Homicidio (110 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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Y no te olvides de ese inspector jefe, el bromista que viste chaqueta de cuero, que desde finales de octubre está en racha. Planea sobre toda su escena del crimen, contemplando tu gesta y encajando las primeras piezas de tu triste y pequeño rompecabezas. Se lo toma de forma personal y declara que antes muerto que permitir que su brigada acabe el año con un asesinato doble sin resolver.

Aquí está el titular de la mañana, colega: los tres hombres te tienen bien atrapado con sus ganchos y eso que ni siquiera te han conocido todavía. A estas alturas ya han marcado tu rastro de sangre desde el baño y a lo largo de las escaleras. Ya están hablando por la radio de un coche patrulla del Noroeste, pidiendo que se compruebe toda la gente que ha ido a los hospitales de la ciudad con apuñalamientos o cortes. Trabajan en los hermanos Fullard, preguntando a quienes les conocían con quien solían ir y quién solía ir con ellos. Te han calado bien.

Si lo comprendieras, si comprendieras algo de cómo trabajan, al menos habrías cogido un taxi e ido a un hospital de fuera de la ciudad. Y, como mínimo, habrías explicado una historia mejor que la que le contaste a la enfermera de urgencias. Que te habías cortado la mano saltando una valla, dijiste. Una de esas vallas metálicas que hay en la escuela de Park Heights. Sí, exacto: resbalaste.

Pero todo el mundo puede ver que el corte que te has hecho no te lo ha causado un avalla. Es demasiado profundo y demasiado recto. ¿Crees que tu historia va a colar? ¿Crees que el policía que acaba de acercarse a las enfermeras va a creerse una sarta de chorradas como esa?

—Landsman, de homicidios —le dice el policía a la enfermera en jefe, mirando hacia ti—. ¿Es ese de allí?

No sientes pánico ni nada de eso. Todavía no saben nada: te aseguraste de que aquellos dos tíos estaban muertos. Te has deshecho del cuchillo. No dejaste testigos. Puedes estar tranquilo.

—Déjame ver la mano —dice el policía con la chaqueta de cuero.

—Me he cortado con una valla.

Comprueba la mano durante unos buenos diez segundos. Luego mira la sangre que tienes en la manga del abrigo.

—Y una mierda.

—Es verdad.

—¿Te has cortado en una valla?

—Sí.

—¿En qué valla?

Le dices en qué valla. El hijo de puta, piensas, cree que no tengo cerebro como para pensar en una valla en concreto.

—Sí —dice, mirándote directamente—. Sé donde está. Vamos allí ahora mismo a ver.

¿A ver? ¿A ver qué?

—Estás sangrando como un cerdo en un matadero —te dice—. Será mejor que haya algo de sangre cerca de esa valla, ¿no?

¿Sangre cerca de la valla? No pensaste en eso y él sabe que no pensaste en eso.

—No —te oyes decir—. Espere.

Sí, espera. Está allí en la sala de urgencias del Sinaí escuchando como tu pequeño mundo se viene abajo. Ahora te llama cabrón mentiroso, te dice que no tardarán ni dos horas en identificar la sangre de tu vendaje con la que hay en la pared de la escalera. Tampoco se te había ocurrido eso, ¿verdad?

—Está bien, estuve allí —dices—. Pero yo no les maté.

—Ah, sí —dice el policía—. ¿Y quien les mató?

—Un jamaicano.

—¿Cómo se llama?

Piénsalo bien, colega. Piénsalo bien.

—No sé cómo se llama, pero también me atacó a mí. Me dijo que me mataría si decía algo de él.

—Eso te dijo. ¿Y cuándo te lo dijo?

—Me trajo al hospital.

—¿Te trajo aquí? —pregunta—. Les mata a ellos y a ti sólo te hace un pequeño corte y te trae al hospital.

