Authors: David Simon
Harrv Edgerton, el investigador secundario, abandonó el caso para ayudar a Bertina Silver en otro interrogatorio de su mejor sospechoso para el asesinato de Brenda Thompson en enero, la mujer que había sido hallada apuñalada en el coche en el bulevar Garrison. Eddie Brown fue tragado por la súbita reactivación del caso de Karen Smith y luego ha pasado a investigar asesinatos nuevos. Y Jay Landsman, que investigó tanto el asesinato de Latonya Wallace como cualquiera de ellos, también se ha ido. Nadie esperaba otra cosa: Landsman tiene que dirigir una brigada y, en cuanto llega la siguiente semana de trabajo nocturno, todos sus inspectores empiezan a trabajar en una nueva remesa de crímenes.
Los hombres del operativo también han desaparecido, regresad la sección táctica o a los comandantes de distrito que se los prestaron a homicidios para el asesinato de una niña. Primero las unidades tácticas fueron reasignadas, luego los inspectores de la sección de juveniles, luego los hombres de la central y, finalmente, los dos policías de paisano prestados por el distrito Sur. Lenta, inexorablemente, la investigación sobre el asesinato de Latonya Wallace se ha convertido en patrimonio exclusivo de un solo inspector.
Varado al bajar la marea, Pellegrini está sentado en su escritorio en la oficina anexa rodeado por tres cajas de cartón llenas de informes y de fotografías, de análisis de laboratorio y declaraciones de testigos Contra la pared de detrás de su escritorio está el cartel de la investigación que crearon los hombres del operativo, pero que nunca encontraron el momento de colgar en la pared. En su centro está pegada la mejor y más reciente fotografía de la niña. A la izquierda está el diagrama de los tejados de la avenida Newington que hizo Edgerton. A la derecha, un mapa de la zona de Reservoir Hill y una serie de fotografías aéreas tomadas desde el helicóptero de la policía.
En este turno de día, como en docenas de otros, Pellegrini repasa lentamente una de las carpetas del caso, leyendo informes de hace semanas en busca de algún fragmento de información que se le hubiera pasado por alto la primera vez. Algunos de los informes los escribió él mismo, otros están firmados por Edgerton o Eddie Brown, Landsman o los hombres del operativo. Ese es el problema con el tratamiento de bola roja, se dice Pellegrini, al revisar página tras página. Por virtud de su importancia, las bolas rojas tienen el potencial de convertirse en auténticas superproducciones a lo David O. Selznick, una cagada departamental en serie de cuatro estrellas que se escapa del control de ningún investigador individual. Desde casi el momento en que se encontró el cuerpo, el caso de Latonya Wallace se convirtió en propiedad de todo el departamento, hasta el punto de que los peinados puerta a puerta los hacían patrulleros, y las declaraciones de testigos las tomaban agentes del operativo que no tenían más que unos pocos días de experiencia en una investigación por asesinato. El conocimiento del expediente del caso pronto se dispersó entre dos docenas de personas.
En cierto modo, Pellegrini acepta la lógica de los efectivos ilimitados. En las semanas que siguieron al asesinato de la niña, el expreso de la bola roja hizo posible cubrir la mayor cantidad de terreno en el mínimo tiempo posible. Hacia finales de febrero, los hombres del operativo habían peinado dos veces un radio de tres manzanas desde la escena del crimen, habían entrevistado a casi doscientas personas, habían ejecutado órdenes de registro para tres direcciones y habían realizado registros visuales consentidos en todas las casas adosadas del lado norte de la avenida Newington. Pero ahora el papeleo de aquella enorme campaña se había congelado sobre el escritorio de Pellegrini. Sólo las declaraciones de los testigos llenan toda una carpeta, mientras que la información sobre el Pescadero —que sigue siendo el principal sospechoso— tiene una carpeta para ella sola.
Inclinando hacia delante su silla, Pellegrini mira las fotografías de la escena del crimen por, debe ser, centésima vez. La misma niña mira desde el lluvioso pavimento con la misma mirada perdida. Su brazo sigue extendido en el mismo gesto, con la palma de la mano abierta y los dedos ligeramente curvados.
A Tom Pellegrini, las fotos en color de 7,5 por 12,5 no le producen nada que se parezca lejanamente a una emoción. De hecho, se confiesa a sí mismo, nunca lo hicieron. De algún modo extraño que sólo otro inspector de homicidios puede comprender, Pellegrini se separó psicológicamente de su víctima desde el primer momento. No fue una decisión consciente, fue más bien la ausencia de una decisión. De algún modo elemental y casi determinado de antemano, algún interruptor se activó en su mente cuando entró en aquel patio trasero de la avenida Newington.
