Authors: David Simon
Desde el otro lado de la mesa de reuniones, Pellegrini escucha mientras Foster daba vueltas alrededor del sospechoso como un astuto depredador que estudia todas las posibles debilidades de su presa.
—Escúcheme —dice Foster.
—Hmmm —dice el Pescadero, levantando la vista.
—¿Comprende por qué está aquí?
—Porque me han traído ustedes.
—Pero sabe por qué, ¿verdad?
El Pescadero no dice nada.
—¿Por qué está usted aquí? —pregunta Foster.
—Es por aquella chica —dice el Pescadero, incómodo.
—La chica —dice Foster.
—Sí —dice el Pescadero después de una pausa.
—Diga cómo se llamaba —dice Foster.
El Pescadero le mira desde el otro lado de la mesa.
—Diga su nombre.
—¿Su nombre? —dice el Pescadero, visiblemente alterado.
—Usted sabe como se llamaba.
—Latonya —el comerciante deja caer el nombre como si fuera una confesión. Con cada respuesta, Pellegrini puede sentir como el Pescadero pierde un poco de control. Foster es bueno, piensa Pellegrini. Jodidamente bueno. Hacer que el Pescadero diga el nombre de la muchacha, por ejemplo: ¿Qué mejor técnica para hacer que un tipo tan introvertido como el viejo tendero salga de su caparazón?
Nacido y criado en lo más profundo del Cinturón de la Biblia, Foster había empezado a trabajar como agente de la ley después de un breve periodo como ministro baptista, una experiencia que marcó las pautas y el tono de su discurso. Podía utilizar su voz como una maza, potente y acusatoria, y al instante siguiente hablar con un suspiro suave que insinuaba que conocía todos tus secretos.
—Déjeme que le diga para que he venido —le dice Foster al Pescadero—. Estoy aquí porque he visto antes a tipos de su ralea. Lo sé todo sobre ustedes…
El Pescadero levanta la vista con curiosidad.
—He visto a miles como usted.
Pellegrini contempla a su sospechoso intentando interpretar su lenguaje corporal. Según los libros que ha leído, la mirada hacia abajo, hacia la mesa o hacia el suelo, es una señal inequívoca de engaño, igual que los brazos cruzados y el echarse hacia atrás en la silla revela que se trata de un introvertido que no acepta que lo controlen. A Pellegrini le parece que todo lo que ha leído y estudiado durante los últimos tres meses es relevante para este momento. Y ahora se va a poner a prueba todo ese conocimiento.
—… y usted nunca se ha encontrado con alguien como yo —le dice Foster al Pescadero—. No, nunca. Puede que otros le hayan hablado antes, pero no de la forma en que voy a hablarle yo. Yo sé quien es usted…
Pellegrini escucha mientras el interrogador se embarca en un monólogo implacable, una diatriba interminable durante la que Foster se transforma de un mero mortal en una enorme figura de omnipotente autoridad. Es el procedimiento estándar en cualquier interrogatorio largo, el soliloquio inicial en el que el inspector establece su propio mito de invencibilidad. Para los inspectores del departamento de Baltimore, el discurso suele consistir en asegurar al sospechoso que se está enfrentando con la reencarnación de Kliot Ness y que todo el que sea tan idiota como para sentarse en esa silla y mentirle al inspector favorito de Dios lo único que hace es reservar plaza en el Corredor de Ia Muerte. Pero a Pellegrini le parece que Foster le está dando al monólogo habitual mucha más intensidad dramática.
—… lo sé todo sobre usted…
Foster es bueno, desde luego, pero es sólo una de las armas del arsenal. Mirando a su alrededor en la sala, Pellegrini puede estar tranquilo sabiendo que, para este interrogatorio, ha traído la artillería pesada.
Como con el segundo interrogatorio del Pescadero —el encuentro en febrero en el despacho del capitán— esta confrontación también ha sido coreografiada. Una vez más las fotografías de la chica muerta se han dispuesto directamente frente al sospechoso. Esta vez, sin embargo, Pellegrini está utilizando todo lo que había en el expediente, no sólo las fotografías en color de la escena del crimen sino también las grandes fotos en blanco y negro de la cámara cenital de la calle Penn. Hasta el último insulto a Latonya Wallace —la ligadura alrededor del cuello; las finas y profundas incisiones; el largo y desgarrado corte de la evisceración final— todo se dispone ante el hombre que Pellegrini cree que es el asesino. Las fotografías han sido escogidas para causar el máximo impacto, aunque Pellegrini sabe que una treta psicológica tan brutal puede ser contraproducente para conseguir la confesión.
