Authors: David Simon
En la fase final del examen interno, el patólogo utiliza la sierra eléctrica para cortar la circunferencia del cráneo, cuya parte superior procede a hacer saltar con una herramienta similar a una palanca. Tirando desde detrás de las orejas, la piel de la víctima se dobla sobre la cara para localizar cualquier herida en la cabeza, y se retira el cerebro en sí, que se pesa y se examina. Para los observadores, inspectores incluidos, esta última fase de la autopsia es quizá la más dura. El sonido de la sierra el «clac» del cráneo al soltarse por la presión de la palanca, la imagen de la piel de la cara cubierta por la del cuero cabelludo… Cuando el rostro de un individuo está cubierto por un amasijo de pliegues es cuando los muertos parecen más anónimos, como si todos hubiéramos caminando por este mundo con máscaras de Halloween compradas en la tienda de todo a cien que pueden retirarse con facilidad e indiferencia.
El examen concluye con una muestra de fluidos corporales —sangre del corazón, bilis del hígado, orina de la vejiga— que se utilizará en las pruebas toxicológicas que pueden identificar el uso de venenos o medir el consumo de alcohol o drogas. La mayor parte de las veces, un inspector pedirá, además, una segunda muestra de sangre para identificar la sangre de la escena del crimen o cualquiera de los objetos manchados de sangre que se confisquen en cualquier registro posterior. Los resultados de toxicología pueden tardar varias semanas, igual que la prueba de bario y antimonio en busca de restos de un disparo, que analiza el laboratorio del FBI en Washington. Las pruebas de ADN, otra ayuda a la identificación, que se introdujo a finales de la década de 1980, pueden identificar la procedencia de muestras de tejido usando sangre, piel o cabellos, y se han convertido en lo más avanzado de la ciencia forense. Pero ese proceso está más allá de las capacidades tanto de la oficina del forense como del Departamento de Policía de Baltimore. Cuando son relevantes para un caso y un inspector las solicita, las muestras se envían a uno de los pocos laboratorios privados seleccionados por las autoridades de Maryland, pero los resultados pueden tardar hasta seis meses, y eso es mucho tiempo esperando una prueba tan fundamental.
Una autopsia puede hacerse en menos de una hora, dependiendo de la complejidad del caso y de la extensión de las heridas o traumatismos. Cuando se termina, un ayudante retorna los órganos internos a la cavidad pectoral, vuelve a colocar el cerebro y la parte superior del cráneo y cierra las incisiones. El cuerpo se retorna al congelador espera allí a que vengan de la funeraria. Las pruebas que se han reunido —muestras de sangre, de saliva o fluidos, recortes de uñas y balas fragmentos de bala— se marcan, embolsan y entregan al inspector, que las llevará a la unidad de control de pruebas o al laboratorio de balística asegurando así que no haya ninguna interrupción en la cadena de custodia.
Por su misma eficiencia, el proceso se acaba convirtiendo en algo cada vez menos extraordinario. Pero lo que sigue teniendo una gran fuerza emocional incluso para los inspectores veteranos es la sala de autopsias como visión panorámica, una especie de estación central de la muerte en la que hay cuerpos humanos en diversas fases de la línea de desguace. En una mañana de domingo con mucho movimiento, en el pasillo de fuera de la carnicería habrá ocho o nueve camillas de metal y puede que en el congelador esperen media docena más. Estar entre la acumulación nocturna de homicidios, accidentes de coche, ahogamientos y quemados, electrocuciones y suicidios, sobredosis y apoplejías siempre es una experiencia sobrecogedora. Blancos y negros, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, todos llegan a la calle Penn sin otro denominador común que una muerte inexplicada dentro de los confines del estado de Maryland. Más que ninguna otra imagen, el espectáculo del fin de semana en la habitación embaldosada le recuerda a un inspector de homicidios que trabaja en un negocio al por mayor.