—Sí, al principio salí corriendo, pero…

Deja de mirarte y le pregunta al residente si te puede dar el alta. El policía te vuelve a mirar, sonriendo extrañamente. Si lo conocieras, si supieras algo, sabrías que ya se está riendo de ti. Te ha calado como un asesino mentiroso y miedica y te ha lanzado al montón con los otros cien de este año. Los hermanos Fullard, bañados en sangre y tiesos por el rigor mortis en sus dormitorios, son ya nombres en rojo en la parte de la pizarra de Jay Landsman.

Vas hasta la central encerrado en un coche patrulla, aferrándote a la historia que te has inventado, convencido de que todavía puedes salir de esta. Piensas —si se le puede llamar pensar a eso— que de algún modo les harás creer en un misterioso jamaicano que te cortó la mano y te llevó hasta el hospital.

—Cuéntame más de ese jamaicano —dice el policía mayor con el pelo blanco después de dejarte en una sala de interrogatorios—. ¿Cómo se llama?

Está frente a ti, al otro lado de la mesa, y te mira con esos ojos azules como si fuera una especie de morsa.

—Sólo sé cómo le llaman en la calle.

—¿Y? ¿Cómo le llaman?

Y se lo das. Un apodo real de un jamaicano real, un colega de casi treinta años que sabes que vive a una manzana o manzana y media de los Fullard. Sí, ahora sí que estas pensando bien, tío. Les has dado algo que no es totalmente falso pero no es lo bastante real como para que les sirva de algo.

—Eh, Tom —dice el inspector de pelo blanco hablando con el policía más joven que ha entrado en la habitación con él—. Hablemos un momento.

Puedes ver sus sombras al otro lado de la ventana semiplateada de la sala de interrogatorios mientras hablan en el pasillo. La vieja morsa se marcha. Se abre la puerta y el policía joven, el italiano, entra con un bolígrafo y unos papeles.

—Te voy a tomar declaración —dice—, pero antes tengo que informarte de tus derechos…

El policía habla y escribe lentamente, dándote tiempo para que ordenes tu historia. Estabas allí colocándote con Ronnie y su hermano, le dices. Entonces ellos invitaron al jamaicano y poco después hubo una discusión. Nadie vio que el jamaicano iba a la cocina y cogía un cuchillo. Pero tú le viste utilizar el cuchillo para matar a Ronnie y luego al hermano de Ronnie. Intentaste agarrar el cuchillo pero te cortaste y saliste corriendo. Luego, cuando ibas caminando hacia tu casa, el jamaicano se acercó a ti en coche y te dijo que subieras. Te dijo que su problema era con los otros dos y que a ti te dejaría en paz mientras mantuvieras la boca cerrada.

—Por eso mentí y dije lo de la valla al principio —le dices, mirando al suelo.

—Hmmm —dice el joven policía, sin dejar de escribir.

Y entonces la morsa de pelo blanco vuelve a entrar en la habitación y trae una foto de identificación en blanco y negro, la fotografía del joven jamaicano cuyo apodo diste no hace ni diez minutos.

—¿Es este el tipo? —te pregunta.

Joder. Maldita sea. No es posible.

—Es él, ¿no es así?

—No.

—Eres un mentiroso de mierda —dice la morsa—. Este es el tipo al que has descrito y vive justo en la casa que has dicho. Te quieres quedar conmigo, gilipollas.

—No, ese no es el tipo. Es otro tipo que se le parece…

—Te creías que no íbamos a saber de quién nos hablabas, ¿verdad? —dice—. Pero yo solía trabajar en tu barrio. Conozco a la familia de este chico desde hace años.

A aquel tipo se le da un apodo y vuelve diez minutos después con una puta fotografía. No te lo puedes creer, pero, claro, es que no conoces a la morsa ni a su memoria, que es un arma mortal. No lo sabes, porque si lo supieras no habrías abierto la boca.

