Authors: David Simon
Homicidio
es un diario de trabajo que mezcla lo mundano y lo bíblicamente atroz, y cuyas páginas contienen la voluntad, la avidez de Simon por absorber, por digerir lo que ve, por
estar allí
y transmitir el mundo que discurre ante sus ojos al universo que está más allá. Se percibe el amor hacia todo de cuanto es testigo, una fe implícita en la belleza de limitarse a decir que lo que sea que ve desarrollándose ante él en tiempo real es «la Verdad» de un mundo: así es como es, así es como funciona, así es como habla la gente, como se comporta, como exterioriza lo que siente, como se justifica; ahí es donde se defraudan a sí mismos, o trascienden sus límites, sobreviven o se hunden.
Simon demuestra tener talento para reflejar la enorme importancia de las pequeñas cosas: esa expresión de leve sorpresa que tienen los ojos de los que acaban de morir, la inefable poesía de un comentario inesperado, el ballet físico sin propósito de las esquinas, la danza inconsciente de rabia, aburrimiento y gozo. El documenta los gestos, los términos cruelmente incorrectos, la forma en que los ojos se estrechan y los labios se estiran. Registra las inesperadas cortesías entre adversarios, el humor patibulario que se supone que le permite a uno salvar lo que queda de su cordura o humanidad o lo que sea que se ponga como excusa para hacer chistes sobre los recién asesinados, la sobrecogedora estupidez que impulsa la mayor parte de los actos homicidas, las estrategias de supervivencia que adopta la gente que vive en las circunstancias más extremas simplemente para sobrevivir un día más. Captura cómo las calles son un narcótico tanto para los soldados callejeros como para los policías (y para algún que otro escritor), que mantienen enganchados a todo el mundo al inevitable e inesperado siguiente drama que pondrá a ambos bandos en acción y enviará a los inocentes atrapados a refugiarse agachándose tras sus ventanas o escondiéndose en una bañera que se supone a prueba de balas: la familia que se pone a cubierto unida permanece unida. Y una y otra vez remacha el hecho de que hay muy poco blanco y muy poco negro ahí fuera, y muchísimo gris.
Homicidio
es la historia de una guerra, y el teatro de operaciones se extiende desde las ruinosas casas adosadas de Baltimore Este y Oeste hasta las salas del Parlamento estatal en Annapolis. Revela, con no poca ironía, cómo las tácticas de supervivencia en las calles son un reflejo de las tácticas de supervivencia en el ayuntamiento y cómo todos los implicados en la guerra de la droga viven y mueren por los números: kilos, onzas, gramos, píldoras y beneficios para los de un bando; delitos, arrestos, porcentaje de casos resueltos y recortes presupuestarios para los del otro. El libro es un examen desde el punto de vista de la
realpolitik
de un municipio que vive inmerso en unos disturbios a cámara lenta, pero, a través de la persistencia de Simon, Homicidio nos muestra las pautas que se esconden tras el aparente caos. Baltimore es, de hecho, la encarnación más pura de la teoría del caos.
Con el éxito de la adaptación a televisión de este libro, Simon ha podido adentrarse en la ficción y nos ha brindado la brillante miniserie de seis capítulos basada en su siguiente libro,
The Corner
(coescrito con Ed Burns), y esa novela rusa disfrazada de serie de HBO que es
The Wire
. En estos últimos proyectos se ha soltado un poco y ha adaptado la realidad hasta darle una forma ligeramente artificial para que destaquen los temas sociales más polémicos e importantes. Pero incluso cuando se entrega a la libertad creativa de la ficción, su obra sigue siendo una exaltación del matiz, una exploración incansable de cómo el acto externo más insignificante puede provocar la más enorme revolución interior en la vida de una persona marginada o en el biorritmo espiritual y político de una gran ciudad de Estados Unidos.
Con todo esto quiero decir que si Edith Wharton resucitara de entre los muertos y se interesara por los cabilderos municipales, los policías, los adictos al crack y el reportaje periodístico, y no le importase lo más mínimo qué ponerse para ir a la oficina, probablemente se parecería mucho a David Simon.
Richard Price
Teniente Gary D'Addario
Responsable de turno
Inspector jefe Terrence McLarney
Jefe de unidad
Inspector Donald Worden
Inspector Rick James
Inspector Edward Brown
Inspector Donald Waltemeyer
Inspector David John Brown
Inspector jefe Roger Nolan
Jefe de unidad
Inspector Harry Edgerton
Inspector Richard Garvey
Inspector Robert Bowman
Inspector Donald Kincaid
Inspector Robert McAllister
Inspector jefe Jay Landsman
Jefe de unidad
Inspector Tom Pellegrini
Inspector Oscar Requer
Inspector Gary Dunnigan
Inspector Richard Fahlteich
Inspector Fred Ceruti
Sacando una mano del cálido refugio del bolsillo, Jay Landsman se acuclilla en el suelo, coge la barbilla del muerto y le gira la cabeza a un lado hasta que se ve la herida, un pequeño agujero ovalado que supura rojo y blanco.
—Aquí está el problema —dijo—. Tiene una pequeña fuga.
—¿Una fuga? —dice Pellegrini, siguiéndole la corriente.
—Una pequeña.
—Eso se puede arreglar.
—Pues claro que sí —dice Landsman, dándole la razón—. Ahora hay esos kits caseros de bricolaje…
—Como los de las ruedas.
—Exactamente igual que los de las ruedas —dice Landsman—. Vienen con un parche y todo lo necesario. Con una herida más grande, como la que hace un treinta y ocho, hay que cambiar la cabeza por una nueva. Pero esta se podría arreglar.
