Authors: David Simon
—Así que se echó sobre ti, ¿no?
—Sí, se echó sobre mí.
Pues acostúmbrate a las habitaciones pequeñas, colega, porque estás a punto de entrar en la tierra perdida de la detención preventiva. Porque una cosa es ser una mierdecilla asesina del sureste de Baltimore y otra muy distinta ser, además, un imbécil, y con cinco simples palabras te has elevado al rango superior de los auténticamente idiotas.
Fin de trayecto, amigo. Final del partido. Ya está todo hecho. Y si el inspector de policía no estuviera tan ocupado poniendo sobre el papel tus endebles chorradas, probablemente te miraría a los ojos y te lo diría él mismo. Te daría otro cigarrillo y te diría, hijo, eres la ignorancia personificada y acabas de incriminarte en el apuñalamiento mortal de otro ser humano. Puede que incluso te dijera que los testigos que tiene en las otras habitaciones están tan borrachos que no pueden ni identificar su reflejo en el espejo y mucho menos al chico que tenía el cuchillo, o que es muy difícil que el laboratorio saque una huella latente de la empuñadura de un cuchillo o que tus deportivas de noventa y cinco dólares están tan limpias como el día en que las compraste. Si se sintiera particularmente hablador, puede que dijera que todo el que se marcha esposado de la unidad de homicidios lo hace acusado de asesinato en primer grado y que son los abogados y no los inspectores los que deciden qué trato se puede o no se puede hacer. Puede que continuara diciendo que después de todos estos años investigando homicidios todavía hay una pequeña parte de él que no entiende cómo puede ser que alguien abra la boca en un interrogatorio policial. Para ilustrar lo que quiere decir, podría levantar tu formulario 69, en el que has renunciado a todos y cada uno de tus derechos, y decir:
—Mira aquí, cabeza de chorlito, te he dicho dos veces que estabas hasta el cuello de mierda y que todo lo que dijeras te iba a hundir todavía más.
Y si este mensaje todavía estaba de algún modo más allá de tu capacidad de comprensión, podría arrastrar tu pellejo de vuelta al pasillo del sexto piso, donde está el letrero que dice «Unidad de Homicidios», en grandes letras mayúsculas blancas, el mismo que viste cuando saliste del ascensor.
Ahora haz un esfuerzo y piensa un poco. ¿Quién vive en una unidad de homicidios? Sí, exacto. ¿Y qué hacen los inspectores de homicidios para ganarse la vida? Sí, colega, premio. ¿Y qué has hecho tú esta noche? Has asesinado a una persona.
Así que, cuando has abierto tu bocaza, ¿en qué coño estabas pensando?
A los inspectores de homicidios de Baltimore les gusta imaginar una pequeña ventana abierta en la parte superior de la pared larga de la sala de interrogatorios. O, más concretamente, les gusta imaginar que sus sospechosos imaginan una pequeña ventana abierta en la parte superior de la pared larga. La ventana abierta es la escotilla de escape, la salida. Es la representación perfecta de lo que todo sospechoso imagina cuando abre la boca durante un interrogatorio. Hasta el último de ellos se imagina respondiendo a las preguntas con la combinación perfecta de coartada y excusas; hasta el último de ellos se imagina dando con las palabras adecuadas y luego escalando hasta la ventana y yéndose a casa para dormir en su propia cama. Lo más normal es que un hombre culpable esté buscando la salida desde los primeros momentos del interrogatorio; en ese sentido, la ventana es tanto la fantasía del sospechoso como un espejismo que crea el inspector.
El efecto de esa ilusión es profundo y distorsiona la natural hostilidad entre la presa y el cazador, transformándola hasta que parece una relación más simbiótica que antagónica. Esa es la gran mentira, y cuando los papeles se interpretan perfectamente, el engaño es supremo y se convierte en una manipulación y, en último término, en una traición. Porque lo que ocurre en una sala de interrogatorios es, desde luego, poco más que una obra de teatro, una actuación coreografiada que permite que un inspector y su sospechoso encuentren un terreno común donde no existe ninguno. Allí, en un purgatorio cuidadosamente controlado, los culpables proclaman sus crímenes aunque raramente de forma que les permita arrepentirse o se parezca a una admisión inequívoca de culpa.
En realidad la catarsis en la sala de interrogatorios ocurre sólo para unos pocos sospechosos, habitualmente los que han cometido asesinatos domésticos o han abusado de niños, en los que los remordimientos pesan como el plomo y aplastan a cualquiera que no esté hecho a su crimen. Pero la mayor parte de los hombres y mujeres que son traídos a la central no tienen el menor interés en la absolución. Ralph Waldo Emerson apuntó acertadamente que, para los que lo cometen, el acto de asesinar «no es tan ruin como lo presentan los poetas y los novelistas; no le perturba ni lo aparta de sus quehaceres cotidianos». Y aunque Baltimore Oeste está a un universo o dos de distancia del pueblecito del Massachusetts del XIX de Emerson, su observación todavía es vigente. Muchas veces el asesinato no perturba a un hombre. En Baltimore, habitualmente ni siquiera le arruina el día.