Cada visita a la sala de autopsias reafirma la necesidad que tiene un inspector de un amortiguador psicológico entre la vida y la muerte, entre las formas horizontales de las camillas y las formas verticales que se mueven entre aquellas mesas de metal. La estrategia de los inspectores es sencilla y puede presentarse como una declaración: nosotros estamos vivos y vosotros no.
Es una filosofía en sí misma, una religión con sus propias celebraciones y rituales. Sí, aunque caminemos por el valle de la muerte, respiramos y nos reímos y tomamos café de un vaso de poliestireno, mientras que vosotros estáis desnudos y os han quitado todos los órganos vitales. Nosotros vestimos de azul y marrón y discutimos con el ayudante del forense sobre el partido de anoche de los Orioles, insistimos en que no pueden ganar sin otro buen bateador en el equipo. Vuestras ropas están rotas y empapadas de sangre, y es refrescante vuestra carencia de opiniones. Nosotros nos estamos planteando un desayuno tardío en horario de trabajo, a vosotros os están examinando el contenido del estómago.
Sólo por eso tenemos derecho a mostrarnos un poco arrogantes, a mantener la distancia incluso en el reducido espacio de la sala de autopsias. Tenemos derecho a caminar entre los muertos armados con nuestra falsa confianza, con nuestra engañosa astucia, con la seguridad complaciente de que todavía nos separa de ellos el mayor de los abismos. No nos burlamos de los cadáveres, tirados en sus lechos metálicos sobre ruedas, pero tampoco los humanizamos ni nos ponemos solemnes y recordamos nuestra mortalidad al verlos. Sólo podemos reírnos y bromear y ser testigos de lo que sucede en este lugar porque nosotros viviremos para siempre, y si no vivimos para siempre, al menos conseguiremos evitar dejar este valle sin haber muerto solos y sin testigos en el estado de Maryland. En la seguridad de nuestra imaginación sólo nos marcharemos al otro mundo en la comodidad de nuestro lecho cuando estemos muy arrugados y con un certificado de defunción firmado por un médico. No nos meterán en bolsas ni nos pesarán ni nos fotografiarán desde arriba para que Kim o Linda o cualquier otra secretaria de la sección de crímenes contra las personas pueda mirar las fotografías y decir que Landsman tenía mejor aspecto vestido. No nos abrirán por la mitad ni tomarán muestras de nosotros para que un funcionario anote, en una libreta pagada por el gobierno, que nuestro corazón estaba moderadamente hipertrofiado y que nuestro sistema gastrointestinal no tenía nada destacable.
—Mesa para uno —dice un ayudante, poniendo un cadáver en una mesa vacía de la sala de autopsias. Es un chiste muy viejo, pero también él está vivo y, por tanto, tiene derecho a un chiste viejo o dos.
Lo mismo sucede con Rich Garvey, que, al ver el cadáver de un varón particularmente bien dotado, dice:
—Oh, Dios mío, no me gustaría ver esa cosa enfadada.
O con Roger Nolan, que, al ver una distribución racial producto del azar, dice:
—Eh, doctor, ¿cómo es que a los blancos les da mesa enseguida y todos los negros están esperando en la entrada?
—Creo que por una vez —dice uno de los ayudantes— a todos los negros les gustaría que los blancos fueran los primeros en pasar por aquí.
En muy pocas ocasiones se levanta el velo y los vivos se ven obligados a reconocer honestamente a los muertos que tienen ante sí. Le sucedió a McAllister hace cinco años, cuando el cadáver en la mesa de metal era de Marty Ward, un inspector de narcóticos al que asesinaron en las trincheras de la lucha contra las drogas en la calle Erederick cuando una venta salió mal. Ward era entonces el compañero de Gary Child y uno de los inspectores más populares de toda la sexta planta. Se escogió a McAllister para que presenciase aquella autopsia porque alguien de la unidad tenía que hacerlo y los demás inspectores eran demasiado amigos de Ward. Eso, por supuesto, no lo hizo más fácil.
