Authors: David Simon
—Quizá fue él quien se llevó el coche —dice el empleado de limpieza, de unos veinticinco años, que encontró el cadáver—. Pudo tomarlo prestado o algo así.
—Tal vez —dice Worden.
—Cuando llegaste y viste que estaba muerto —dice Waltemeyer—, ¿tocaste el cadáver o le diste la vuelta para ver si aún vivía?
—Qué va —dice el empleado—. Me di cuenta enseguida de que estaba muerto y no toqué nada.
—¿Ni en la habitación? —insiste Worden—. ¿Nada de nada?
—No, señor.
Worden le hace un gesto al joven y lo atrae al otro extremo de la habitación para hablar con él discretamente. Con mucha calma, explica al empleado que esta muerte será clasificada como asesinato. El otro comprende que dice la verdad. Worden le tranquiliza:
—Sólo nos interesa el crimen —dice el inspector—. Si te has quedado con algo que no deberías, dínoslo y no te pasará nada. ¿Me comprendes?
El empleado lo entiende. Dice:
—No he robado nada.
—Muy bien, de acuerdo —dice Worden.
Waltemeyer espera a que el empleado se vaya y luego mira a Worden.
—Pues si no se llevó la cartera, habrá sido otra persona.
Empieza a parecer un caso de hombre conoce a chico, hombre se desnuda, chico estrangula a hombre, le roba dinero, tarjetas de crédito y el Ford Thunderbird y se aleja por el horizonte de Baltimore. A menos, claro está, que el chico que lo hizo viviera con él. Entonces la historia va más o menos igual, con variantes: hombre conoce a chico, hombre se lleva a vivir al chico con él, chico se cansa de mariconear y estrangula a su casero. Eso también encajaría, piensa Worden.
El técnico del laboratorio de guardia es Bernie Magsamen. Es un buen tipo, uno de los mejores, así que se toman su tiempo en la escena del crimen; obtienen huellas dactilares de la mesita de noche y de los vasos que hay cerca de la cama y en el lavabo. Dibujan la escena y toman varias fotografías del cuerpo en esa extraña posición. Revisan cuidadosamente las pertenencias del viejo, buscan lo que falta, lo que podría estar ahí o lo que no debería estar.
Lo hacen porque saben que se trata de un asesinato. Lo saben y actúan con la misma seguridad con que otros hombres dirían que es una mera habitación de motel o que su ocupante está muerto. Para Worden y Waltemeyer, la muerte de Robert Yergin es un asesinato, aunque la víctima tenga sesenta y cinco años y tenga sobrepeso y haya comprado lotería para un ataque al corazón, una embolia o cualquier otra forma de muerte natural. Para ellos, es un asesinato aunque no haya indicios de lucha ni señales de golpes en el cuerpo. Es un asesinato, aunque no haya rastro de petequias en el blanco de los ojos, la pista que durante la autopsia indica muerte por estrangulación. Es un asesinato incluso después de que Worden encuentre la cartera de la víctima, con el dinero y las tarjetas de crédito, en el bolsillo de la chaqueta del muerto, lo cual indica que si quien lo mató era un ladrón, lo hizo fatal. Es un asesinato porque Robert Yergin, que se acuesta con jóvenes a los que apenas conoce, está echado en una postura extraña y su Ford Thunderbird del 88 no aparece. ¿Qué más necesita saber un buen policía?
Menos de tres horas después, Donald Worden está esperando junto con Donald Kincaid en el otro extremo de la ciudad, observando un rastro de sangre de unos diez metros, que termina en un charco púrpura después de cruzar una casa adosada vacía de la calle West Lexington. Y aunque el hombre cuya carótida pintó el cuadro aún se aferra a la vida en el hospital Bon Secours, saben que esto también se convertirá en un asesinato. Worden lo sabe, no sólo por la enorme cantidad de sangre que está repartida por las paredes y el suelo del sucio corredor, sino también porque no tiene ningún sospechoso a la vista.
Dos huesos en una noche: el nuevo estándar que mide la efectividad de un inspector de Baltimore. Cualquier profesional puede encadenar una serie de acertijos en noches sucesivas, o llevar dos casos que se resuelven solos en un turno de medianoche algo duro. ¿Pero qué lleva a un hombre que hereda el expediente de un caso abierto a contestar el teléfono tres horas más tarde, agarrar un par de guantes de plástico y una linterna, y salir pitando para hacerse cargo de un aviso de tiroteo en Baltimore Oeste?
—Vaya, vaya —musita McLarney a la mañana siguiente, mientras observa los nuevos nombres inscritos en el tablero—. Creo que por fin ha llegado el día en que Donald no se fía de nadie para llevar un asesinato.
Este es el Donald Worden alrededor del cual Terry McLarney ha construido una brigada, el Worden a quien Dave Brown jamás podrá satisfacer, el Worden a quien Rick James adora llamar compañero. Dos escenas del crimen, dos autopsias, dos visitas a la familia, dos interrogatorios, dos tandas de papeleo, dos solicitudes al banco de datos central para obtener dos historiales completos, y ni una palabra de queja del Gran Hombre. Ni siquiera la más mínima sugerencia para que Waltemeyer vaya solo al asesinato de Eastgate, o para que Kincaid prescinda de inspector secundario para el caso de la calle Lexington.