Dentro de unos meses, cuando a un adjunto al fiscal del Estado le caiga entre manos este caso, el jefe de su equipo de la división jurídica le dirá que seguro que lo pierden, que sólo se basa en pruebas circunstanciales. Y eso te podría dar algunas esperanzas si los nombres que aparecen en el informe de la fiscalía no fueran Worden, Landsman y Pellegrini. Porque Worden tirará de rango y hará una petición directa al director de la división jurídica, y Pellegrini asesorará al fiscal adjunto sobre cómo puede ganar el caso. Y al final será Landsman quien suba al estrado en el juzgado de Bothe y le cuele a tu abogado de oficio hasta una vaca con cencerro sin que se de cuenta, cargando todas sus respuestas con tantas especulaciones, información no relevante pero incriminatoria y rumores que en un momento dado mirarás a tu abogado con desesperación. Al final no importará que el laboratorio permitiera que todas las muestras de sangre se pudrieran antes del juicio, ni que la fiscalía no quisiera llevar el caso a juicio, ni que subas al estrado y le cuentes al jurado tu cuento del jamaicano asesino. No importará porque desde el momento en que cogiste aquel cuchillo de la cocina les perteneces. Y si no eres consciente de ello ahora, ya te darás cuenta cuando tu abogado cierre su maletín y te diga que te levantes y te tragues dos sentencias de cadena perpetua consecutivas gentileza de un irritado Elsbeth Bothe.

Pero ahora, ahora mismo, todavía estás luchando, te esfuerzas por parecer la viva imagen de la inocencia en esa sala de interrogatorios. Tú no les mataste, suplicas cuando llega el tipo del coche de policía con las esposas, fue el jamaicano. Les mató a los dos y te hirió a ti en la mano. De camino a los ascensores ves el pasillo y la oficina de homicidios, dentro de la cual están los hombres que te están haciendo todo eso: el policía con el pelo blanco y el otro más joven con el pelo negro; el inspector jefe que te abordó en el hospital, los tres tranquilos y seguros. Tú sigues negando con la cabeza, suplicando, esforzándote por parecer una víctima. Pero ¿cómo ibas a saber cómo se comporta una víctima?

En cuatro meses te convertirás en una pregunta de conocimientos generales para estos hombres. En cuatro meses, cuando aparezcan las citaciones judiciales en sus buzones, los hombres que te arrebataron tu libertad leerán tu nombre impreso por un ordenador y se preguntarán quién coño eras: Wilson, David. Juicio con jurado. Coño, pensarán, ¿cuál era Wilson? Ah, sí, aquel doble de Pimlico. Sí, aquel encefalograma plano que contaba el cuento sobre el jamaicano.

Con el tiempo tu tragedia quedará consignada en un cajón de la oficina de administración y luego en un trozo de microfilm en algún punto de los intestinos de la sede de la policía. Con el tiempo no serás más que una ficha en el cajón T-Z del archivador de sospechosos, junto con otras diez mil más. Con el tiempo, no serás nada.

Pero hoy, cuando el policía te pone las esposas y comprueba el papeleo, eres el preciado botín tras la batalla, el Santo Grial de otra cruzada en el gueto. Para los inspectores que te ven marcharte eres testimonio vivo de una devoción que el mundo no ve. Para ellos, eres lo que da sentido a unas vidas honorables dedicadas al servicio de una causa perdida. Conforme languidece esta tarde de diciembre, para ellos tu eres un orgullo.

Si el turno hubiera sido tranquilo puede que se hubieran ido directamente a casa, cenado un poco y dormido hasta la mañana siguiente. Pero ahora ya no será una noche tranquila; has matado a dos personas y has mentido sobre ello, demostrándole a Donald Worden que había nacido para ser inspector de homicidios. Eres el primer paso del largo camino de regreso de Tom Pellegrini, la primera oportunidad de redención para un policía joven. Te has convertido en dos nombres en negro bajo la placa con el nombre de Jay Landsman, las últimas entradas del año para un inspector jefe veterano que de nuevo ha conseguido que su turno tenga el mejor porcentaje de resolución de casos.

