Authors: David Simon
Un buen interrogador controla el entorno físico desde el momento en que un sospechoso o un testigo reticente es dejado en el pequeño cubículo para que se cueza un poco en aquel aislamiento insonorizado. La ley dice que a un hombre no se le puede retener contra su voluntad a menos que sea acusado de un crimen; sin embargo, los hombres y mujeres que acaban en las salas de interrogatorio casi nunca reflexionan sobre su estatus legal. Encienden cigarrillos y esperan, perdiendo la mirada en las cuatro paredes hechas de bloques de hormigón, en el cenicero sucio en el centro de una mesa anodina, en la pequeña ventana con un espejo y en una serie de conos acústicos manchados del techo. Los pocos que tienen el coraje de preguntar si están detenidos suelen ser contestados con otra pregunta:
—¿Por qué? ¿Es que quieres estarlo?
—No.
—Pues entonces siéntate otra vez, joder.
El control es el motivo por el cual se sienta a los sospechosos lo más lejos posible de la puerta de la sala de interrogatorios y el motivo también por el cual el interruptor de la luz sólo puede accionarse con una llave que siempre permanece en posesión de los inspectores. Cada vez que un sospechoso tiene que pedir o se le ofrece un cigarrillo, agua, café o ir al baño es un recordatorio de que ha perdido el control de la situación.
Cuando llega el inspector con el bolígrafo y las hojas y empieza el monólogo inicial al que cualquier potencial testigo o sospechoso es invariablemente sometido, tiene dos objetivos en mente: primero, enfatizar que es él quien controla completamente el proceso; segundo, impedir que el sospechoso diga nada. Porque si un sospechoso o testigo consigue decir que quiere un abogado, si pide claramente asesoría legal y se niega a contestar preguntas hasta recibirla, todo ha terminado.
Para evitarlo, un inspector no permite ninguna interrupción en su monólogo. Lo típico es que el discurso empiece con el inspector identificándose y anunciando que esto que tenéis que solucionar entre los dos es un marrón muy grande. A tu favor, sin embargo, está el hecho de que él, el inspector, es un hombre justo y razonable. Un gran tipo, de hecho; Pregunta a cualquiera que trabaje con él.
Si en este momento intentas hablar, el inspector te interrumpirá, diciéndote que tendrás oportunidad de hablar en breve. Ahora mismo, dirá invariablemente, necesitas saber de dónde vengo. Te informará entonces de que resulta que él es muy bueno en su trabajo, que ha tenido muy pocos casos sin resolver en su larga y notoria carrera, y que un buen puñado de gente que le mintió en esa misma habitación está ahora esperando su turno en el corredor de la muerte.
Control. Para mantenerlo, dices lo que tengas que decir. Luego lo repites una y otra vez hasta que es seguro detenerte, porque si tu sospechoso piensa, siquiera por un instante, que puede influir en el curso de los acontecimientos, puede que te pida un abogado.
En consecuencia, la advertencia Miranda se convierte en un obstaculo psicológico, un momento preñado de posibles dificultades que debe deslizarse cuidadosamente entre los meandros del interrogatorio. En el caso de los testigos, no es necesario realizar la advertencia, y un inspector puede interrogar a cualquiera que tenga conocimiento de un crimen, durante horas y sin necesidad de recordarle sus derechos. Pero si un testigo dijera de repente algo que pudiera indicar que está implicado en un delito, se convierte —según la definición de la Corte Suprema— en sospechoso, momento en el que debe advertírsele de sus derechos. En la práctica, la línea entre un potencial sospechoso y un sospechoso es muy fina, y es habitual encontrar en cualquier unidad de homicidios a un puñado de inspectores discutiendo en el pasillo frente a la puerta de una sala de interrogatorios sobre si es necesaria o no la advertencia Miranda.
El Departamento de Policía de Baltimore, como muchos otros, utiliza un formulario escrito para confirmar que un sospechoso ha sido advertido de sus derechos. En una ciudad en que nueve de cada diez sospechosos afirmarían, de otro modo, no haber recibido nunca esa advertencia, ese formulario se ha demostrado esencial. Más aún, los inspectores han descubierto que, en lugar de llamar la atención sobre Miranda, el formulario escrito difumina el impacto de la advertencia. Incluso mientras le alerta de los peligros de un interrogatorio, el formulario capta al sospechoso y lo implica en el proceso. Es el sospechoso quien tiene el bolígrafo y pone sus iniciales junto a cada parte de la advertencia y luego firma el formulario; es el sospechoso a quien se le pide que ayude con el papeleo. Con los testigos, los inspectores consiguen el mismo efecto con una ficha informativa que hace unas tres docenas de preguntas en rápida sucesión. Ese formulario no sólo incluye información valiosa para los investigadores —nombre, apodo, altura, peso, complexión, empresa, descripción de la ropa en el momento del interrogatorio, parientes que viven en Baltimore, nombres de padres, cónyuge, novio o novia—, sino que además acostumbra al testigo a la idea de contestar preguntas antes de que empiece el interrogatorio propiamente dicho.