No, señor. Worden se ha hecho con un paquete de cigarrillos, una taza de café y la firma de McLarney en el formulario de horas extra. No ha dormido en veinticuatro horas y si alguno de los casos despega, tampoco verá una cama en otras doce. Es un camino largo y pedregoso: una forma ridícula de ganarse la vida, al menos para un adulto. Es lo más cerca de la inmortalidad que un policía se sentirá jamás.
Al final, resucitó. Al final, se limitó a tranquilizarse, a esperar que sonara el teléfono con la cura que siempre llegaba. Asesinatos, uno detrás de otro, cada uno una variante única de la misma maldad eterna. Solamente crimen y castigo, repartido entre los inspectores, policías y agentes en raciones aproximadamente similares. Dios sabe que Worden ha hablado muchas veces de largarse: en este trabajo, le gusta decirles a sus colegas, te comes al oso hasta que él te come a ti, y yo pienso irme antes de que ese cabrón tenga hambre.
Fanfarronadas. Nadie se lo traga. Donald Worden jamás soltará esa placa: tendrá que ser al revés.
Tres días después de que a Worden le toquen dos asesinatos en un solo turno, los casos están resueltos. En el caso Yergin, fue porque Worden se dedicó a interrogar sin descanso al compañero adolescente de la víctima, una conversación que deja muy claro que a falta de otro sospechoso, el amiguito del muerto está en el primer lugar de la lista de Worden. Dos días después, el chico —aún bastante asustado— llama a la unidad de homicidios para decirles que ha oído que unos chicos blancos se pasean por Pigtown y Carroll Park conduciendo el Thunderbird del viejo.
Worden y Waltemeyer se dirigen hacia la parte alta del distrito Sur, donde el segundo habla con algunos de sus antiguos colegas. Los agentes del distrito Sur tienen fama de leerse los comunicados de homicidio de cabo a rabo, pero es que además, por su ex compañero Waltemeyer harán lo que haga falta, incluso si hay que parar hasta al último Ford modelo Thunderbird de la zona. Una hora después de la visita de los inspectores, dos agentes de la zona Sur detienen al coche en cuestión en el cruce de Pratt y Carey, y también arrestan al conductor, un chapero de diecisiete años. Worden y Waltemeyer se reparten el interrogatorio del sospechoso durante una larga sesión hasta que admite que estuvo en la habitación del motel. Afirma que el anciano murió de un ataque; no sabe que la autopsia ya ha demostrado que murió por asfixia. Cuando los dos inspectores terminan de tomarle declaración y le dejan solo el chico se levanta y utiliza el espejo semiplateado que da al otro lado de la sala de interrogatorios para reventarse algunos granitos y mirarse, como si fuera un adolescente cualquiera que está a punto de salir de fiesta un viernes por la noche.
El asesinato de la calle Lexington, una pelea por una pequeña cantidad de droga, se resuelve al registrar de nuevo los alrededores de la escena del crimen. La memoria fotográfica de Worden recuerda el rostro del viejo que abre la puerta de un apartamento en el bloque 1500: era uno de los mirones que merodeaba en una esquina la noche del asesinato. Efectivamente, el viejo admite que lo vio todo e identifica al asaltante a partir de un álbum de sospechosos con antecedentes. Es un caso flojo, basado en un único testigo hasta que el sospechoso llega la central. Entonces Worden le propina el proverbial método del paternalista tipo de pelo blanco y ojos azules y le convence para que confiese. Su sistema es tan bueno que dos semanas después, el sospechoso llama al inspector desde la cárcel municipal para contarle un cotilleo sobre un asesinato que no tiene nada que ver con ellos.
—Inspector Worden, también quería desearle una Feliz Navidad —le dice al hombre que le metió entre rejas—. Para usted y los suyos.
—Muchísimas gracias, Timmy —dice Worden, algo emocionado—. Muchos recuerdos para ti y para tu familia.
Dos casos resueltos. Para Worden, las últimas semanas de un año que ha sido enormemente frustrante avanzan ahora sin dificultad, como si formaran parte del guión televisivo de una serie de policías y ladrones donde todos los crímenes se resuelven y quedan explicados antes de la siguiente pausa publicitaria.
Tres días antes de Navidad, el Gran Hombre y Rick James acuden a resolver un tiroteo en Baltimore Este. Se alejan de la Central en una noche de diciembre tan húmeda que la ciudad está cubierta, en lugar de nieve, por una espesa capa de niebla. Mientras el Cavalier avanza por la calle Lafayette, los dos inspectores tratan de ver a través de la neblina para distinguir el perfil de las casas adosadas a ambos lados de la calle.
—Como una sopa —dice James.
—Siempre he querido resolver un asesinato en la niebla —dice Worden, casi nostálgico—. Como Sherlock Holmes.
