este lugar. Edgerton hizo todo lo posible por encontrar a su sospechoso pero, al final, fue el sospechoso quien lo encontró a él. En busca y captura por el asesinato de un niño, el hombre que aguarda nervioso en la sala de interrogatorios grande esperó dos semanas enteras antes de ir y violar a otra niña.
Aún así, cuando llegó la denuncia de la segunda violación, todo el mundo en la unidad supo inmediatamente qué significaba. Fue Edgerton quien preparó el terreno para ese reconocimiento con la gente de operaciones de tres distritos distintos, al avisarles de que estuvieran atentos a cualquier cosa sexual o que implicase un arma del calibre .32 Así que cuando la denuncia de la segunda violación llegó a la unidad de operaciones del distrito Sur, una agente, Rita Cohén, supo inmediatamente de qué se trataba. La segunda víctima era una niña de trece años a la que Dale atrajo a una casa adosada vacía en la calle South Mount donde la amenazó con una pistola «plateada» y la violó. Dale dejó vivir a esta niña, pero la advirtió de que, si le contaba a alguien lo que había pasado, la encontraría y le pegaría un tiro en la cabeza. La joven víctima prometió no decir nada pero hizo exactamente lo contrario en cuanto llegó a casa y encontró a su madre. Y sucedía que conocía el nombre y la dirección de su agresor, pues su mejor amiga era la hija menor de la novia de Dale.
El crimen fue tan estúpido como malvado. La hija de la novia había llegado a ver a Dale acompañar a la víctima a casa justo antes de la agresión, y quizá fuera ese el motivo por el cual no mató a la niña de trece años después de violarla. Aunque sabía que había un testigo, abandonó toda cautela para satisfacer su compulsión con otra niña.
Después de llamar a homicidios y tomar declaración a la víctima, los policías de paisano del distrito Sur escribieron una orden de registro y arresto para la dirección de Dale en la calle Gilmor, que estaba a pocas manzanas de distancia de donde había sido asesinada Andrea Perry. El arresto había sido programado para hoy y aunque Edgerton tenía el día libre, Nolan acompañó a los agentes del distrito Sur a la casa y le aseguró a Edgerton que si conseguían algún tipo de prueba o un sospechoso viable, tendría que incorporarse de inmediato.
Menos de media hora después de llegar a la dirección de la calle Gilmor, Nolan estaba al teléfono con su inspector diciéndole, como diría luego a Kopera, que fuera a la oficina. Eugene Dale no estaba en casa cuando los policías irrumpieron en su domicilio, pero en un armario del piso de arriba, un agente del distrito Sur encontró un revólver del calibre .32 cargado con balas automáticas. Eso era todo lo que Nolan necesitaba saber. No sólo a Andrea Perry la mataron con un .32 sino que el informe de balística mostró suaves estrías en la bala, lo que sugería que se había utilizado munición de pistola automática en un revólver. Y cuando Nolan habló con los demás habitantes de la casa de la calle Gilmor, también ellos encajaron con el expediente del caso.
La novia de Dale, Rosalind, se mostró extrañamente cooperativa cuando fue interrogada por Nolan, igual que una amiga suya, Michelle, que al parecer salía con el ex novio de Rosalind. Ambas expresaron cierta sorpresa inicial ante la idea de que Eugene pudiera estar relacionado con el asesinato o la violación; al final, sin embargo, después de un largo interrogatorio con Edgerton, se mostraron de acuerdo en que Dale era exactamente el tipo de hombre que podría hacer algo así. Y una vez el inspector supo un poco más de Rosalind, acabaron convencidos de que estaban siguiendo la pista correcta. Al recordar la llamada anónima que había llegado a la oficina de homicidios justo después del asesinato de Andrea Perry, la llamada en la que una voz de hombre había afirmado ver a una mujer huir de la escena del crimen cuando sonaron los disparos, Edgerton le preguntó el nombre de aquella misteriosa mujer a Michelle y Rosalind.
—¿Loretta? —dijo Rosalind—. Es la hermana de mi ex novio. Somos buenas amigas.