Incluso si un sospechoso acaba pidiendo un abogado debe —al menos según la interpretación más agresiva de Miranda— pedirlo claramente:
—Quiero hablar con un abogado y no quiero responder preguntas hasta haber hablado con él.
Cualquier otra cosa deja espacio para que un inspector hábil maniobre. Las distinciones son sutiles y semánticas:
—Quizá debiera pedir un abogado.
—Quizá debieras. Pero ¿por qué ibas a necesitar un abogado si no tienes nada que ver con esto?
O:
—Creo que debería hablar con un abogado.
—Será mejor que lo pienses bien. Porque, si quieres un abogado, yo no voy a poder hacer nada más por ti.
Del mismo modo, si un sospechoso llama a un abogado y sigue respondiendo preguntas hasta que este llega, no se han violado sus derechos. Si llega el abogado, se debe avisar al sospechoso de que hay un abogado en el edificio, pero, si aun así desea continuar con el interrogatorio, nada exige que la policía permita al abogado hablar con su cliente. En breve, el sospechoso puede exigir un abogado, pero un abogado no puede exigir a un sospechoso.
Una vez se ha atravesado con éxito el campo minado que es Miranda, el inspector debe hacer saber al sospechoso que las pruebas existentes no dejan ninguna duda de su culpabilidad. Luego debe ofrecerle la salida.
También esto es una actuación y requiere un buen actor para que salga bien. Si un testigo o sospechoso es hostil, hay que agotarlo mostrándose más beligerante que él. Si el hombre muestra miedo, hay que ofrecerle calma y consuelo. Cuando parezca débil, debes parecer fuerte. Cuando quiera un amigo, haces un chiste y le ofreces invitarle a un refresco. Si se muestra confiado, tú todavía más, asegurándole que estás seguro de que es culpable y que sólo te despiertan curiosidad unos pocos detalles secundarios del crimen. Y si es arrogante, si no quiere participar en el proceso, intimídalo, amenázalo, hazle creer que hacerte feliz es lo único que puede evitar que acabe en la cárcel municipal de Baltimore.
Asesina a tu mujer, y un buen inspector casi se echará a llorar de verdad mientras te pone la mano en el hombro y te dice que sabe que la debiste querer mucho, que no sería tan difícil para ti hablar de ello si no la hubieras amado tanto. Mata a palos a tu hijo, y un inspector te pasara el brazo por el hombro en la sala de interrogatorios y te dirá que él mismo pega a sus hijos constantemente, que no ha sido culpa tuya que el chico fuera y se te muriera en brazos. Si disparas a un amigo por una mano de póquer, ese mismo detective te mentirá sobre el estado de tu difunto amigo, diciéndote que la víctima está estable en el Hopkins y que probablemente no presentará cargos, que no serían más que de agresión dolosa en el caso de que lo hiciera. Asesina a un hombre con un cómplice, y el inspector hará pasar a tu cómplice frente a la puerta abierta de la sala de interrogatorios donde estás tú, y luego entrará y te dirá que tu coleguilla se va a casa esta noche porque ha firmado una declaración que dice que fuiste tú quien apretó el gatillo. Y si ese mismo inspector cree que puede echarse un farol, te dirá que tienen tus huella en el arma o que hay dos testigos oculares que han identificado tu foto, o que la víctima, antes de morir, prestó declaración y dijo que tú eras quien la había atacado.
Todo lo cual vale en la calle. «Engaño razonable», lo llaman los tribunales. Después de todo, ¿qué hay más razonable que engañar a alguien que ha acabado con una vida humana y ahora miente sobre ello?
El engaño va a veces demasiado lejos, o al menos eso les parece a aquellos que no están familiarizados con el proceso. No hace mucho varios inspectores veteranos de homicidios de Detroit fueron reprendidos públicamente y disciplinados por sus superiores por usar la fotocopiadora de la oficina como polígrafo. Parece que los inspectores, al encontrarse con alguna declaración de dudosa veracidad, se dirigían en ocasiones a la fotocopiadora y cargaban tres hojas de papel.
«Verdad», decía la primera.
«Verdad», decía la segunda.
«Mentira», decía la tercera.
Luego el sospechoso era conducido a la habitación y se le decía que pusiera su mano en un lado de la máquina. Los detectives entonces le preguntaban al hombre su nombre, escuchaban la respuesta y apretaban el botón de copiar.
Verdad.
¿Y donde vives?
Verdad otra vez.
¿Y mataste o no mataste a Tater, disparándole en la calle como a un perro frente al número 1200 de la calle North Durham?
Mentira. Bueno, bueno: eres un cabrón mentiroso.
