Authors: David Simon
En los pocos segundos que pasan antes de que hable nadie, Garvey mira a McAllister y McAllister a Garvey y ambos se comunican sin palabras el mismo pensamiento.
Vaya caso te ha tocado, Mac.
Caramba, que duro es este caso que te ha caído, Garv.
Y, sin embargo, antes de que nada poco apropiado pueda suceder entre ambos compañeros, el primer agente que ha llegado a la escena, un chaval llamado Miranda, un esforzado soldado joven que todavía está maravillado por su trabajo, se acerca y les da un pequeño detalle:
—Cuando llegué aquí todavía podía hablar.
—¿Podía hablar?
—Oh, sí.
—¿Y qué dijo?
—Bueno, nos dijo quien le había disparado…
Si de verdad existe el equilibrio en este universo, si hay una fuerza positiva y otra negativa que mantienen el orden de todas las cosas, entonces en algún lugar hay un ying que equilibra el yang de Rich Garvey. En alguna parte hay otro policía veterano, irlandés, sin duda, con gafas de montura metálica y un bigote oscuro y lumbago. Y está de pie junto a su undécimo asesinato por drogas seguido sufriendo en silencio, negociando con un Dios indiferente una mínima prueba física o un testigo, aunque sea ignorante y no coopere. El anti-Garvey es un buen policía, un buen investigador, pero últimamente ha empezado a dudar de su capacidad, al igual que su inspector jefe. Está bebiendo un poco de más y gritándole a sus hijos. No sabe nada ni de equilibrio ni de orden ni de la lógica del Tao ni de su alter ego en la ciudad de Baltimore que está resolviendo homicidios caprichosamente acumulando en uno la buena suerte de dos hombres.
—Oh, por favor, continua.
—Dijo que le había disparado Warren Waddell.
—¿Warren Waddell?
—Sí, dice que su amigo Warren le pegó un tiro por la espalda sin ningún motivo. No paraba decir: «No puedo creer que me haya disparado, no puedo creerlo.»
—¿Y tú oíste todo esto?
—Estaba justo a su lado. Mi compañero y yo lo oímos todo. Me dijo que ese tipo, Warren, trabaja con él en un lugar llamado Precisión Concrete.
Sí señor, así se hace. Todo iba de mal en peor en la parte de atrás de la ambulancia pero lo dijiste, dijiste lo que tenías que decir. Dejaste atrás algo para que un inspector de homicidios no se olvidara de ti y por eso Rich Garvey te da las gracias.
Una declaración a las puertas de la muerte, la llaman los abogados, una prueba admisible en un tribunal de Maryland si la víctima ha sido informada por el personal médico competente de que está a punto de morir o si hay cualquier otro indicio de que creía que va a morir. Y aunque no es inusual que las víctimas hablen antes de morir, rara vez lo que dicen resulta útil a un inspector de homicidios, y muchas menos veces todavía resulta relevante para el caso.
Todos los inspectores de homicidios tienen su historia favorita sobre las últimas palabras de una víctima de asesinato. Muchas de estas historias se centran en el código callejero y en su observancia incluso al final de la vida. Una cuenta los últimos instantes de un drogadicto de Baltimore Oeste que todavía podía hablar cuando llegaron los policías.
—¿Quién te ha disparado?
—Os lo digo en un minuto —declaró la víctima, al parecer sin ser consciente de que le quedaban unos cuarenta segundos de vida.
Con graves heridas de arma blanca en el pecho y en la cara, un hombre agonizante afirmó que se había cortado afeitándose. Otra víctima, a la que dispararon cuatro veces en el pecho y en la espalda, aseguró con su último aliento que quería encargarse él mismo de ese tema.
Pero quizá la historia más clásica de declaración a las puertas de la muerte corresponda a Bob McAllister. En el 82, durante sus primeras semanas como inspector de homicidios, Mac había trabajado en un largo operativo junto con otros inspectores e ido de secundario en unas pocas llamadas pero, a parte de eso estaba bastante verde. Con la esperanza de que aprendiera de un veterano lo emparejaron con el inspector Jake
el Serpiente
Coleman, alias
El Príncipe de Poliéster,
un peso gallo que era toda una leyenda en el cuerpo. Así, cuando llegó una llamada por un tiroteo en la avenida Pennsylvania, Jake Coleman salió por la puerta con McAllister en su estela.
El muerto en Pennsie y Gold se llamaba Frank Gupton. McAllister todavía recuerda el nombre sin titubear; también recuerda que el caso sigue tan abierto como el Cañón del Colorado.
—Estaba vivo cuando llegamos —dijo el primer agente en la escena.
—¿Ah, sí? —dijo Coleman, animado.
—Sí. Le preguntamos quién le había disparado.
—¿Y?
—Ha dicho: «Que te jodan».
Coleman le dio a McAllister una palmada en la espalda.
—Bueno, hermano —gruñó, impartiendo una primera lección al inspector más joven— parece que has conseguido tu primer asesinato.
