Authors: David Simon
El porcentaje de resolución de asesinatos ha caído sistemáticamente en Baltimore durante los últimos siete años, del 84 por ciento de 1981 hasta el 73,5 por ciento que se registró en 1987. Por suerte para las carreras de varios altos mandos, el porcentaje de la unidad de homicidios no estuvo en ningún momento durante esa década por debajo de la media nacional de casos resueltos, que por descontado también ha caído: de un 76 por ciento en 1984 a un 70 por ciento en 1987.
La unidad de Baltimore ha mantenido su porcentaje gracias a su buena labor policial, y a una sutil manipulación del propio concepto del porcentaje. El que dijo que las falsedades se podían clasificar en mentiras, jodidas mentiras y estadísticas también podría haber añadido una categoría especial para las cifras vinculadas a los departamentos de policía. Cualquiera que pase más de una semana en la sección de investigación y planificación de un departamento de policía te dirá que el porcentaje de resolución de casos de asalto no significa que hayan arrestado a nadie, y que el incremento en la tasa de crímenes quizá no tenga mucho que ver con la ferocidad criminal, sino con el deseo del departamento de hacerse con un preciado aumento de presupuesto. El porcentaje de resolución de casos de asesinato es igual de vulnerable a las sutiles formas de manipulación que son ya habituales, y permitidaS según el protocolo del FBI para las denuncias y clasificación de estadísticas criminales.
Hay que tener en cuenta que un caso está cerrado tanto si llega a juicio como si no. Mientras haya alguien encerrado —ya sea durante una semana, o condenado a cadena perpetua—, el caso está resuelto. Si se retiran los cargos en el juicio preliminar por falta de pruebas, o el gran jurado no acusa al sospechoso, o el fiscal opta por desestimar el caso o clasificarlo en la bandeja de expedientes inactivos, o en la lista de pendientes, ese asesinato siguen contando como un crimen resuelto. Los inspectores tienen una frase para describir este tipo de casos resueltos: «A la bandeja y a otra cosa».
Además, las pautas de contabilización de casos federales también permiten que un departamento se anote un caso cerrado en el año anterior como un crimen resuelto en el año actual. Esto, claro, es como debería ser: la señal de una buena unidad de homicidios es que sea capaz de remontarse a casos antiguos, de uno a cinco años, y trabajar en ellos para resolverlos. El porcentaje de casos resueltos debería reflejar su encomiable persistencia. Por otra parte, las pautas federales no obligan a los departamentos a que incluyan el crimen cometido en las estadísticas del año actual, pues claramente se cometió en años anteriores. Así que, en teoría, una unidad de homicidios puede resolver noventa de cada cien casos nuevos, y luego cerrar veinte casos pendientes de años anteriores y lograr un porcentaje de resolución del 110 por ciento.
Estos entrañables juegos de manos hacen que el cierre del año se convierta en una aventura de carpintería estadística. Si el porcentaje es lo suficientemente alto, un responsable de turno o inspector jefe que sepa de qué va el asunto postergará la detención de un sospechoso de un caso desde diciembre hasta enero, para empezar el año siguiente con buen pie. Alternativamente, si el porcentaje es un poco bajo, quizá se conceda un periodo de gracia de entre una y tres semanas, durante las cuales las detenciones y carpetazos de expedientes de enero se atribuyan al mes de diciembre del año anterior. Los trucos de calendario pueden variar entre cinco y diez puntos el porcentaje de una unidad de homicidios, pero cuando la verdadera tasa se está hundiendo, no hay masaje estadístico que valga.
Este era el aprieto en que se encontraba D'Addario, y durante las últimas veinticuatro horas, iba de mal en peor. A sus inspectores les cayeron otros cinco asesinatos, uno de los cuales parecía pan comido. El Caso era de Kincaid: un tipo de cincuenta y dos años tirado en el suelo de un apartamento en la avenida Fulton. Tenía el cráneo aplastado, a resultas de una pelea con un jovenzuelo no identificado, que utilizó una plancha para demostrar esa ley de la física que dice que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio en el mismo instante. Las cosas empeoraron en el primer turno de la medianoche, cuando McAllister y Bowman acudieron a un incidente en el noreste, apenas horas antes de Bowman descubriera que su víctima de tres noches antes había estirado la pata en el Hospital Universitario. No había ni rastro de un sospechoso en ninguno de los dos casos. Fahlteich se enfrentó prácticamente al mismo problema esa noche, cuando atendió el aviso de un tiroteo con víctimas mortales en la avenida Wabash.
Todo esto sólo era el preludio del caso que luego resultaría el importante: habían encontrado el cuerpo de otro taxista en el bosquecillo de un parque, en el extremo noroeste de la ciudad. Como era el quinceavo asesinato de un taxista en ocho años, la muerte del empleado de Checker Cab fue considerada una bola roja, no sólo porque que da muy mal que una ciudad permita la caza libre de sus taxistas, sino también porque el fiambre era una mujer. Y la encontraron desnuda de cintura para abajo. Asesinada. Al noroeste de Baltimore.