Es un riesgo que todo inspector corre cuando revela demasiado de su caso en una sala de interrogatorios y, en este caso en concreto, el riesgo es doble. No sólo un abogado defensor podría argumentar luego que el Pescadero había confesado conmocionado e influido por el horror de las fotografías, sino que ese mismo abogado podría argumentar que la confesión en sí no incluía ninguna información que permitiese ser corroborada de forma independiente. Después de todo, incluso los hechos que los inspectores habían mantenido en secreto en febrero —las marcas de estrangulación, el desgarro vaginal— estaban ahora pegados en la pared de la sala de reuniones. Incluso si el Pescadero al final se derrumba y cuenta cómo asesinó a la niña, nadie podrá probar más allá de la duda razonable que tal confesión sea auténtica, a menos que lo que diga el Pescadero contenga algún detalle adicional que no proceda de lo que le han mostrado los policías y que pueda ser confirmado de forma independiente.
Pellegrini sabe todo eso; sin embargo, las fotografías se han colgado en los paneles de corcho, una obscenidad satinada tras otra, todas mirando al comerciante, todas apelando a su conciencia. El inspector razona que no habrá ningún otro interrogatorio después de este, asi que no es necesario guardar los secretos del asesinato para una ocasión futura.
En el centro del corcho, Pellegrini ha colocado sus ases. Primero está el análisis químico del alquitrán y la madera quemada tanto de los restos de los pantalones de la chica como de la tienda del Pescadero. Cada muestra está representada por un gran gráfico de barras y los dos gráficos son notablemente parecidos. El análisis de las muestras, preparado por el laboratorio de pruebas de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, fue un trabajo agotador y el laboratorio además ha aportado a un analista experto. Si Pellegrini necesita asesoramiento inmediato, está ahora mismo fuera de la sala, preparado y dispuesto a ayudar. Igual que Jay Landsman y Tim Doory, el fiscal que dirige la Unidad de Crímenes Violentos, que evaluará los resultados del interrogatorio y tomará la decisión final sobre si acusar o no de asesinato.
Por encima de las tablas del tablero de corcho, Pellegrini ha colocado un mapa municipal de la zona de Reservoir Hill, con entre ochenta y cien estructuras marcadas en amarillo, cada una de ellas origen de una llamada a los bomberos durante los últimos cinco años. La tienda del Pescadero en la calle Whitelock, sin embargo, está marcada de color naranja oscuro. El mapa es, en todos los sentidos, una mentira, un engaño que Pellegrini puede utilizar sin miedo a que le descubran. Lo cierto es que no ha podido eliminar la mayoría de aquellos puntos amarillos del mapa. Cualquiera de ellos podría, teóricamente, ser el lugar en que se mancharon los pantalones de la niña. Y, sin embargo, por lo que se refiere a este interrogatorio, nada de eso importa. En este interrogatorio Pellegrini le dirá al Pescadero que el análisis químico no ha dejado ninguna duda: las manchas negras de los pantalones de la niña asesinada procedían del cuadrado naranja oscuro en el recodo que hacía la calle Whitelock.
El análisis químico —la clave de este interrogatorio— les situaba en una posición de fuerza y además les brindaba la salida. Quizá no la mató usted, le puede decir Foster. Quizá no la tocó y la violó y luego la estranguló hasta que se le fue la vida. Quizá no fuera usted quien después cogió un cuchillo de cocina y la apuñaló hasta asegurarse de que estaba muerta. Pero, puede decir Foster, usted sabe quién es el asesino. Usted lo sabe porque la mataron ese martes por la noche y luego la dejaron en su tienda quemada durante todo el miércoles. La dejaron allí y esperaron hasta el lluvioso y oscuro amanecer del jueves. Estaba en aquella tienda y el hollín y el rastro de madera quemada en sus pantalones lo demuestra. Si usted no la mató, quizá lo hiciera otro —alguien a quien usted conoce o quizá alguien cuyo nombre usted no recuerda— y la escondiera dentro de su tienda.
Más allá del cebo del análisis químico, Pellegrini no tiene gran cosa: la prueba del detector de mentiras no superada; el hecho de que reconocía haber tenido una relación anterior con la víctima y la ausencia de coartada verificable. El caso es motivo, oportunidad y aparente engaño, unidos a una solitaria prueba física. En el fondo del bolsillo de la chaqueta Pellegrini guarda una fotografía, un último as que jugar en el momento clave. Pero esa antigua fotografía no puede ser considerada una prueba; es, y el inspector lo sabe, poco más que una corazonada.
Foster prosigue con los meandros de su monólogo inicial. Tras pasarse media hora dejando clara su experiencia, el veterano interrogador procede a entronizar también a Pellegrini. Foster reconoce que el Pescadero y su principal perseguidor se han encontrado antes pero, explica, Pellegrini no abandonó este caso tras aquellas primeras conversaciones. No, dice Foster, sino que siguió trabajando sobre usted. Continuó reuniendo pruebas.
El Pescadero permanece impasible.
—Lo que va a pasar aquí hoy es distinto a lo que sucedió en sus anteriores charlas con el inspector Pellegrini —dice Foster.
El tendero asiente ligeramente. Un gesto extraño, piensa Pellegrini.
—Ha estado aquí antes, pero no dijo la verdad —dice Foster, doblando la esquina y lanzándose hacia la primera colisión—. Lo sabemos.