Ahora, en pie en la avenida Eremont, Garvey y McAllister saben lo bastante sobre su víctima, un tal Carlton Robinson, para decir que, fuera lo que fuera, no estaba hecho de la misma pasta que Frank Gupton. Carlton quería ser vengado.
Una hora después de limpiar la escena, los dos inspectores están en una casa adosada del oeste de la ciudad hablando con la novia de Carlton, que había preparado la fiambrera de la víctima y se había despedido de él con un beso cuando el hombre se había ido temprano a trabajar.
La entrevista resulta muy difícil. La novia está preñada con el hijo de Carlton y él la estaba manteniendo y hablando de matrimonio. Sabe que él habitualmente cogía el autobús para ir al trabajo en Pennsylvania y North y conoce el nombre de Warren Waddell como el de un compañero de trabajo que a veces cogía el mismo autobús. Pero Garvey y McAllister sólo pueden hablar con ella unos minutos antes de que el sonido del timbre del teléfono inunde el pequeño apartamento. El hospital, piensa Garvey, consciente de cuales serán las noticias.
—No —gime ella, dejando caer el auricular al suelo y derrumbándose en brazos de una amiga—. No, maldita sea. No…
Garvey es el primero en levantarse.
—¿Por qué me está pasando esto?
Luego McAlister.
—¿Por qué…?
Los dos inspectores dejan sus tarjetas en la cocina y se marchan. Hasta ahora todo —desde la fiambrera, pasando por la predisposición de Carlton a dar el nombre de su asesino a las lágrimas de su novia— parece indicar que están ante una auténtica víctima.
Unas pocas horas después, en una tienda de donuts en Philadelphia Road, en el este del condado de Baltimore, el director de Precisión Concrete confirma la historia:
—Carlton era un tipo estupendo, un tipo fenomenal de verdad. Era uno de mis mejores trabajadores.
—¿Y Waddell? —pregunta Garvey.
El director pone los ojos en blanco.
—Me asombra que lo matase, quiero decir, que me asombra que lo hiciera pero que al mismo tiempo no me sorprende, ¿sabe?
Warren estaba como una cabra, dice el director. Venía a trabajar día sí día no con una pistola semiautomática metida en el cinto de los téjanos y fardaba con un gran fajo de billetes y le decía a todo el mundo lo bien relacionado que estaba con los que movían droga.
—¿Se relacionaba con traficantes?
—Oh, sí.
Era difícil hacer que Waddell se pusiera a trabajar. El prefería pasar el rato explicándole al resto del equipo lo peligroso que era y diciéndoles que ya había matado a gente antes.
Bueno, pensó Garvey, escuchando como el director seguía enrollándose, eso al menos era verdad. En la oficina, una hora antes, los inspectores habían comprobado el nombre de Waddell en el ordenador y habían sacado una impresionante ficha de antecedentes que culminaba con una condena por asesinato en segundo grado hacía doce años. De hecho, Waddell acababa de salir en libertad condicional.
—Está loco de atar —dice el director, un billy de tomo y lomo con el pelo rubio y sucio—. Saben, a veces me asustaba tratar con él… No puedo creer que haya matado a Carlton.
Para los parroquianos de la hora punta matutina que desayunaban en el mostrador del Dunkin's Donuts, la conversación es un espectáculo sorprendente. El director escogió el sitio porque estaba cerca de la obra que que supervisaba. Los oficinistas del mostrador piden que les rellenen la taza de café y miran por encima de sus periódicos como un par de inspectores de paisano trabajan en un asesinato.
—¿Cómo era Carlton?
—Carlton era un muy buen trabajador —dice el director—. No estoy seguro, pero creo recordar que fue Carlton quien le consiguió a Waddell el trabajo con nosotros. Sé que siempre venían a trabajar juntos.
—Cuéntenos qué pasó ayer en el trabajo —dice Garvey.
—Ayer —dice el director, sacudiendo la cabeza—. Ayer fue todo una broma. Estaban bromeando, saben, tomándole el pelo a Warren.
—¿Sobre qué?
—Sobre diversas cosas, ya saben. Sobre como se comportaba y no pegaba golpe en el trabajo.
—¿Se burló de él también Carlton?
—Todos se burlaron un poco de él. Le dijeron que era un gilipollas y eso no le gustó.
—¿Por qué le dijeron que era un gilipollas?
—Bueno, en fin —dice el director, encogiéndose de hombros ante la pregunta—, porque es un gilipollas.
Garvey se ríe.
En un momento dado, le dice el director, Waddell sacó a relucir su semiautomática y declaró crípticamente que mañana era día de elecciones y que los días de elecciones siempre mataban a alguien. Garvey conocía la teoría sobre la ola de calor del verano y la teoría de la luna llena y las muertes en el centro de la ciudad, pero nunca había oído nada sobre el día de las elecciones. Esa era nueva.
—Hábleme de esa pistola.