El distanciamiento se produjo de forma bastante natural y Pellegrini todavía no tiene ningún motivo para preguntarse sobre él. Si lo hiciera, la respuesta fácil sería que un inspector sólo puede funcionar de forma efectiva aceptando hasta las tragedias más atroces como una cuestión clínica. Sobre esa base, ver a una niña tirada en el suelo —con el torso destripado y el cuello retorcido— se convierte, después de un momento inicial de conmoción, en un asunto de pruebas. Un buen investigador, al inclinarse a mirar por primera vez una obscenidad así, no pierde tiempo torturándose con cuestiones teológicas sobre la naturaleza del mal y la inhumanidad del hombre hacia el hombre. Se pregunta, en cambio, si las heridas con desgarrones las debió producir un cuchillo con sierra en el filo o si la decoloración de la parte de debajo de la pierna es, de hecho, un indicio de lividez.
Superficialmente ese
ethos
profesional es parte de lo que resguarda a un inspector del horror, pero Pellegrini sabe que hay algo más, algo que tiene que ver con el acto de prestar testimonio. Después de todo, él no conocía a la niña. No conocía a su familia. Y, lo más importante quizá, nunca sintió realmente su pérdida. El día en que se encontró el cuerpo, Pellegrini se marchó de la escena del crimen y fue directamente a la oficina del forense, donde la autopsia de la niña exigía adoptar el marco mental más clínico de todos. Fue Edgerton quien se lo dijo a la madre, quien vio cómo la familia caía presa de la angustia, quien representó a la unidad de homicidios en el funeral. Desde entonces, Pellegrini había hablado con miembros de la familia Wallace de vez en cuando pero sólo sobre detalles. En aquellos momentos, los supervivientes le resultaban útiles y ya no estaban afectados. Su dolor ya no era obvio para el inspector que los visitaba. Que Pellegrini no hubiera sido testigo de su dolor de algún momento evitaba que viera de verdad las fotografías que tenía frente a sí.
Y quizá, concede Pellegrini, quizá parte de la distancia procediera de que él era blanco y la niña era negra. No le quitaba ni un ápice de crueldad al asesinato, Pellegrini era consciente de ello, pero de algún modo era un crimen de la ciudad, del gueto de Reservoir Hill, de un mundo con el que él no tenía ningún vínculo. Pellegrini podía intentar figurarse que Latonya Wallace hubiera sido su hija o la de Landsman o la de McLarney, pero las diferencias de raza y clase social siempre estaban ahí, silenciosas pero sentidas por todos. ¡Demonios!, durante el último año y medio Pellegrini había escuchado a su inspector jefe mencionar docenas de escenas del crimen en el gueto.
—Oye, a mí no me importa —le decía Landsman a los vecinos cuando los testigos se negaban a cooperar—. Yo no vivo aquí.
Pues bien, era verdad. Pellegrini no vivía en Reservoir Hill. Por esa distancia que tomaba respecto al crimen podía considerarse un investigador, una persona cuyo interés por ese delito era técnico y no personal. Desde ese punto de vista, la muerte de Latonya Wallace no es ni más ni menos que otro crimen, un evento singular que, tras dos cervezas y una cena caliente, parecerá a un universo de distancia del rancho de ladrillo, la esposa y los dos hijos que le aguardaban en el barrio de Anne Arundel al sur de la ciudad.
Una vez, hablando con Eddie Brown sobre el caso, Pellegrini tomó la medida a esa distancia. El y Brown habían estado proponiendo teorías para el caso cuando se le escapó una palabra totalmente inesperada que cayó como una losa sobre la conversación.
—Tenía que conocer al tipo anteriormente, eso lo sabemos. Creo que esta tía…
Esta tía. Pellegrini se detuvo casi inmediatamente y entonces empezó a buscar alguna palabra alternativa.
—… esta chica dejó que el asesino la sacara de la calle porque le conocía de antes.
El inspector jefe de Pellegrini, por supuesto, era igual. Cuando uno de los agentes del operativo estaba mirando las fotos de la escena o crimen y haciendo preguntas, Landsman puso su habitual tono completamente serio y procedió a tomarle el pelo.
—¿Quién la encontró? —preguntó el agente.
—Un agente del Central.
—¿Y fue violada?
—¿Por el agente? —preguntó Landsman, fingiendo confusión—. Hummm, no lo creo. Quizá. No se lo preguntamos porque creímos que lo habría hecho el tipo que la mató.
En cualquier otro mundo, esta broma habría sido considerada de mal gusto. Pero esto es la oficina anexa del DIC de la ciudad de Baltimore, unidad de homicidios, donde cualquiera —Pellegrini incluido— consigue reírse hasta con las bromas más crueles.
