Authors: David Simon
—¿Así que has sacado al fiambre equivocado? —le dice un inspector del turno de Stanton, que está haciendo horas extras porque tiene un juicio— ¿Quién es el infeliz?
—Un bastardo que se llama Eugene Dale.
—¿Eugene Dale?
—Ajá.
—¿D-A-L-É?
Waltemeyer asiente.
El otro inspector señala al tablero y a los dos nombres apuntados en la sección de Roger Nolan.
—Es el nombre del sospechoso de Edgerton.
—¿Quién?
—Eugene Dale.
—No lo entiendo —dice Waltemeyer, confundido.
—El tipo que Edgerton detuvo por matar a la niña —dice el inspector—. Tiene el mismo nombre que el fiambre que has desenterrado.
Waltemeyer mira el tablero.
—Eugene Dale —repite, leyendo las letras escritas en tinta negra— Joder.
—¿Dónde está Edgerton ahora? —pregunta el otro inspector.
—Hoy tiene el día libre —dice Waltemeyer, absorto en sus pensamientos. ¿Qué coño importa quién es el muerto? No es Rayfield Gilliard, eso seguro. Waltemeyer escucha impasible mientras el otro inspector llama a Edgerton y le empieza a dar los detalles.
—Harry, ¿tu sospechoso era júnior no se qué, verdad? ¿Se llamaba Eugene Dale Jr., o Eugene Dale III o algo así?
El otro inspector asiente, mientras escucha la respuesta. Waltemeyer no oye la conversación pero puede imaginarse la confusión de Edgerton.
—Y el padre de Dale murió hace poco… Sí, en febrero o por ahí… De acuerdo, sí… Bueno, Harry, pues no te lo vas a creer pero Waltemeyer acaba de exhumar al padre de tu sospechoso y los carniceros de la morgue le han hecho una autopsia… No, no bromeo.
Bueno, basta, se dice Waltemeyer mientras se va a por café. No voy a quedarme aquí aguantando este pitorreo todo el día. No importa que Edgerton esté al otro lado de la línea, escuchando el relato de la extraña coincidencia e imaginándose otro viajecito a la cárcel. No importa que Edgerton se imagine una conversación con el joven Dale, en la que le dice que el Departamento de Policía de Baltimore ha exhumado a su padre y le ha abierto en canal por la sencilla razón de que su hijo mató a una niñita y mintió sobre lo que había hecho. No importa que un inspector del turno de Stanton se vaya corriendo al escritorio de Mark Tomlin, y le cuente la aventura de Waltemeyer en el cementerio, para que Tomlin pueda dibujar una de sus caricaturas y colgarla en la pared de la sala de café. Todo eso no importa nada.
Esto no tiene gracia, piensa Waltemeyer.
Deja al otro inspector hablando con Edgerton. Va a por un Cavalier y regresa a Monte Sión.
—¿Otra vez por aquí? —le saluda un enterrador en la entrada de Hollins Ferry.
—Otra vez —replica Waltemeyer—. ¿Dónde puedo encontrar al señor Brown?
—Está en la oficina.
Waltemeyer se dirige hacia la pequeña cabaña del enterrador, que hace las veces de despacho. El encargado está saliendo, y se encuentran a medio camino.
—Señor Brown, usted y yo tenemos que hablar —dice Waltemeyer, mirando el suelo.
—¿Qué pasa?
—Es por que el cuerpo que hemos desenterrado esta mañana…
—¿Qué pasa con él?
—Era el cadáver equivocado.
El encargado ni parpadea.
—¿Equivocado? ¿Y cómo lo han sabido? —pregunta.
Waltemeyer le oye y siente la tentación de agarrarle por el cuello y apretar. ¿Qué cómo lo han sabido? Obviamente, el tipo debe de creer que después de diez meses enterrado, un cuerpo se parece a otro. Mientras no lleve vestido, todo vale, ¿no?
—Llevaba la pulsera del hospital —dice Waltemeyer, luchando por contener su enfado—. Dice que es Eugene Dale, no Rayfield Gilliard.
