Authors: David Simon
—¿Había una guía telefónica en la habitación?
El detective pensó sobre ello y recordó que sí, que habían utilizado una guía telefónica para comprobar una dirección.
—Sí—reconoció—. Una guía de páginas amarillas.
Cuando el abogado defensor miró complacido al jurado, el policía comprendió que algo iba mal. Después del veredicto de no culpable, el inspector juró que nunca más empezaría un interrogatorio sin haber quitado todos los objetos innecesarios de la habitación.
El paso del tiempo también puede perjudicar la credibilidad de una confesión. En la privacidad de la sala de interrogatorios hacen falta horas de prolongado esfuerzo para romper a un hombre hasta el punto en que esté dispuesto a admitir un acto criminal; sin embargo, llega un momento en que esas mismas horas pueden empezar a hacer dudar de la misma confesión. Incluso bajo las mejores condiciones, se requieren de cuatro a seis horas de investigación para hacer que un sospechoso confiese, y entre ocho y doce horas pueden justificarse siempre que al hombre se le dé de comer y se le permita usar el baño. Pero después de que un sospechoso haya pasado más de doce horas en una habitación aislada sin haber recibido asesoría jurídica, incluso un juez que simpatice con los inspectores dudará sobre si considerar su confesión verdaderamente voluntaria.
¿Y cómo sabe un inspector que tiene al culpable? Nerviosismo, miedo, confusión, hostilidad, una historia que cambia o se contradice…, todo ello son signos de que un hombre que se encuentra en una sala de interrogatorios está mintiendo, particularmente a ojos de alguien tan susceptible como un inspector. Por desgracia, esas son las mismas señales que emite un ser humano en una situación de mucha angustia, que es mas o menos en la se encuentra la gente cuando la acusan de un crimen capital. Terry McLarney bromeó en una ocasión diciendo que la mejor manera de perturbar a un sospechoso sería colgar en las tres salas de interrogatorio una lista escrita de las conductas que indican engaño:
Falta de cooperación.
Demasiada cooperación.
Habla demasiado.
Habla muy poco.
Su historia cuadra perfectamente.
La caga al contar su historia.
Parpadea demasiado y evita el contacto visual.
No parpadea y mira fijamente.
Y aunque las señales a lo largo del camino son ambiguas, el momento crítico es inconfundible, ese instante de luz al final del túnel en que un hombre culpable está a punto de rendirse. Después de que haya firmado con sus iniciales todas las páginas de la declaración y se quede solo en el cubículo, solamente le quedará el agotamiento y, en algunos casos, la depresión. Si llega al punto de ensimismarse melancólicamente, puede incluso que intente suicidarse.
Pero eso es el epílogo. La cresta emotiva de la culpabilidad de un hombre viene en esos momentos fríos antes de que abra la boca y se lance a por la salida. Justo antes de que un hombre renuncie a la vida y la libertad en una sala de interrogatorios, su cuerpo reconoce la derrota: ojos vidriosos, mandíbula caída, el cuerpo apoyado contra la pared o borde de la mesa más cercanos. Algunos reposan la cabeza sobre la superficie de la mesa para calmarse. Otros se ponen físicamente enfermos y se tocan el estómago como si el problema fuera digestivo; unos pocos llegan a vomitar.
En el momento crítico, los inspectores le dicen a sus sospechosos que están enfermos de tanto mentir y esconderse. Les dicen que ha llegado el momento de pasar página y que se empezarán a sentir mejor en cuanto empiecen a decir la verdad. Sorprendentemente, la mayoría de los sospechosos se lo cree de verdad. Mientras se lanzan hacia la repisa de aquella alta ventana, se creen hasta la última palabra del dlscurso.
—Se te echó encima, ¿verdad?
—Sí, se me echó encima.
La salida es lo que te encierra.
—Sesenta y cuatro-treinta y uno.
Garvey escucha durante diez segundos el silencio y luego aprieta el micro una segunda vez:
—Sesenta y cuatro-treinta y uno.
Más estática. El detective sube el volumen de la radio del Cavalier y entonces se inclina para comprobar en qué canal está puesta. El canal 7, como debe ser.
—Sesenta y cuatro-treinta y uno —dice de nuevo. Y, antes de soltar el botón, añade un mucho menos reglamentario—: Hola, yujuu… ¿Hay alguien en casa en el distrito Oeste? Holaaa…
Kincaid se ríe desde el asiento del pasajero.