—Ya —dice James—. Ese tipo siempre daba con los fiambres en medio de esta porquería.
—Porque era Londres —dice Worden mientras ralentiza en el semáforo de Broadway.
—Y el culpable era un tipo que se llamaba Murray. Todo el rato, Murray no se qué…
—¿Murray? —dice Worden, confundido.
—Sí, el malo se llamaba Murray.
—Moriarty. Quieres decir que el malo era el profesor Moriarty.
—Eso —dice James—. Moriarty. Si nos cae un asesinato esta noche, tendemos que buscar a un negro que se llame Moriarty.
Y les toca un asesinato, un tiroteo en plena calle que parece un hueso duro de roer pero sólo hasta que Worden se queda observando el mar de rostros oscuros, como un pálido peregrino que espera a que se disipe la hostilidad natural de la gente; es un policía correcto y educado que espera el soplo anónimo del nombre del criminal.
Poco antes del amanecer de ese mismo turno, cuando el papeleo ya está mandado y la televisión que hay en la oficina sólo muestra la carta de ajuste, Donald Worden se pasea por entre los escritorios, extrañamente animado, en busca de algo en que ocupar el tiempo. James está dormitando en la sala del café; Waltemeyer prepara el informe de veinticuatro horas en el despacho administrativo.
Mientras prepara una cafetera, el Gran Hombre observa la tapa de plástico de una lata de café sin abrir. Luego, con una expresión del todo científica en la cara, envía el disco volando por los aires estancados de la oficina.
—Mirad esto —dice, recogiendo su nuevo juguete. Vuelve a mandarlo hacia arriba, esta vez en un perfecto bucle contra el techo.
—Y ahora —dice, preparando otro lanzamiento— más allá del arco iris.
Worden vuelve a tirar el círculo de plástico. Desde la zona de administración, Waltemeyer levanta la vista de la máquina de escribir, momentáneamente distraído por lo que, por el rabillo del ojo, sólo identifica como un objeto volador no identificado. Mira a Worden con curiosidad y luego vuelve a concentrarse en el informe, como si desechara la idea.
—Venga, Donald —grita Worden—. Ven aquí.
Waltemeyer levanta la mirada.
—Venga, Donald. Sal y juega conmigo.
Waltemeyer sigue tecleando.
—Señora Waltemeyer, ¿cree que Donald podría venir a jugar con nosotros?
Worden vuelve a arrojar el disco de plástico hacia el panel de cristal que separa las dos zonas de la oficina justo en el instante en que el teniente adjunto, que llega una hora antes del turno de día, pasa frente a la pecera en dirección a su despacho. El plástico rebota en el cristal exterior y cruza con ligereza por delante de una columna, hasta la puerta abierta del despacho de Nolan. El teniente se detiene en el umbral, maravillado ante la rara y extraordinaria estampa: Donald Worden, feliz
—¿Sí? —pregunta el teniente, asombrado.
—Todo está en la muñeca, teniente —dice Worden, sonriente—. En la muñeca.
La Regla Número Diez del manual del homicidio: también hay algo llamado el crimen perfecto. Siempre ha existido, y quienquiera que afirme lo contrario es un romántico inocentón, o un loco al que se le han olvidado todas las reglas, desde la número uno hasta la nueve.
Por ejemplo: aquí tenemos a un hombre negro llamado Anthony Morris, de veintiún años de edad, muerto de un disparo en la zona Oeste de Baltimore, Maryland. El señor Morris había sido alguien en el negocio del tráfico de drogas; los policías de la zona oeste le encontraron en un patio abandonado del barrio de Gilmor, donde una persona o personas desconocidas le dispararon repetidamente con un arma del calibre 38, alojando en el proceso varias piezas de metal en el cuerpo del señor Morris.
Cuando las retiraron del cadáver a la mañana siguiente, los forenses descubrieron que todas las pequeñas bolitas metálicas estaban fragmentadas y no tenían marcas a partir de las cuales elaborar una comparación válida. Como el arma era un revólver, tampoco había casquillos. Aún así, a falta de un arma o de una bala o de un casquillo relacionado con otro crimen —algo con qué compararlos—, estos problemas son pura teoría. Además de eso, la escena del crimen es un patio de asfalto en pleno invierno, sin huellas ni pelos ni fibras sintéticas ni pisadas ni nada que se parezca a pruebas o indicios físicos. Los bolsillos de la víctima tampoco contienen nada que sirva como pista. Y el señor Morris no les dijo nada a los agentes ni a los enfermeros que llegaron al lugar de los hechos: nada sorprendente, porque ya estaba muerto.
¿Qué hay de los testigos? En este turno de medianoche, no hay seres humanos en los alrededores de Gilmor. La casa a la que da el patio está vacía, pendiente de una renovación urbanística, y el lugar dónde Anthony Morris se encaminó a su frío y triste final es un espacio oscuro y completamente desprovisto de vida de barrio. No hay semáforos, no hay luces en las casas, ni paseantes, ni vecinos, ni supermercados ni bares abiertos.