—Dios mío —dice el responsable, sacudiendo la cabeza.
—Vayamos a su despacho a ver qué dicen sus registros.
Waltemeyer sigue al hombre hasta el interior de la cabaña. Allí observa mientras el otro saca tres juegos de tarjetones de un archivo metálico —los entierros correspondientes a enero, febrero y marzo— y empieza a repasarlos.
—¿Cómo dice que se llamaba?
—Dale. D-A-L-E.
—No fue en febrero —dice el encargado. Revisa los entierros de marzo, hasta que llega a la cuarta tarjeta del montón. Eugene Dale. Fallecido el 10 de marzo. Enterrado el 14 de marzo. Sección DD, fila 83, tumba número 11. Waltemeyer coge las tarjetas de febrero y encuentra a Rayfield Gilliard. Fallecido el 2 de febrero. Enterrado el 8 de febrero. Sección DD, Fila 78, tumba número 17.
Ni siquiera están una al lado de la otra. Waltemeyer se queda mirando al encargado.
—Me dio el lugar de una tumba que está a cinco filas de distancia.
—Bueno, pues no está dónde debería.
—Eso ya lo sé —dice Waltemeyer, subiendo la voz.
—Quiero decir que está en el lugar correcto, pero no dónde debería.
Waltemeyer mira al suelo.
—Yo no estaba ese día —dice el tipo—. Debieron confundirse. La culpa es de otro.
—¿De otro?
—Sí.
—Así que si sacamos a Eugene Dale de su tumba, ¿allí estará Gilliard?
—Quizá sí.
—¿Por qué, si los enterraron con un mes de diferencia?
—O quizá no —dice el otro.
Waltemeyer toma los tarjetones y empieza a clasificarlos, buscando entierros que tuvieran lugar alrededor del 8 de febrero. Para su sorpresa, todos los nombres le suenan. Son tarjetas que corresponden a informes de veinticuatro horas.
Aquí está James Brown, el asesino de Gilbert, el chico que fue apuñalado en Año Nuevo. Y Barney Erely, el viejo borracho que Pellegrini encontró apalizado en el callejón cerca de la calle Clay unas semanas después de lo de Latonya Wallace, al que mataron porque eligió un mal sitio dónde defecar. Está Orlando Felton, el cadáver descompuesto de la calle North Calvert, muerto por sobredosis, un caso que cerraron McAllister y McLarney, el pasado mes de enero. Y el crimen por drogas de Keller, en el mes de marzo, el muchacho con el improbable apellido de Ireland que ganaba dinero a montones traficando en la zona este. Joder, toda esa pasta y su familia dejó que le enterraran allí. También está el asesinato de Lafayette Court, ese que resolvió Dunnigan… Los tres bebés muertos en el incendio provocado que le tocó a Steinhice… El tiroteo mortal que llevó Eddie Brown, el de la calle Vine. Waltemeyer sigue leyendo, entre asombrado y divertido. Ese era de Dave Brown, el otro de Shea. Tomlin llevó ese otro…
—No tiene ni idea de dónde está —dice Waltemeyer, dejando las tarjetas— ¿No es cierto, señor Brown?
—No exactamente. Ahora mismo, no.
—Ya.
En ese momento, Waltemeyer está a punto de tirarlo todo por la borda y abandonar la búsqueda de Rayfield Gilliard. Sin embargo, los forenses insisten. Tienen un homicidio entre manos y una orden de exhumación firmada por un juez del condado de Baltimore, y por lo tanto los de Monte Sión están obligados a encontrar el cuerpo.
Tres semanas después vuelven a intentarlo, cavando en seis hileras de barro a partir de la tumba donde el Estado ha vuelto a enterrar a Eugene Dale Sr., en un ataúd mejor del que rompió en pedazos. Esta vez Waltemeyer no pregunta por qué el encargado insiste en la nueva localización, quizá porque teme que no tenga ni idea. Utilizan la misma excavadora, los mismos enterradores, y vienen los mismos ayudantes del laboratorio, que transportan el segundo cadáver, más pesado, hasta la superficie. Comprueban las muñecas cuidadosamente en busca de una identificación.