El director describe la pistola como una semiautomática de nueve milímetros con un cargador de dieciocho balas. Los casquillos recuperados en la escena eran del .38, pero tanto Garvey como McAllister saben que la mayoría de gente no sabe distinguir un .38 de un nueve milímetros a primera vista. Warren estaba orgulloso de su pistola, dice el director, recordando que Waddell le había explicado que siempre mezclaba munición de punta hueca y punta redonda en el cargador, alternando balas de una y de otra.
—Esa es la mejor forma de matar a un hombre —le decía Waddell todo el que estaba dispuesto a escucharlo.
También eso encaja cuando los dos inspectores regresan a la ciudad para ver como un ayudante del forense retira las balas del cuerpo de Carlton Robinson. Es una mañana tranquila en la calle Penn, un doble suicidio o asesinato-suicidio del condado de Montgomery, otro suicidio de Anne Arundel, dos probables sobredosis, un colapso inexplicado y una niña de diez años a la que ha atropellado un camión. Los inspectores no tienen que esperar más que una hora para confirmar que la mitad de las balas recuperadas son de punta hueca y el resto munición normal de punta redonda.
Las pruebas balísticas están teñidas de ironía. El 9 de noviembre no sólo es día de elecciones en Maryland, sino también el día en que entra en vigor la tan pregonada ley del Especial del Sábado Noche. Aprobada por la legislatura del Estado en primavera a pesar de una campaña en contra de 6,7 millones de dólares impulsada por la Asociación Nacional del Rifle, la ley instituía un comité para que identificara y prohibiera la venta de armas baratas en Maryland. Presentada como una victoria sobre los opositores al control de armas y un instrumento para limitar la violencia con armas de fuego, en realidad la ley no es más que un ejercicio político inútil. Desde la década de 1970 las armas baratas sólo son responsables de un puñado de los homicidios de la ciudad; hoy en día hasta los adolescentes van por ahí con semiautomáticas en los pantalones del chándal. Smith&Wesson, Glock, Baretta, Sig Sauer… hasta los gilipollas del mundo, Warren Waddell incluido, tienen armas de calidad. Y aunque la pionera ley de control de armas de Maryland es la niña de los ojos de los líderes políticos del Estado, ha llegado unos quince años tarde.
El día del asesinato de Carlton Robinson, Warren Waddell llama al director para decirle que no va a ir a trabajar. También le pregunta a su empleador si puede llevarle el cheque que tenía que cobrar el día siguiente y reunirse con él en el otro extremo de la ciudad. Anticipando esa petición, los inspectores le dicen a los supervisores de la empresa de construcción que le expliquen a Waddell que tiene que ir a las oficinas en Essex y firmar por el cheque en persona. El director le dice exactamente eso y luego le pregunta si de verdad ha matado a Carlton.
—Ahora no puedo hablar —dice Waddell.
Luego, para sorpresa de propios y extraños, Waddell se presenta a la mañana siguiente a reclamar su cheque, mira a las secretarias con suspicacia, da media vuelta y se va corriendo. El y el amigo que le ha llevado son arrestados en un control policial a dos o tres kilómetros de allí. Cuando los policías del condado le registran, descubren que Waddell lleva encima una gran cantidad de dinero, una tarjeta American Express y un pasaporte estadounidense. Al ser arrestado no hace ninguna declaración y luego se granjea el cariño de Garvey y McAllister fingiendo un dolor de estómago en el viaje de regreso a la ciudad. Haciendo que los inspectores pierdan dos horas con él en el hospital Sinai.
Todo lo que saben del caso apunta a Waddell como asesino: las últimas palabras de la víctima, las peleas y amenazas en el trabajo el día anterior, la mezcla de balas de punta hueca y punta redonda y la conducta del sospechoso después del asesinato. Y, sin embargo, cuando Garvey lleva el caso a la oficina del fiscal del Estado, le dicen que es un caso fácil de llevar a juicio, pero que el juicio se perderá.
La piedra de toque —las últimas palabras de Carlton Robinson— puede resultar inadmisible simplemente porque los agentes en la escena del crimen no informaron a la víctima de que se estaba muriendo. Tampoco Robinson les dijo a los agentes específicamente que pensaba que estaba muriéndose. En vez de eso, los agentes hicieron lo natural. Llamaron a la ambulancia y se quedaron junto a la víctima, diciéndole a Robinson que aguantara y asegurándole que si permanecía consciente lograría sobrevivir.
Sin un reconocimiento de la muerte inminente por parte de la víctima o de los que la asistían, la acusación de Robinson sería demolida por cualquier abogado defensor que conociera mínimamente el código penal de Maryland.
Y sin esa declaración a las puertas de la muerte, sólo tenían pruebas circunstanciales bastante endebles. Habiendo pasado ya en su experiencia anterior por todo el proceso de una investigación de asesinato, Waddell no muestra el menor interés en los interrogatorios ni tampoco la orden de registro consigue localizar el arma del crimen.