Seis mujeres muertas en ese distrito desde diciembre, y todos los casos estaban pendientes. Los asesinatos de la zona noroeste no tenían ninguna relación: dos eran violaciones seguidas de asesinatos, con características muy distintas; otros dos eran crímenes relacionados con el tráfico de drogas; otro, resultado de una pelea, y este último parecía un robo y posible violación con resultado de muerte. Pero la acumulación de casos empezó a atraer la atención de los periodistas, y, por lo tanto, las mujeres muertas del distrito noroeste habían ascendido súbitamente de categoría y prioridad a los ojos de los altos mandos del departamento.
Como si reconociera su repentina vulnerabilidad, el propio D'Addario se desplazó a la escena del crimen del asesinato de la taxista. También el capitán. Por no mencionar al comandante del distrito Noroeste y al portavoz del departamento de policía. Donald Worden tenía el día libre, pero el resto de la brigada de McLarney atendió la llamada. Rick James era el inspector principal, y Eddie Brown, el investigador secundario. Aunque no tuviera al Gran Hombre en su equipo, James necesitaba sus horas extra como el aire que respiraba, y llevaba tiempo a la caza de un caso nuevo. Se había pasado tres semanas anclado en su mesa, cerca de la entrada de la oficina, maldiciendo las extensiones telefónicas, deseando fervientemente que la centralita le mandara un buen caso, una bola roja que durase horas y horas.
—¡Lo tengo! —gritaba una y otra vez, levantando el auricular del teléfono al primer tono. Y luego, con una expresión ennegrecida por la pobreza—: Edgerton, línea uno. Parece tu mujer.
Los antiguos griegos solían decir que los dioses castigan a un hombre concediéndole lo que quiere, y en Powder Mili Road, a James le tocó el caso de sus sueños, un hueso duro de roer. Boca abajo sobre un pasillo de madera había una mujer negra de unos treinta años que llevaba una chaqueta marrón con las etiquetas «Checker Cab» y «Karen» a ambos lados del pecho. No había bolso, cartera ni ninguna otra identificación; los zapatos, los pantalones y las bragas estaban a su lado. Tres horas después de descubrir el cadáver, una unidad del condado de Baltimore encontró también su coche, el vehículo 4 de Checker Cab, en el aparcamiento del jardín de un bloque en Owing Mills, a unos nueve o diez kilómetros al oeste del límite urbano. Lo encuentran porque ha sido abandonado con los intermitentes encendidos y ha llamado la atención de los vecinos. Cuando la unidad de homicidios llama a la compañía de taxis, los encargados confirman que ni el vehículo 4 ni su conductora, Karen Renee Smith, han sido vistos desde esa mañana a las nueve. La identificación definitiva del cadáver queda establecida poco después.
El asesinato de Karen Smith no se parecía en nada a los anteriores crímenes de la zona noroeste, pero defender esa sutil diferencia sería inútil especialmente frente a un estado de ánimo temperamental de los mandos del departamento. Un día después, el coronel ordena la entrada de nuevos efectivos, operativos especiales para cada uno de los expedientes abiertos sobre las mujeres asesinadas, al mismo tiempo que pugnan por evitar la menor sospecha sobre una hipotética falta de confianza en la unidad. En veinticuatro horas, una docena de agentes nuevos e inspectores de otras secciones del departamento se asignarán a la unidad de homicidios: dos por cada uno de los seis inspectores principales de los asesinatos de la zona noroeste. El anexo a la sala de interrogatorios se convertirá en un apretado centro de mando, con mapas y carteles, fotografías de las víctimas, bandejas de entrada y salida llenas del papeleo que genera la investigación. También habrá que imprimir hojas informativas en las que se solicita la cooperación del vecindario y se ofrece una recompensa para todo aquel que colabore. Se distribuirán por los lugares cercanos a la escena del crimen.
Los inspectores principales utilizarán los nuevos agentes para generar más información, encontrar más pistas y explorar nuevas líneas de investigación. Los asesinatos del noroeste son ahora su prioridad, y como no, tienen muy presente el primer artículo que inició la campaña, donde se sugería que los crímenes podrían ser fruto de un asesino en serie. Así que están especialmente alerta por si hay algún elemento que conecte los asesinatos entre sí.
Uno de los seis casos —el asesinato de Brenda Thompson, apuñalada hasta morir en la parte trasera de un Dodge a principios de enero— entra en conflicto con otro caso prioritario: el de Latonya Wallace. Harry Edgerton es el inspector principal del caso Thompson, y el secundario en el crimen de la niña. Así que el caso Thompson termina en manos de Bertina Silver.