—Sesenta y cuatro-treinta y uno —repite el operador, dándose por enterado de la llamada del inspector farfullando de una forma que da a entender que está ligeramente molesto. Es un hecho público y notorio que los asignados a una unidad de comunicaciones de la policía son seleccionados con el mayor esmero para garantizar que suenen como si se hubieran pasado un mes entero viendo torneos de bolos por televisión. Quizá sea el trabajo o el tono metálico que da la propia transmisión, pero la voz del típico operador de la policía se queda en un tono que está a medio camino entre el tedio y la muerte lenta. En Baltimore, al menos, el mundo no terminará con una explosión, sino con la voz ausente, monótona y distraída de un funcionario de cuarenta y siete años que le preguntará a una unidad de agentes por el diez-veinte de aquella nube en forma de seta y luego le asignará al incidente un número de denuncia de siete dígitos.
Garvey aprieta de nuevo el micrófono:
—Sí, estamos en tu distrito y vamos a necesitar uniformes para un documento —dice— y también un agente de la unidad de drogas en Calhoun y, ah, Lexington.
—Diez-cuatro. ¿Cuándo los necesitas?
Increíble. Garvey suprime el impulso de preguntar si el fin de semana después del Primero de Mayo le va bien a todo el mundo.
—Los necesitamos tan rápido como sea posible.
—Diez-cuatro. ¿Puedes repetirme tu diez-veinte?
—Calhoun y Lexington.
—Diez-cuatro.
Garvey devuelve el micrófono de la radio a su soporte de metal y se de nuevo tranquilamente en el asiento del conductor. Se baja las anchas gafas por el puente de la nariz y comienza a frotarse sus ojos marrones con un pulgar y el índice. Las gafas son un accesorio inconciente. Sin ellas Garvey tiene el aspecto de un policía de Baltimore; con ellas a todo el mundo le parece el empresario como Dios manda que su padre siempre quiso que fuera.
El aspecto de Garvey es, en conjunto, decididamente empresarial: traje azul oscuro, camisa de vestir azul, una corbata de rayas republicanas azules y rojas y unos zapatos Boston bien abrillantados, un atuendo de empresario que se completa con un maletín marrón oscuro que viaja entre su casa y la oficina, lleno de expedientes e informes. Elegante y discreta, esa ropa cubre un cuerpo a primera vista igual de corriente. Como su cuerpo, la cara del inspector es larga y delgada, con un bigote bien afeitado y una alta frente que asciende a un cabello negro cuidadosamente peinado y que empieza a ralear.
Excepto por el pequeño bulto que el revólver del .38 le produce en un lado de la cadera por detrás, Garvey apesta a director comercial o, en un día en que se haya puesto su traje de rayas, a vicepresidente de márquetin. Al encontrárselo por primera vez, un visitante que llegara a la unidad de homicidios sin saber nada podría confundir a Garvey con un miembro del departamento de planificación y desarrollo de la policía, un directivo de grado medio que en cualquier momento se podía poner a mostrar diagramas y previsiones trimestrales sacadas de su maletín y explicar que los asesinatos domésticos o por robos habían descendido, pero que los futuros de droga iban a seguir subiendo durante todo el último trimestre. Esta imagen, por supuesto, se venía abajo en cuanto el señor Limpio abre la boca y habla en el estilo habitual de la unidad. Para Garvey, igual que para casi todos los inspectores de la unidad, las obscenidades salen de sus labios con ese ritmo de será-cabrón- hijo-de-puta, que, superpuesto al fondo de violencia y desesperación, se convierte en una especie extraña de poesía.
—¿Dónde están esos putos uniformes? —dice Garvey, subiéndose las gafas y mirando en ambas direcciones y luego a Calhoun—. No quiero pasarme todo el puto día en el registro de esta casa.
—Ha sonado como si hubieras despenado al cabrón del operador —dice Kincaid desde el asiento del pasajero—. Ahora será él quien esté intentando despertar a otro pobre mamón.
—Bueno —dice Garvey—, un buen agente de policía nunca tiene frío ni está cansado ni pasa hambre ni se moja.
El credo del patrullero. Kincaid se ríe y luego abre de golpe la puerta del pasajero y sale un momento a estirar las piernas por la acera. Dos minutos más transcurren antes de que un coche patrulla, a continuación un segundo, y luego un tercero, se detengan detrás del Cavalier. Tres uniformes se reúnen en la esquina y charlan brevemente con los inspectores.
—¿Sabe alguien dónde está vuestro agente de la unidad de estufacientes hoy? —pregunta Garvey. Ayudaría tener por allí a la unidad de lucha contra la droga del distrito si en el registro se encuentra droga, aunque sea por la simple y egoísta razón de que presentar narcóticos al departamento de control de pruebas, aunque sea en pequeñas cantidades, es una auténtica tortura.
—El operador dice que no están disponibles —dice uno de los agentes, el que había llegado primero al cruce—. Al menos no antes de una hora.
—Entonces que los jodan —dice Garvey—. Pero alguien de aquí va a tener entonces que presentar las drogas que encontremos ahí dentro.
—Bueno, entonces mejor que no encontremos ninguna —dice el compañero del primer agente que ha hablado.