—Este se le parece más —dice Waltemeyer, esperanzado, echándole un vistazo a la fotografía.
—Se lo dije —declara el encargado, orgulloso.
Entonces, uno de los ayudantes le quita un calcetín al pie izquierdo y revela un trozo de etiqueta atado al dedo gordo. Sólo se ve W-I-L. ¿Wilson?, ¿Williams?, ¿Wilmer?. Quién sabe, y a quién le importa si este bastardo no es Rayfield Gilliard.
—Señor Brown —le dice Waltemeyer al encargado, sacudiendo incrédulo la cabeza—. Es usted de lo que no hay.
El otro se encoge de hombros y dice que a él sí le parece que es el tipo que buscan.
—Puede ser que la etiqueta esté mal —ofrece.
—Joder —dice Waltemeyer—. Sacadme de aquí antes de que pierda los estribos.
Al abandonar el cementerio, Waltemeyer sale al mismo tiempo que uno de los enterradores. El hombre confirma sus peores temores. En febrero, cuando el suelo estaba helado y había varios centímetros de nieve, el encargado les ordenó que abrieran una fosa común cerca del riachuelo. Era un terreno de más fácil acceso para la excavadora. Metieron unos ocho o nueve ataúdes en el mismo agujero. Así es más fácil, les dijo el encargado.
Waltemeyer parpadea deslumbrado por el sol de la mañana mientras el enterrador termina de contarle la historia. El inspector achica los ojos y contempla el paisaje desolado. Desde la entrada del cementerio, en la cima de la colina, se ve buena parte del horizonte de la ciudad: el centro comercial, el edificio USE&G, el rascacielos del banco de Maryland. Los edificios del gueto, la ciudad del puerto, el país de buena vida. A los nativos les gusta decir que si no puedes vivir en Bawlmer, entonces no puedes vivir en ninguna otra parte.
¿Dónde deja eso a Barney Erely? ¿Y a Orlando Felton? ¿O Maurice Ireland? ¿Por qué sus vidas son tan irrelevantes, tan equivocadas como para que sus almas perdidas terminen enterradas bajo un trozo de tierra cubierta de barro, al lado de los relucientes rascacielos de la ciudad burlándose de ellos? Borrachos, adictos, camellos, matones, hijos nacidos de padres equivocados, mujeres maltratadas, maridos odiados, víctimas de atracos, algún que otro testigo inocente, todos hijos de Caín, víctimas de Caín: son las vidas que la ciudad pierde cada año, son los hombres y las mujeres que aparecen en las escenas del crimen y llenan las neveras de la morgue de la calle Penn, y no dejan más rastro que la tinta roja o negra con la que escriben su nombre en el tablero del departamento de homicidios. Nacen, son pobres y mueren violentamente. Luego, les entierran anónimamente en el barro de Monte Sión. Cuando vivían, la ciudad no tenía nada que ofrecer a sus almas desperdiciadas; ahora que han muerto, ya están totalmente perdidos.
Gilliard y Dale y Erely y Ireland: nadie podía ayudarles ahora. Aunque alguien quisiera preservar el recuerdo de un ser querido y darle una verdadera lápida, en un cementerio de verdad, ya no podría. Las tumbas sin nombre y el patético archivo de tarjetas del encargado se habían encargado de eso. La ciudad debería erigir un monumento a su propia indiferencia: la Tumba de la Víctima Desconocida, así podría llamarse. En Gold con Etting, con una guardia de honor policial. Bastaría con tirar algunos cartuchos vacíos frente a la estatua o lo que fuera, y dibujar con tiza la silueta de una persona cada media hora. Y que la banda del instituto de Edmonson tocara de vez en cuando, cobrándoles un pavo a los turistas.