Edgerton y su inspector jefe, Roger Nolan, discuten brevemente con D'Addario y con el capitán porque están en contra del cambio. Dicen que no sirve de nadie cambiar al inspector principal de un caso en mitad de la investigación, sólo para que parezca que se hace algo Edgerton se sabe al dedillo el contenido del expediente, quiénes son los implicados, y lo que es más importante, se ha pasado horas construyendo una relación de colaboración con su sospechoso más probable un joven camello que traficaba para Brenda Thompson y que le debía dinero. El chico ya se ha sometido a un par de sesiones de interrogatorio. Edgerton afirma que el asesinato de Thompson tuvo lugar hace un par de meses ya, y cualquier cosa que se les ocurra a los nuevos agentes puede hacerse dentro de unas tres o cuatro semanas, después de cerrar el caso de Latonya Wallace.
Edgerton tiene de su parte la sabiduría acumulada y la tradición de la unidad de homicidios; ambas sostienen que nadie conoce un asesinato mejor que el inspector que ha acudido a la escena del crimen. Sin embargo, los jefes no ceden. Un departamento de policía es un animal reactivo, y con la televisión y los periódicos ladrando acerca de un posible asesino en serie en la zona noroeste, la tradición y la sabiduría cotizan a la baja. El caso Thompson termina en manos de Bert Silver.
Si fueran tiempos más felices, Edgerton habría pedido personalmente a D'Addario que no le quitaran el caso, pero ahora el teniente tiene bastantes problemas, y sería inútil. Latonya Wallace, el paupérrimo porcentaje de casos resueltos, los asesinatos de mujeres sin resolver: todos son buenas razones para que la posición de D'Addario no sea la mejor. Ya ha tenido que reunirse una vez con el coronel y el adjunto Mullen para hablar del operativo del caso Latonya Wallace. Durante una hora, Jay Landsman se ha esforzado por resumir el trabajo de los inspectores y luego ha capeado todas las preguntas hasta que los jefes parecían haberse apaciguado. La reunión ha sido una pieza impecable del juego político del departamento, pero D'Addario sabe perfectamente que, a menos que pueda mejorar su porcentaje de casos resueltos, el despliegue informativo de Landsman no es más que un parche temporal.
Si D'Addario no hubiera tenido problemas con el capitán, la amenaza no sería tan grave. Pero desde hace un tiempo, un conflicto que llevaba meses latente ha estallado por fin. Sencillamente, el capitán no quiere que D'Addario sea uno de sus tenientes responsables de turno. Para D'Addario, la decisión de puentearlo en el caso de la calle Monroe vino a decirlo claramente. Y ahora que su porcentaje está por los suelos, el capitán puede utilizar eso para quitárselo de encima, a menos que D'Addario, como un gato con un canario entre dientes, se presente ante el coronel con una victoria lucida en alguno de los casos más importantes o al menos una señal que garantice que el porcentaje de casos resueltos remontará el vuelo. No importa nada que D'Addario lleve ocho años cumpliendo con su deber. El alto mando raramente piensa más allá de la última bola roja, y, por lo tanto, la jerarquía del departamento a menudo se expresa con esa intemporal pregunta de la política más práctica: ¿qué has hecho por mí últimamente?
Si el porcentaje baja y las bolas rojas caen, no importa lo que haga D'Addario con su turno. ¿Que sus inspectores y agentes reciben órdenes de llevar los casos siguiendo su propio criterio? Obviamente, es el ejemplo de un líder que hace hincapié en la confianza y la responsabilidad. ¿Que los inspectores jefe son los encargados de entrenar a los hombres, y mantener la disciplina? Pues muy bien, está claro que es un hombre que sabe delegar responsabilidades. ¿Que las horas extra están desbocadas y superan más del 90 por ciento de la cantidad presupuestada? Tranquilo, para hacer una tortilla, hay que romper algunos huevos. Pero si el porcentaje baja, la imagen del teniente se convierte en la de un monigote que no sabe dirigir ni disciplinar a sus hombres, un jefe que deja demasiado en manos de sus subordinados y un gestor incapaz de controlar los gastos.
En el turno de medianoche, poco antes del breve despliegue de oratoria del coronel, cinco o seis inspectores estaban sueltos por la oficina de administración, flotando en un mar de burocracia arrastrados por la avalancha fresca de casos nuevos. Eddie Brown, James, Fahlteich, Kincaid y Nolan: una buena cata transversal, una reunión de veteranos que habían visto de todo, bueno y malo, en la unidad de homicidios. Inevitablemente, la conversación terminó recayendo en si ese año iría a peor o remontaría. Algunos decían que acabaría empatado, que por cada puñado de casos chupados había otros tantos fiambres fríos esperando Para equilibrar las cosas. Otros señalaban que el porcentaje no sería tan bajo si el turno se hubiera preocupado de guardarse algunos casos de diciembre para mejorar las cifras del año en curso. Sin embargo, lo cierto era que ninguno de los inspectores presentes recordaba un porcentaje de casos resueltos tan bajo como del 36 por ciento.