Para los inspectores, la regla general es que, si piensas en ello, si empiezas a concebirlo todo como relativo a seres humanos en lugar de a pruebas, vas camino de un lugar extraño y deprimente. Insistir en esta distancia es una habilidad que se aprende y, para los inspectores, es un rito de paso. A los nuevos se los mide por su predisposición a ver cómo desmonta un cuerpo y luego ir al restaurante Penn, cruzando la calle Pratt, y tomarse un especial con tres huevos y una cerveza.
—Lo que distingue a un hombre de verdad de un piltrafilla —dice Donald Worden leyendo el menú una mañana— es si es o no capaz de sustituir ese horrible rollito de cerdo por el beicon.
Incluso a Terry McLarney, que es lo más parecido a un filósofo que hay en la unidad de homicidios, le resulta difícil hallar en la sala de autopsias algo más que humor negro. Cuando le llega el turno de estar en ese pequeño espacio compartido por vivos y muertos, su empatia por las formas en las mesas de metal se limita básicamente a su continuo y totalmente acientífico estudio de sus hígados.
—Me gusta fijarme en los que tienen la peor pinta, los que parece que hayan tenido una vida muy dura —explica McLarney con el rostro totalmente serio—. Si los abren y el hígado está duro y gris, me deprimo. Pero si está rosa e hinchado, eh, entonces voy feliz todo el día.
En una incómoda ocasión, McLarney estaba en la sala de autopsias cuando apareció un caso en el registro de entrada con la explicación de que, aunque la víctima no tenía historial médico, se sabía que bebía cerveza todos los días.
—Lo leí y pensé: qué cojones —reflexionó McLarney—, más vale que me busque una mesa vacía y me desabroche la camisa.
Por supuesto, McLarney sabe que no todo se puede superar con unas carcajadas. La línea entre la vida y la muerte no es tan gruesa ni tan recta como para que un hombre pueda caminar sobre ella todas las mañanas haciendo chistes mientras los médicos manejan el escalpelo y el bisturí. Una vez, en un momento muy poco habitual, McLarney intenta incluso encontrar palabras para algo más profundo.
—No sé vosotros —dice una tarde, dirigiéndose a los demás que hay en la oficina de homicidios—, pero siempre que voy allí abajo para una autopsia acabo convencido de que existe Dios y hay un cielo.
—¿La morgue te hace creer en Dios? —pregunta Nolan, incrédulo.
—Sí, si no en el cielo, entonces en algún lugar al que tu mente o tu alma va después de muerto.
—No hay ningún cielo —dice Nolan al resto del grupo—. Miras a tu alrededor en esa sala y te das cuenta de que sólo somos carne.
—No —dice McLarney, negando también con la cabeza—. Creo que vamos a alguna parte.
—¿Y por qué? —pregunta Nolan.
—Porque cuando los cuerpos se disponen de esa manera, toda la vida se ha extinguido y no queda nada. Están completamente vacios. Si los miras a los ojos, ves que están totalmente vacíos…
—¿Y?
—Que entonces tienen que haber ido a otra parte, ¿no? No pueden desaparecer sin más. Tienen que ir a otro sitio.
—¿Así que sus almas van al cielo?
—Eh —dice McLarney riendo— ¿por qué no?
Y Nolan sonríe y sacude la cabeza, dándole a McLarney tiempo para que se escabulla con su incipiente teología intacta. Después de todo, sólo los vivos pueden hablar por los muertos, y McLarney está vivo y los muertos no. Por virtud de ese hecho innegable tiene derecho a ganar el debate incluso con un razonamiento poco convincente.
Dave Brown pilota el Cavalier hasta una manzana donde están las luces de emergencia azules, lo bastante cerca como para hacerse una idea general de la escena.
—Ya cojo yo este —dice.
—De verdad que eres un mierda —le dice Worden desde el asiento del pasajero—. ¿Por qué no te acercas y echas un vistazo antes de decidirte?