—Bueno, me gustaría que nos las lleváramos si las encontramos, para tener algo de lo que acusar al tipo —dice Garvey—. Normalmente no me importaría…
—Yo cogeré las drogas —dice el segundo patrullero—. De todas formas tenía que ir a la central.
—Eres todo un caballero —dice el tercer uniforme, sonriendo—. No me importa lo que los demás digan de ti.
—¿Qué casa es? —pregunta el primer agente.
—La quinta del lado norte de la calle.
—¿Tres-siete?
—Sí, hay una familia dentro. Madre, hija y un joven llamado Vincent. El es el único que podría dar problemas.
—¿Vamos a arrestarlo?
—No, pero si está ahí hay que llevarlo a la central. Estamos aquí para registrar y confiscar.
—Entendido.
—¿Quién de vosotros se encarga de la parte de atrás de la casa? —pregunta Garvey.
—Yo me encargo.
—Vale, entonces vosotros dos con nosotros por la puerta principal.
—Ajá.
—Pues vamos.
Y entonces los hombres del distrito vuelven a sus coches y conducen doblando la esquina y entrando en Fayette. El primer coche rodea la manzana y entra por el callejón trasero que lleva a la parte de atrás de la casa adosada, los otros dos frenan frente a los escalones de entrada con el Cavalier entre ambos. Garvey y Kincaid corren con los jóvenes patrulleros hacia los escalones de mármol.
Si tuvieran una orden de detención, si Vincent Booker estuviera acusado de los asesinatos de su padre y de Lena Lucas, los inspectores llevarian puestos sus chalecos antibalas y las pistolas desenfundadas, y la puerta de la casa de Vincent o bien se abría a la primera llamada, o bien iría al suelo destrozada por el ariete de acero o la bota de un policía. También si la orden de registro la hubiera escrito un inspector de narcóticos, la incursión habría sido un acto de violencia controlada. Pero en este momento no hay ningún motivo para creer que Vincent Booker tenga intención de hacer nada desesperado. Tampoco es probable que las pruebas que se buscan en este caso puedan ser tiradas por la taza del váter.
Los fuertes golpes en la puerta hacen que acuda una chica joven.
—Policía. Abran.
—¿Quién anda ahí?
—Agentes de policía. Abre la puerta ahora mismo.
—¿Qué hacen aquí? —pregunta la chica, enfadada, entreabriendo la puerta. El primer policía de uniforme abre la puerta del todo y el resto pasa junto a la chica.
—¿Dónde está Vincent?
—Arriba.
Los agentes de uniforme corren hacia arriba por la escalera y se encuentran con un joven larguirucho y sorprendido en el rellano del segundo piso. Vincent Booker no dice nada y acepta las esposas sin protestar, como si se hubiera preparado para este momento desde hacía tiempo.
—¿Y por qué queréis arrestarlo? —grita la chica—. Se supone que deberíais arrestar al hombre que mató a su padre.
—Cálmate —dice Garvey.
—Pero ¿por qué os lo lleváis?
—Relájate, por favor. ¿Dónde está tu madre?
Kincaid señala hacia la habitación de en medio del primer piso. La matriarca del clan Booker es una mujer frágil y diminuta que se sienta en una esquina de un gastado sofá con tapicería de flores estampadas. Está viendo cómo gente guapa se empareja y se separa en una televisión en blanco y negro. Sobre el ruido de fondo de un culebrón, Garvey se presenta, muestra la orden de registro y explica que tienen que llevarse a Vincent a la central.
—No sé nada de todo eso —dice ella, apartando el papel con un gesto.
—Esto dice que podemos registrar la casa.
—¿Por qué quieren registrar mi casa?
—Está escrito en la orden de registro.
La mujer se encoge de hombros.
—No sé por qué tienen ustedes que registrar mi casa para nada.
Garvey se rinde y deja una copia de la orden sobre una mesilla. Arriba, en la habitación de Vincent Booker se abren todos los cajónes y se giran los colchones. A estas alturas, Dave Brown, el inspector principal en el asesinato Booker, ya ha llegado, y los tres inspectores mueven lenta, metódicamente por la habitación. Brown destripa el ropero del chico mientras Garvey empieza a golpear todos los maderos del techo hacia arriba, para ver si hay objetos escondidos sobre ellos Kincaid desmonta el armario, deteniéndose sólo para hojear una revista escondida en el estante superior.
—Esta no la ha usado mucho —dice Kincaid, riéndose—. Sólo hay dos páginas enganchadas.
Encuentran el filón de oro poco después de quince minutos, al levantar el somier contra la pared y ver debajo una caja de metal de pescador. Garvey y Brown empiezan a probar con todos los llaveros que han descubierto en el registro, buscando cualquier cosa que pueda encajar en el pequeño candado.
—Es esta de aquí.
—No, es demasiado grande.
—¿Y la de color marrón que está al lado?