El Pescadero niega con la cabeza.
—Le digo que lo sabemos.
—Yo no sé nada.
—Sí —dice Foster suavemente—. Sí sabe.
Lenta, deliberadamente, Foster empieza a explicar la comparación química de los pantalones de la chica muerta y las muestras de la tienda de la calle Whitelock. En el momento adecuado, Pellegrini recoge de una bolsa de pruebas marrón los pantalones manchados y los pone sobre la mesa, señalando las manchas negras cerca de las rodillas.
El Pescadero no reacciona.
Foster continua presionando, señalando a una fotografía de la chica muerta detrás de la avenida Newington, mostrando al propietario de la tienda quemada que las manchas estaban en los pantalones de la chica cuando la encontraron.
—Ahora mire esto —dice, señalando al informe de la comparación química—. Estos gráficos muestran de qué están hechas estas manchas y estos de aquí son la composición de las muestras que el inspector Pellegrini sacó de su tienda.
Nada. No reacciona.
—Mira este mapa —le dice Pellegrini, señalando el tablero de corcho—. Hemos comprobados todos los edificios de Reservoir Hill donde ha habido un incendio y ninguno encaja con estas manchas.
—Ninguno, excepto su tienda —añade Foster.
El Pescadero niega con la cabeza. No está enfadado. Ni siquiera está a la defensiva. A Pellegrini aquella ausencia de reacción lo está poniendo de los nervios.
—La chica estuvo en su tienda y se manchó allí los pantalones —dice Foster—. Esas manchas se las hizo en su tienda o bien antes o bien justo después de ser asesinada.
—Yo no sé nada de todo eso —dice el Pescadero.
—Sí, sí sabe —dice Foster.
El Pescadero niega con la cabeza.
—Bien, entonces, dígame ¿cómo fue a parar a los pantalones de la chica esa substancia de su tienda?
—No puede ser. No sé cómo ha podido pasar.
Por algún motivo no están consiguiendo llegar a aquel hombre. Los interrogadores regresan a los elementos de apoyo visual y recorren el mismo camino una segunda vez. Foster le explica de nuevo la situación al comerciante desde el principio, muy lentamente, para que no se pierda la lógica irrebatible de lo que le dicen.
—Mire estas barras de aquí —dice Foster señalando el análisis químico—. Son exactamente iguales. ¿Cómo puede explicar eso?
—No puedo… No sé cómo.
—Sí lo sabe —dice Foster—. No me mienta.
—No estoy mintiendo.
—Bien, entonces ¿cómo explica las manchas?
El Pescadero se encoje de hombros.
—Quizá —sugiere Foster—, quizá no la mató usted. Quizá usted sabe quién lo hizo. Quizá dejó que otro la escondiera en su tienda. ¿Es eso lo que trata usted de ocultarnos?
El Pescadero levanta la vista del suelo.
—Quizá alguien le pidió que guardara algo en su tienda y usted ni siquiera sabe de qué se trataba —dice Foster, explorando posibilidades—. Tiene que haber alguna explicación, porque Latonya estuvo en su tienda.
El Pescadero niega con la cabeza, al principio suavemente, luego con energía. Se echa hacia atrás en su silla y cruza los brazos. No se lo está tragando.
—No puede ser que estuviera en mi tienda.
—Pero estuvo. ¿La puso allí alguien?
El Pescadero duda.
—¿Quién la puso allí?
—Nadie. Allí no la puso nadie.
—Bueno, desde luego estuvo allí. Este informe lo confirma.
—No —dice el Pescadero.
Un callejón sin salida. Instintivamente Foster elude la confrontación y los dos inspectores empiezan a repasar con su sospechoso todas sus declaraciones. Pellegrini insiste particularmente en busca de la más remota insinuación de una coartada y hace todas las preguntas preliminares de nuevo. Lenta, dolorosamente, recibe las mismas respuestas —sobre su relación con Latonya, su coartada un tanto vaga, sus sentimientos hacia las mujeres— desde el otro lado de la mesa, y por primera vez en diez meses, el Pescadero empieza a mostrar cierta impaciencia. Y su respuesta a una de las preguntas cambia:
—¿Cuándo vio a Latonya por última vez? —pregunta Pellegrini por quizá décima vez.
—¿Qué cuando la vi por última vez?
—Antes de que la mataran.
—El domingo. Se pasó por la tienda.
—¿El domingo? —pregunta Pellegrini, sorprendido.
El Pescadero asiente.
—¿El domingo anterior a su desaparición?
El Pescadero asiente de nuevo.
Es una grieta en las murallas. En los interrogatorios anteriores, el comerciante siempre había sostenido que no había visto a la niña en las dos semanas anteriores al asesinato y Pellegrini no había encontrado ningún testigo que pudiera refutarlo definitivamente. Ahora el Pescadero, él solito sin ayuda de nadie, está situando a la chica en su tienda dos días antes del asesinato y sólo unos días después del incendio que destruyó la tienda de la calle Whitelock.