Pero Loretta Langley no era buena amiga de Eugene Dale; se habían caído fatal desde que se conocieron, explicó Rosalind. En ese momento a Edgerton no le quedó ninguna duda que quien había hecho aquella llamada anónima no era otro que el propio Eugene Dale, intentando estúpidamente culpar a la mejor amiga de su novia de una violación y asesinato.
Días después, para darse el gusto de comprobar que había acertado al no interrogar a Loretta Langley con la sola base de la llamada anónima, Edgerton se entrevistará con ella y le dirá, por primera vez, la atención que había recibido durante las primeras horas de la investigación. Cuando le pregunten si hubiera pensado en el mejor amigo de su novio si le hubieran hablado de la llamada, contestará que no. Si hubiera hablado con ella tres semanas atrás, Loretta Langley no hubiera supuesto nada más que otro callejón sin salida; ahora es un eslabón más en la cadena que une a Eugene Dale con el asesinato de una niña.
Edgerton llegó a la unidad de homicidios bastante antes de que Nolan empezara a revisar el papeleo del distrito Sur sobre la denuncia de violación. Más adelante esa misma tarde, mucho después de que Nolan hubiera vuelto a la oficina después del registro, Eugene Dale se presentó en la dirección de la calle Gilmor. Antes de que lo detuviera la unidad de operaciones del distrito que lo estaba esperando, tuvo tiempo de enterarse de que había habido un registro policial y de hacer a su novia una pregunta muy significativa:
—¿Han encontrado la pistola?
Acabó en la sala de interrogatorios grande y se quedó allí, ignorado por todos, durante horas, mientras Edgerton interrogaba a Michelle y Rosalind. Se quedó allí mucho después de que llegara Ropera y llevara el revólver, un H&R del .32, número de serie AB 18407 —un arma ahora rebozada en polvo de localizar huellas dactilares— al laboratorio de abajo.
Mucho después de que Nolan lo haya acompañado al aseo, Eugene Dale sigue sentado solo, aburrido y cabreado. Pasa tanto tiempo que cuando Edgerton entra finalmente en la sala su sospechoso —fiel a la regla— está casi dormido. Como el interrogatorio empieza pasadas las diez de la noche, no hay charla previa ni trato amable; de hecho Edgerton trata a su sospechoso con inconfundible desprecio.
—Si quieres hablar conmigo, te escucho —dice el inspector empujando el formulario de derechos hacia Dale—. Si no quieres decir nada, me limitaré a acusarte de asesinato y me iré a casa. Me importa un bledo la opción que escojas.
—¿Qué quiere decir? —dice Dale.
Edgerton le echa el humo de cigarrillo en la cara. Con otro asesino, tanta estupidez sería divertida. Con Andrea Perry, se le atraganta.
—Mírame bien —dice Edgerton, levantando la voz—. Te acuerdas de la pistola que tenías en el armario, ¿verdad?
Dale asiente lentamente.
—¿Dónde crees que está esa pistola ahora mismo?
Dale no dice nada.
—¿Dónde está? Piensa un poco, Eugene.
—La tienen ustedes.
—La tenemos —dice Edgerton—. Así es. Y ahora mismo, mientras hablamos, hay expertos abajo que están relacionando ese revólver con la bala que sacamos de la cabeza de la chica.
Eugene Dale niega con la cabeza ese razonamiento. De repente, ambos escuchan un fuerte estallido. En el piso de abajo, casi inmediatamente debajo de donde están, Joe Kopera está disparando con el .32 a un profundo contenedor de agua para obtener las balas usadas necesarias para la comparación.
—Esa que oyes es tu pistola —dice Edgerton—. ¿La oyes? La están estudiando ahora mismo.
—No es mía.
—Estaba en tu puto armario. ¿De quién coño va a ser? ¿De Rosalind? Si le enseñamos el arma a la otra niña de quien abusaste, va a decir que es tuya, ¿verdad?
—No es mía.
Edgerton se levanta, con la paciencia totalmente agotada tras cinco minutos en una habitación con este hombre. Dale mira al inspector, su rostro es una mezcla de miedo y sinceridad.