Perdidos cuando estaban vivos y también ahora que han muerto. Los descerebrados que llevan Monte Sión se han ocupado de eso, piensa Waltemeyer, echándole una última mirada a la lastimera colina. Por unos doscientos pavos por tumba, el encargado está dispuesto a echarlos en el primer agujero que encuentre porque, qué demonios, a quién se le iba a ocurrir que alguien iba a preguntar por esos desgraciados. Waltemeyer recuerda su primer encuentro con el responsable del cementerio. El pobre bastardo debió de quedarse acojonado cuando llegaron con la orden de exhumación.
Después de la segunda intentona, no seguirán buscando el cuerpo del reverendo Gilliard. El expediente de la señorita Geraldine ya cuenta con suficientes cargos por asesinato y tendrán que prescindir de éste. Nadie se atreve a vaciar más tumbas: ni los forenses ni los abogados ni los policías. Sin embargo, para Waltemeyer esos sentimientos llegan demasiado tarde. Es cierto que la investigación de Geraldine Parrish ha sido el caso más importante de su carrera, y que su incansable labor le ha granjeado la reputación de ser uno de los veteranos más experimentados de la unidad de homicidios. Pero sus aventuras en Monte Sión también le han dado una reputación completamente distinta.
Como si desenterrar el cuerpo de un pobre desgraciado no fuera bastante para su conciencia católica, cuando vuelva en enero al despacho encontrará una nueva placa en su mesa, de esas que puedes encargar en cualquier ferretería. Dice: «Inspector
Enterrador
Waltemeyer».
—No me gusta como está estirado —dice Donald Worden, inclinándose sobre la cama—. Boca arriba, de lado… Como si alguien le hubiera empujado.
Waltemeyer asiente.
—Creo —dice Worden, mirando a su alrededor— que los forenses nos dirán que ha sido un asesinato.
—Creo que tienes razón —dice Waltemeyer.
No hay ningún golpe visible, ni orificios por impacto de bala ni heridas con objeto cortante, ni tampoco hematomas o contusiones. Sólo un poco de sangre seca en los labios, pero eso podría ser resultado de la descomposición. Tampoco hay señales de lucha o pelea en la habitación del motel. Pero el viejo está de lado, bajo las sábanas, con la espalda arqueada en un ángulo raro, como si alguien le hubiera empujado hasta esa posición, para comprobar si seguía vivo.
Es un hombre del sur de Maryland, de sesenta y cinco años y blanco. Era muy conocido entre los empleados del Eastgate Motel, una colección de camas dobles y papeles pintados horrendos a veinticinco dólares la noche, en la vieja carretera 40 de Baltimore Este. Una vez a la semana, Robert Wallace Yergin iba a Baltimore desde su casa en Leonardtown, se alojaba una noche en el Eastgate y se la pasaba trayéndose chicos jóvenes a la habitación.
Para eso, al menos, la situación del motel Eastgate era perfecta. A unas manzanas de Pulaski con la calle East Eayette, el motel está a un par de bloques del extremo de Patterson Park, dónde por veinte dólares se consiguen los servicios de cualquier rubio entre doce y dieciocho años. Los pedófilos que frecuentan la avenida Eastern no son nuevos; los hombres de toda la costa Este la conocen. Hace unos años, cuando la brigada antivicio logró cazar a una red de pornografía infantil, encontraron guías prácticas de prostitución masculina de las principales ciudades norteamericanas. En Baltimore, según decían los manuales, los sectores más prometedores eran Wilkens, cerca de la calle Monroe y Patterson Park, a lo largo de la avenida Eastern.
El recepcionista y los demás empleados de Eastgate no sólo conocen la afición de Robert Yergin por los chicos menores de edad, sino que también pueden identificar y describir al muchacho de dieciséis años que ha sido la pareja habitual de Yergin durante los últimos meses. Es de Baltimore, según le cuentan a Worden; un chico de la calle que encontró un sitio dónde cobijarse, en el campo, al lado del viejo pervertido, a cambio de una onza o dos de carne. Cuando Yergin venía a Baltimore a por carne más fresca, se traía al chico y este aprovechaba para visitar a sus antiguos amigos.