En consecuencia, a la mayoría de aquellos que reconocen su complicidad en un asesinato, los detectives deben atraerlos con un cebo más tentador que la penitencia. Deben creer que su crimen no es realmente un asesinato, que su excusa se acepta y es única, que, con la ayuda del inspector, se los considerará menos malvados de lo que son en realidad.
A algunos se los lleva a esa conclusión no verbalizada sugiriéndoles que actuaron en defensa propia o que fueron provocados. Otros caen presa de la noción de que son menos culpables que sus colegas —Yo sólo conduje el coche o vigilé mientras robaban, yo no fui el que disparó, oh, sí, la violé, pero me aparté en cuanto los otros empezaron a estrangularla—, ignorantes de que la ley de Maryland estipula que todos los participantes en un delito deben ser acusados de lo mismo que el que lo perpetró. Otros sucumben a la idea de que conseguirán un mejor trato colaborando con los inspectores y admitiendo una cantidad licitada de culpa. Y a muchos de los que no se puede hacer saltar por el precipicio de la autoincriminación se los puede convencer para que den coartadas, nieguen cosas o den explicaciones, afirmaciones que pueden ser comprobadas y recomprobadas hasta que sus mentiras de sospechoso se convierten en la mayor amenaza contra su libertad.
Por todos esos motivos, los profesionales no dicen nada. No dan coartadas. No dan explicaciones. No expresan consternación ni niegan categóricamente nada. A finales de la década de 1970, cuando hombres que se llamaban Dennis Wise y Vernon Collins competían cuerpo a cuerpo para ser el principal asesino a sueldo de Baltimore y no se podía encontrar ningún testigo que quisiera declarar contra ninguno de los dos, la situación llegó a un punto en que tanto los inspectores como los sospechosos se sabían la rutina:
Entrar en la habitación.
Miranda.
¿Algo que decir esta vez, Dennis?
No, señor. Sólo llame a mi abogado.
Muy bien, Dennis.
Salir de la habitación.
Un abogado hará entender a cualquiera que tenga experiencia con la maquinaría de la justicia criminal que lo mejor es callar. La reiteración y la familiaridad que adquieren con el proceso pronto colocan a los profesionales más allá del alcance de un interrogatorio policial. Y, sin embargo, más de dos décadas después de los hitos que fueron las sentencias de los casos Escobedo y Miranda, todos los demás parecen extrañamente dispuestos a colocarse en una situación de peligro. Como resultado, la misma comunidad de agentes de la ley que había considerado la sentencia de Miranda en 1966 como el golpe de gracia a las investigaciones criminales había acabado por considerar la explicación de los derechos del acusado como una parte rutinaria del proceso, como si fuera otro de los muebles de la comisaría, cuando no como una influencia civilizadora para el trabajo policial.
En una época en que las palizas y las intimidaciones físicas eran herramientas comunes de investigación, las sentencias Miranda y Escobedo fueron pronunciadas por el más alto tribunal de la nación para asegurar que las confesiones y declaraciones de los delincuentes fueran totalmente voluntarias. La resultante advertencia Miranda era «una herramienta de protección para acabar con la atmósfera coercitiva del interrogatorio», como escribió el presidente de la Corte Suprema, el juez Earl Warren, reflejando la opinión de la mayoría del tribunal. Los investigadores tendrían que asegurar a los ciudadanos sus derechos a permanecer en silencio y a disponer de asesoría legal, no sólo en el momento del arresto, sino también en el momento en que se pudiera considerar a la persona como un sospechoso sometido a interrogatorio.
La respuesta de los líderes de las fuerzas de la ley de la nación a Miranda fue una auténtica jeremiada, una protesta universal que afirmaba que, si se hacían esas advertencias, sería casi imposible obtener confesiones y se conseguirían muchas menos condenas. Y, sin embargo, esas previsiones pronto se demostraron falsas por el sencillo motivo de que esos mismos líderes —y también la Corte Suprema— subestimaron la creatividad y los recursos de los inspectores de policía.
Miranda es, sobre el papel, un gesto noble que declara que los derechos constitucionales se aplican no sólo en el foro público que son los tribunales, sino también en los rincones más privados de las comisarías Miranda y las sentencias en el mismo sentido que la acompañaron establecieron una noción uniforme de los derechos del acusado y pusieron fin de forma efectiva al uso de la violencia y de la intimidación física más flagrante durante los interrogatorios. Eso, por supuesto, fue una bendición. Pero si la sentencia Miranda fue, además, un intento de «acabar con la atmósfera coercitiva» de un interrogatorio, entonces fracasó miserablemente.