—Eh, lo he decidido ahora.
—¿No quieres ver antes si ya hay un detenido?
—Eh —repite Brown—, lo he decidido ahora.
Worden niega con la cabeza. El protocolo exige que, cuando dos inspectores están en un coche camino de la escena de un crimen, uno de ellos debe ofrecerse como inspector principal antes de conocer nada del caso. Por este acuerdo tácito se minimizan las discusiones en las que un inspector acusa a otro de coger los casos que se resuelven solos y de pasar de los duros de roer. Al esperar hasta que la escena del crimen queda a la vista, Dave Brown está pisando el límite de la norma, y Worden, como no podía ser de otra manera, se lo está haciendo saber.
—Pase lo que pase —dice Worden—, no te voy a ayudar con este caso.
—¿Es que te he pedido yo ayuda, joder?
Worden se encoge de hombros.
—No es que pudiera ver bien el cuerpo.
—Buena suerte —dice Worden.
Brown quiere este asesinato por el sitio en el que está la escena del crimen y, como razón, es bastante buena. Por un lado, el Cavalier está apareado ahora en el número 1900 de la calle Johnson en el fondo de Baltimore Sur. Y el fondo de Baltimore Sur está en el vientre de Billyland. Billyland es una zona que se extiende desde Curtis Bay hasta Brooklyn y desde el sur de Baltimore hasta Pigtown y el parque Morrell, y constituye una unidad geográfica reconocible para todos los policías de Baltimore, una subcultura que se ha convertido en el hábitat natural de los descendientes de los virginianos y virginianos occidentales que abandonaron las minas de carbón y las montañas para alimentar de trabajadores las fábricas de Baltimore durante la segunda guerra mundial, para disgusto de los grupos étnicos blancos asentados allí previamente, los
billies
tomaron calles enteras de casas de ladrillo rojo y mampostería en las estribaciones sur de la ciudad, un éxodo que definió Baltimore tanto como el movimiento en el norte de negros de Virginia y las dos Carolinas durante la misma época. Billyland tiene un lenguaje y una ética propios, un tejido social característico y diferente. Los billies no viven en Baltimore, sino en Bawlmer, que es como lo pronuncian ellos; es la influencia de los apalaches lo que da al lenguaje de los barrios blancos de la ciudad buena parte de su peculiar acento. Y aunque el descubrimiento del flúor ha hecho que hasta los billies más auténticos conserven más dientes con cada generación que pasa, nada evita que los tatuadores de la calle East Baltimore traten sus cuerpos como lienzos en blanco. Del mismo modo, una chica billy llamará a la policía cuando su novio le tire una botella de National Premium a la cabeza, y luego saltará con las uñas fuera sobre el uniforme del distrito Sur en cuanto llegue para arrestar a su hombre.
Los policías de Baltimore reaccionan ante la cultura de los billies con el mismo desdén y humor con el que reaccionan ante la cultura del gueto. Esta actitud, si acaso, confirma que lo que hace que los policías desprecien a la masa sucia no es racismo, sino, en todo caso, clasismo. Y en la unidad de homicidios en particular, el buen funcionamiento de la coalición de inspectores blancos y negros deja bastante claro este punto. Igual que Bert Silver se salva del rechazo general que producen las mujeres policía, Eddie Brown, Harry Edgerton y Roger Nolan son considerados casos especiales por los inspectores blancos. Si eres pobre y negro y tu nombre está flotando en algún punto de la memoria del ordenador de la policía de Baltimore, entonces eres un moreno y —según poco sofisticada que sea la mente del policía— quizá incluso un negrata de encefalograma plano. Si, no obstante, eres Eddie Brown y estas en la mesa de al lado, o Greg Gaskins de la oficina del fiscal del estado, o Cliff Gordy en el tribunal de primera instancia, o cualquier otro buen ciudadano que paga los impuestos, entonces eres un hombre negro.