En Baltimore, los inspectores de homicidios leyeron los artículos que se publicaron en los periódicos sobre la polémica generada en Detroit, y se preguntaron por qué se había armado tanto escándalo. Usar la fotocopiadora como polígrafo era un truco muy viejo; se había intentado más de una vez en la sala de fotocopias del sexto piso. Gene Constantine, un veterano del turno de Stanton, en una ocasión le hizo pasar a un descerebrado la prueba de coordinación para conductores borrachos («Sigue mi dedo con los ojos, pero no muevas la cabeza... Ahora ponte a pata coja») y luego declaró que la actuación del hombre indicaba claramente que mentía.
—No has pasado la prueba —le dijo Constantine al tipo—. Estas mintiendo.
El sospechoso se lo tragó y confesó.
Las variaciones sobre este tema sólo tienen como límite la imaginación del inspector y su capacidad para sostener la pantomima. Pero todo farol tiene su riesgo, y un inspector que le dice a un sospechoso que se han encontrado sus huellas por toda la escena del crimen puede perderlo todo si el hombre sabe que llevaba guantes. Un fraude en la sala de interrogatorios es tan bueno como el material con el que se ha construido de hecho, tan bueno como idiota es el sospechoso—, y un detective que subestime a su presa o sobrestime su propio conocimiento del crimen perderá su credibilidad. Una vez un detective afirma tener conocimiento de un hecho que el sospechoso sabe con seguridad que es falso, el velo se rasga y es el investigador el que queda retratado como mentiroso.
Sólo cuando falla todo lo demás del repertorio, recurre un inspector a la ira. Puede que sea un espasmo limitado a una o dos frases bien escogidas, o una rabieta más larga aderezada con un portazo de la puerta de metal o tirando la silla al suelo al levantarse, quizá incluso pueda ser un cabreo representado como parte de un melodrama de poli bueno y poli malo, aunque esa rutina en particular se ha gastado mucho con los años. Los gritos deben ser lo bastante altos, idealmente, para sugerir la amenaza de violencia, pero lo bastante contenidos para evitar una demanda que pudiera poner en peligro la declaración: Dígale al tribunal por qué se sintió usted amenazado. ¿Le golpeó el inspector? ¿Intentó golpearle? ¿Amenazó con golpearle? No, pero dio un golpe en la mesa con la palma de la mano e hizo mucho ruido.
Oh, vaya. Se deniega la petición de no admitir la declaración.
Lo que no hará ningún buen inspector en esta época ilustrada en la que vivimos es pegar a un sospechoso, al menos no con el propósito de sacarle una confesión. Un sospechoso que intente agredir a un inspector de homicidios, que se comporte como un loco y golpee los muebles o que trate de evitar que le esposen recibirá los mismos concienzudos palos que se habría llevado en la calle, pero la agresión física no existe como parte del arsenal de armas de las que dispone el inspector durante el interrogatorio. En Baltimore ha sido así como mínimo durante los últimos quince años.
Dicho sencillamente, la violencia no vale la pena, no sólo por el riesgo de que la declaración obtenida sea luego considerada inadmisible en juicio, sino porque el inspector se juega su carrera y su pensión. El otro asunto en los casos en los que la víctima es un agente de policía o un familiar de un agente de policía. En esos casos, un buen inspector se anticipará a las acusaciones de brutalidad policial fotografiando al sospechoso después del interrogatorio, para demostrar que hay una ausencia total de lesiones y demostrar que cualquier paliza que el sospechoso recibiera luego de camino a la cárcel municipal no tiene nada que ver con la unidad de homicidios.
Pero esos son casos muy esporádicos. En la inmensa mayoría de los asesinatos hay pocas cosas que el inspector pueda tomarse personal mente. No conoce al fallecido, acaba de conocer al sospechoso y no vive ni remotamente cerca de la calle en la que ocurrió el acto violento. Desde esa perspectiva, ¿qué funcionario en sus cabales va a arriesgar toda su carrera para demostrar que la noche del 7 de marzo de 1988 en algún lugar de Baltimore Oeste olvidado de Dios, un camello llamado Stinky mató de un tiro a un drogata llamado Pee Wec porque le debía treinta y cinco dólares?
Aun así, los jurados de primera instancia siguen prefiriendo pensar de forma conspirativa e imaginan cuartos traseros con luces enfocadas a la cara del sospechoso al que le caen golpes en los ríñones sin que sepa por qué. Un inspector de Baltimore perdió un caso en una ocasión porque el acusado testificó que confesó porque dos inspectores le golpearon repetidamente con una guía telefónica. El inspector estaba aislado durante la declaración y no escuchó el testimonio. Cuando fue llamado a declarar, el abogado defensor le preguntó qué objetos había en la habitación durante el interrogatorio.
—La mesa. Las sillas. Unos papeles. Un cenicero.