—Eugene, me estás haciendo perder el tiempo, joder.
—Yo no…
—¿Con quién crees que estás tratando? —pregunta Edgerton, levantando la voz—. No tengo tiempo para oír tus estúpidas chorradas.
—¿Por que me grita?
¿Que por qué te grito? Edgerton se siente tentado de gritarle al hombre la verdad, de explicarle un poco del mundo civilizado a un hombre que vive en sus afueras. Pero eso sería desperdiciar saliva.
—¿No te gusta que te chillen?
Dale no dice nada.
Edgerton sale de la sala de interrogatorios con una chispa de ira prendida en su interior, un fuego que pocos asesinos consiguen despertar dentro de un inspector. En parte es por lo estúpido que había sido el primer intento de declaración de Dale, en parte es su forma infantil de negar lo sucedido, pero al final no que más enfada a Edgerton es simplemente la magnitud del crimen. Ve la foto del colegio de Andrea Perry dentro de la carpeta y se aviva su furia. ¿Cómo pudo la vida de esa niña ser destruida por una escoria como Eugene Dale?
La reacción habitual de Edgerton ante un hombre culpable era un leve desdén que bordeaba la indeferencia. En la mayoría de los casos no se esforzaba en fastidiar a sus sospechosos; ¡diablos!, ya tenían bastantes problemas. Como la mayoría de inspectores, Edgerton creía que puedes hablar con un asesino. Puedes compartir cigarrillos con él y llevarlo al aseo y reírte de sus chistes si son graciosos. Puedes incluso comprarle una lata de Pepsi si está dispuesto a firmar todas las páginas de la declaración.
Pero esto es distinto. Esta vez Edgerton no quería ni respirar el mismo aire que el sospechoso. Su ira era de verdad lo bastante profunda como para ser considerada odio, un sentimiento que, en este caso, sólo podía proceder de un inspector negro. Edgerton era negro y Eugene Dale y Andrea Perry también: las habituales barreras de raza habían desaparecido. Ese hecho hacía que Edgerton pudiera hablar con gente en la calle y saber cosas, que pudiera ir a las viviendas sociales de Baltimore Oeste y salir sabiendo cosas que un inspector blanco nunca sabría. Incluso el mejor policía blanco siente la distancia que existe cuando trabaja con víctimas negras y sospechosos negros; para él son como de otro mundo, como si su tragedia fuera el resultado de una patología del gueto contra la que él está inmunizado. Trabajando en una ciudad en la que el noventa por ciento de los asesinatos son cometidos por negros y tienen víctimas negras, puede que un inspector comprenda la naturaleza de la tragedia de una víctima negra, puede que diferencie entre la buena gente que debe ser vengada y la mala gente a la que debe perseguir. Pero, al final, nunca responde con la misma intensidad; sus víctimas más inocentes despiertan su empatia, pero no le angustian; desprecia a sus sospechosos más despiadados, pero no los odia. Edgerton, sin embargo, no estaba lastrado por esas distinciones. Eugene Dale era totalmente real para él, igual que lo podía ser Andrea Perry, así que su furia ante ese crimen era personal.
La reacción de Edgerton a Dale le separaba del resto de su brigada pero esta vez no había nada único en ello: ser un inspector negro en homicidios requería un especial sentido del equilibrio, capacidad para tolerar los excesos de muchos colegas blancos, para ignorar los comentarios cínicos y las pullas de hombres para los que la violencia de negros contra negros representaba el orden natural de las cosas. Para ellos, la clase media negra era simplemente un mito. Habían oído hablar de ella, habían leído sobre ella, pero que los partiera un rayo si habían conseguido encontrarla en la ciudad de Baltimore. Edgerton, Requer, Eddie Brown, eran negros y eran esencialmente de clase media, pero eso no demostraba nada. Eran policías y, por tanto, lo supieran o no, eran todos irlandeses honorarios. Esa lógica permitía que el mismo inspector que no tenía ningún problema en ser el compañero de Eddie Brown, cuando una familia negra se mudaba a la casa de al lado de la suya, comprobara los nombres de sus nuevos vecinos en el ordenador de la policía.