Y ahora, una vez terminado el papeleo, puede que se dirijan a Kavanaugh o al Market Bar o a algún otro tugurio en el que un policía pueda beberse un asesinato a tragos. Es Nochevieja y puede que levanten un vaso o dos y brinden por ello mismos, o por alguno de ellos, o por lo que queda de la última hermandad auténtica. Pero no brindarán por ti esta noche. Tú eres un asesino de mierda; ¿por qué iban a brindar por ti? Y, sin embargo, pensarán en ti. Pensaran en lo bien que supieron leer la escena del crimen, en cómo te hicieron retractarte de tu historia en el hospital, en cómo incluso consiguieron una foto del jamaicano al que intentaste inculpar y en cómo hicieron que te tuvieras que comer con patatas también esa historia. Pensarán en ti y sabrán, como sólo puede saber un inspector, que el trabajo policial bien hecho puede ser una obra de arte. Pensarán en ti y beberán un poco más, quizá se rían un poco más alto de lo normal cuando Landsman cuente la historia de cómo detenía a los coches con un medidor de velocidad por radar hecho con una caja de copos de avena o la de Phyllis Pellegrini en Riker's Island.

Diablos, puede incluso que se queden en Kavanaugh hasta que cierre y pasen el resto de la noche en el aparcamiento, comparando batallitas e intentando recuperar la sobriedad antes de que amanezca y tengan que conducir de vuelta a casa y encontrarse con su mujer que ya estará levantada y maquillándose y con sus niños correteando por la casa. Regresarán a su casa, al olor del desayuno en la cocina, a un dormitorio con las persianas bajadas y las sabanas removidas por el sueño de otra persona. Otra mañana en la que el mundo girará sin ellos, otro día de otro año, hecho a la medida de aquellos que caminan de día y tratan con los vivos.

Y dormirán hasta que anochezca.

EPILOGO

Los límites de este relato —del 1 de enero al 31 de diciembre de 1988— son necesariamente arbitrarios, un calendario artificial de días, semanas y meses impuesto en la larga trayectoria de la vida de estos hombres. Los inspectores de homicidios del turno de Gary D'Addario llevaban tiempos juntos cuando empezó esta crónica y todavía siguen juntos después de que haya terminado. Los nombres, rostros, escenas, casos y veredictos cambian. Sin embargo, la violencia diaria en cualquier gran ciudad de Estados Unidos aporta un escenario constante sobre el que parece que los inspectores de homicidios trabajan con un coraje eterno. Unos pocos hombres son transferidos a otros trabajos, otros pocos se jubilan y otros son asignados a largas investigaciones, pero la unidad de homicidios sigue siendo siempre esencialmente la misma.

Lo cuerpos siguen cayendo. El teléfono sigue sonando. Los chicos en la oficina de atrás siguen rellenando sus hojas de ruta y discutiendo por las horas extra. El teniente administrativo sigue calculando el porcentaje de resolución de casos diariamente. En la pizarra sigue habiendo nombres en rojo y en negro. Mucho después de que los casos se tornen borrosos o desaparezcan por completo de la memoria de un inspector, el trabajo en sí continua conservando un atractivo especial.

Todos los años, la unidad de homicidios de Baltimore celebra una cena en la sala del sindicato de bomberos en Cantón, en la que un centenar o más de personas que son o fueron inspectores de homicidios comen, beben y montan una juerga enorme todos juntos para celebrar y recordar todo lo visto, hecho y dicho por hombres que pasaron la mayor parte de sus vidas investigando asesinatos. Jimmy Oz, Howard Corbin, Rod Brandner, Jake Coleman… cada año el auditorio se llena de hombres que se aferran a los recuerdos del trabajo más difícil que tendrán jamás. No todos los que acuden fueron grandes inspectores; de hecho, hay algunos que en sus tiempos fueron bastante mediocres. Peor incluso, el peor de ellos pertenece a una hermandad especial y tiene un estatus especial por haber vivido durante un tiempo en el lado más oscuro de la experiencia americana.

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