En el fondo de su corazón, Pellegrini sabe que resolver el caso de Latonya Wallace no será tanto una respuesta a la muerte de la joven como una reivindicación personal. Su obsesión no es con la víctima, sino con el victimario. Una niña —una niña que podía ser cualquiera— había sido asesinada durante el turno de un día de febrero, y el hombre que había contestado a la llamada, Pellegrini, había aceptado el asesinato como un desafío profesional. Si el caso de Latonya Wallace se resuelve, un asesino de niños ha sido vencido. Las coartadas, los engaños, las huidas…, todo eso no significa nada en el momento del arresto. En el dulce instante en que las esposas hacen clic, Pellegrini sabrá que lo ha logrado, que es —como cualquier otro hombre de la unidad— digno de llevar la placa de inspector y cobrar ciento veinte horas extra. Pero si el caso permanece abierto, si en algún punto de este mundo hay un asesino vivo que sabe que ha vencido al inspector, entonces Pellegrini nunca volverá a ser el mismo. Al verle hundirse en el expediente del caso día tras día, los demás hombres de la unidad lo saben también.
Durante el primer mes de la investigación había estado lo más cerca que se puede estar de trabajar el día entero: dieciséis horas al día, siete días a la semana. A veces, al ir a trabajar, se daba cuenta de repente de que durante varios días seguidos sólo había ido a casa para dormir y ducharse, de que no había hablado con su esposa ni disfrutado de su bebé. Christopher había nacido en diciembre, su segundo hijo en tres años, pero Pellegrini no había ayudado mucho con el niño durante los últimos dos meses. Se sentía culpable por ello, pero también un poco aliviado. Al menos el bebé tenía a su esposa ocupada; Brenda tenía todo el derecho a decir que quería más que un marido ausente, pero, hasta el momento, entre dar de comer al bebé, cambiar pañales y todo lo demás, poco había dicho.
Su esposa sabía que estaba trabajando en el caso de Latonya Wallace, y en algún momento, en el plazo de un año, se había acostumbrado a los horarios de un inspector. De hecho, todo su hogar parecía orbitar alrededor de la niña. Una vez, cuando Pellegrini salía por la puerta un sábado por la mañana camino de la oficina por tercer fin de semana consecutivo, su hijo mayor corrió hacia él.
—Juega conmigo —dijo Michael.
—Tengo que ir a trabajar.
—Estás trabajando en lo de Latonya Wallace —dijo el niño de tres años.
A mediados de marzo, la salud de Pellegrini empezó a ceder. Tenía ataques de tos: unos hachazos profundos, peores que su habitual carraspera de fumador y que le acometían durante todo el día. Al principio culpó a los cigarrillos; luego culpó al decrépito sistema de ventilación del edificio de la policía. Otros inspectores le apoyaron rápidamente: olvídate de los cigarrillos, le dijeron, las fibras de asbesto que desprendían las capas de insonorización acústica de las paredes podían llegara matar a un hombre.
—No te preocupes, Tom —le dijo Garvey después de un pase de lista matutino—. Creo que el cáncer que te sale por respirar asbestos es lento y tarda en matar, así que tendrás tiempo de sobras para trabajar en el caso.
Pellegrini intentó reírse, pero un rasposo silbido terminó en un fuerte ataque de tos. Dos semanas después seguía tosiendo. Peor aún, le costaba levantarse de la cama y todavía más permanecer despierto en la oficina. No importa lo mucho que durmiera, se levantaba hecho polvo. Una rápida visita al médico no encontró causas obvias, y los demás inspectores, que eran todos psiquiatras de salón, no tardaron en echar la culpa de todo al expediente de Latonya Wallace.
Los veteranos del turno le aconsejaron que se olvidara de ese asesinato, que volviera a la rotación y cogiera un caso nuevo. Pero el apuñalamiento en el sureste sólo sirvió para cabrearle —todas aquellas discusiones y mala leche sólo para demostrar que un camello cualquiera de Perkins Homes apuñaló a un cliente que le debía veinte dólares—, y lo mismo había sucedido con el caso chupado del Centro Cívico, aquel en el que el empleado de mantenimiento había respondido a las quejas sobre lo mucho que tardaba en arreglar las cosas matando a su jefe.
—Sí, lo he matado a puñaladas —dice el tipo, cubierto de sangre de la víctima—. El me atacó primero.
¡Jesús!
Han violado y asesinado a una niña, y el inspector que tiene que resolver el caso está en otra parte de la ciudad poniéndole las esposas a los pájaros más imbéciles que uno pueda imaginarse. No, se dice Pellegrini a sí mismo, el remedio no es el siguiente caso, ni el que vendrá después.
El remedio está en su escritorio.
Cuando el turno de día termina y el resto de inspectores de D'Addario se dirigen a los ascensores, Pellegrini se queda en la oficina anexa pasando otra vez una a una todas las fotografías a color, revisando la colección entera una vez más.
¿Qué se le ha pasado por alto? ¿Qué se ha perdido? ¿Qué sigue guardándole en la avenida Newington?
Sosteniendo una de las fotografías directas del cuerpo, Pellegrini contempla un tubo de metal que está en la acera a unos pocos metros de la cabeza de la niña. No es la primera vez que lo ha visto y no será la última. Para Pellegrini, aquel detalle en particular ha pasado a simbolizar todo lo que ha funcionado mal en este caso.