Y gracias a Dios que fracasó. Porque no hay forma que en términos normales del discurso humano se pueda calificar ninguna confesión de un criminal como verdaderamente voluntaria. Con muy raras excepciones, una confesión siempre es extraída, provocada y o sacada mediante manipulación de un sospechoso por un inspector que ha sido entrenado en un arte auténticamente engañoso. Esa es la esencia del interrogatorio, y quienes creen que una conversación directa entre un policía y un criminal —una conversación desprovista de toda traición— va a resolver un crimen son mucho más que ingenuos. Si el proceso del interrogatorio es, desde un punto de vista moral, despreciable, es también, sin embargo, imprescindible. Si se le priva de la posibilidad de interrogar a un sospechoso y de carear a sospechosos y testigos o cotejar sus declaraciones, al detective sólo le quedan las pruebas físicas que, en la mayoría de los casos, son muy poca cosa. Si no se le concede a un inspector la oportunidad de manipular la mente del sospechoso, un montón de malas personas simplemente quedarían en libertad.
No obstante, todos los abogados defensores saben que no hay ninguna buena razón para que un hombre culpable le diga absolutamente nada a un agente de policía, como un abogado le dirá a cualquier sospechoso que tenga el buen juicio de llamarlo. Eso, por supuesto, pondrá fin al interrogatorio. Una sentencia que, en consecuencia, requiere que un inspector —el mismo inspector que está trabajando duro para embaucar al sospechoso— se detenga abruptamente y garantice al hombre su derecho a terminar el proceso sólo puede ser calificada de acto de esquizofrenia institucional. La advertencia Miranda es como un árbitro que abre una pelea en un bar: sus severos avisos de que los golpes deben ser por encima de la cadera y de que no debe haber golpes bajos no guardan relación con el caos que se desencadena.
Y, sin embargo, ¿cómo podría ser de otro modo? Al poder judicial le resultaría extremadamente sencillo asegurarse de que ningún sospechoso de un crimen renunciara a sus derechos en una comisaría de policía. Bastaría con exigir la presencia de un abogado en todo momento. Pero una garantía tan tajante de los derechos individuales pondría fin al uso del interrogatorio como arma de investigación, y provocaría que más crímenes quedaran sin resolver y muchos más hombres y mujeres culpables escaparan al castigo. En vez de ir por ahí, se ha llegado a un compromiso en el que los ideales se han comprometido cuidadosamente sin coste para nadie excepto para la integridad del investigador de policía.
Después de todo son los abogados, los grandes pactistas de nuestra era, los mismos que han establecido este compromiso, los que consiguen no mancharse las manos en los tribunales, donde los derechos y el proceso son respetados fielmente. Es el inspector quien tiene el papelón de lanzar ese cañonazo de aviso frente a la proa del sospechoso, garantizando unos derechos a un hombre al que acto seguido procederá a intentar engañar para que renuncie a ellos. En ese sentido, Miranda es un símbolo y poco más, una salva disparada por una conciencia colectiva que no puede reconciliar sus ideales libertarios con lo que necesariamente tiene que ocurrir en una sala de interrogatorios de la policía. Nuestros jueces, nuestros tribunales, nuestra sociedad como un todo, exigen al mismo tiempo que se respeten escrupulosamente los derechos y que se castiguen los crímenes. Y todos nosotros estamos decididos a mantener la ilusión de que ambas cosas pueden conseguirse en la misma pequeña habitación. Es muy triste pensar que esta hipocresía es la necesaria creación concebida por nuestras mejores mentes legales, que parecen pensar en el proceso del interrogatorio como los demás pensamos en la salchicha del desayuno: la queremos ver en nuestro plato con huevos y pan tostado, pero no nos interesa demasiado saber cómo se fabrica.
Atrapado en esta contradicción, un inspector hace su trabajo de la única manera posible. Sigue los requisitos de la ley al pie de la letra, o lo bastante fielmente como para no poner en peligro su caso. Y con el mismo cuidado, ignora el espíritu y la intención de la ley. Se convierte en un vendedor, en un timador tan ladrón y embaucador como cualquier hombre que venda coches usados o revestimiento exterior de aluminio. Más aún, de hecho, si se tiene en cuenta que vende largas estancias en la cárcel a clientes que no necesitan realmente ese producto.
El fraude que dice que, de algún modo, al sospechoso le interesa hablar con la policía será siempre el catalizador de cualquier interrogatorio a un criminal. Es una ficción que se edifica contra el peso mucho mayor de la propia lógica y se sostiene durante horas y horas sin otro soporte que la capacidad de un inspector para controlar su sala de interrogatorios.