Landsman mira hacia arriba, y en la expresión de su rostro no se lee más que sincera preocupación.
Por el amor de Dios, piensa Tom Pellegrini, no hay nada como investigar asesinatos con un loco de atar. La una de la mañana, en el corazón del gueto, con media docena de agentes de uniforme contemplando cómo se les congela el aliento sobre otro cadáver: el momento y lugar perfectos para el clásico humor de Landsman, recitado con absoluta seriedad hasta que incluso el responsable de turno está riéndose a carcajadas bajo el azul de las luces de emergencia estroboscópicas. Tampoco es que el turno de medianoche de un distrito del Oeste sea el público más duro del mundo; es imposible ir en un coche patrulla durante mucho tiempo en el sector 1 o el 2 y no desarrollar un sentido del humor bastante enfermo.
—¿Alguien conoce a este tipo? —pregunta Landsman.— ¿Llegó alguien a hablar con él?
—Coño, no —dice un uniforme—. Estaba diez-siete cuando llegamos.
Diez-siete. El código policial que significa «fuera de servicio», aplicado con poca gracia a una vida humana. Hermoso. Pellegrini sonríe, contento con saber que no hay nada en el mundo que pueda interponerse entre un policía y su forma de ser.
—¿Le ha registrado alguien los bolsillos? —pregunta Landsman.
—Todavía no.
—¿Dónde coño tiene los bolsillos?
—Lleva pantalones debajo del chándal.
Pellegrini mira cómo Landsman se pone a horcajadas sobre el cuerpo, con un pie a cada lado de la cadera del hombre muerto, y empieza a tirar violentamente de los pantalones del chándal. Los estrafalarios tirones mueven el cuerpo unos cuantos centímetros en la acera, dejando una fina película de sangre y materia gris apelmazadas en el trozo en que la herida de la cabeza roza con el pavimento. Landsman embute una de sus carnosas manos en uno de los bolsillos delanteros.
—Vaya con cuidado, quizá tenga agujas —dice un uniforme.
—Eh —dice Landsman—, si alguien en esta concurrencia cogiera el sida, nadie se iba a creer que se contagió con una aguja.
El sargento retira la mano del bolsillo derecho del muerto y saca quizá un dólar en calderilla, que cae sobre la acera.
—No lleva ninguna cartera en los bolsillos delanteros. Prefiero esperar a que el forense le dé la vuelta. Alguien ha llamado al forense, ¿verdad?
—Debe de estar de camino —dice un segundo uniforme, tomando apuntes para la primera página del informe—. ¿Cuántos disparos ha recibido?
Landsman señala la herida de la cabeza y luego levanta un poco el omóplato para mostrar un agujero desigual en la parte superior de la espalda de la chaqueta de cuero del hombre.
—Uno en la cabeza, otro en la espalda. —Landsman hace una pausa y Pellegrini le mira mientras adopta de nuevo su tono de absoluta seriedad—. Podrían ser más.
El uniforme se aplica con el bolígrafo y el papel.
—Existe la posibilidad —dice Landsman, esforzándose por parecer profesional—, de hecho, es muy posible, que le dispararan dos veces a través del mismo agujero de bala.
—¿En serio? —dice el uniforme, tragándoselo por completo.
Loco de atar. Le dan una pistola, una placa y los galones de inspector jefe y lo sueltan por las calles de Baltimore, una ciudad con una cantidad desproporcionada de violencia, mugre y desesperación. Luego lo rodean con un coro de hombres heterosexuales con chaquetas azules y le dejan interpretar el papel del solitario y caprichoso que se ha colado de algún modo en la baraja. Jay Landsman, el de la amplia sonrisa de soslayo y el rostro picado de viruela, que les dice a las madres de los hombres buscados por la policía que no tienen que preocuparse por todo aquel revuelo, que se trata sólo de una común y corriente orden de arresto por asesinato. Landsman, el que deja botellas de licor vacías en los escritorios de los demás inspectores jefe y nunca olvida apagar la luz del lavabo de caballeros cuando un oficial se encuentra indispuesto. Landsman, el que sube en el ascensor de la central con el comisionado de policía y, cuando llega a su planta, sale diciendo que algún hijo de puta le ha robado la cartera. Jay Landsman, el que cuando patrullaba de uniforme por el suroeste de la ciudad, aparcaba su coche patrulla en Edmondson con Hilton y utilizaba una caja de harina de avena marca Quaker forrada de papel de aluminio para simular una pistola radar.
—Esta vez le voy a dejar ir con una advertencia —le decía a los agradecidos conductores—. Recuerde: sólo usted puede evitar los incendios forestales.
Y ahora, si no fuera porque Landsman ya no puede mantener la expresión seria, podría muy bien haber un informe enviado a los Archivos Centrales por correo interno, denuncia número 88-7A37548, que dijera que la citada víctima parecía haber recibido un disparo en la cabeza y dos en la espalda a través del mismo agujero de bala.
—No, eh, es una broma —dice al fin—. No sabremos nada con seguridad hasta la autopsia, mañana.
Mira a Pellegrini.
—Eh, Phyllis, voy a dejar que sea el forense quien le dé la vuelta.
Pellegrini esboza una media sonrisa. Lleva siendo Phyllis para su inspector jefe desde aquella larga tarde en la prisión de Rikers Island en Nueva York, cuando la jefa de las guardas se negó a cumplir una orden judicial y entregar la custodia de una presa a dos inspectores de Baltimore porque el reglamento exigía que en la escolta hubiera una mujer. Después de un debate más que suficiente, Landsman agarró a Tom Pellegrini, un italiano fornido nacido en una familia de mineros de carbón de Allegheny, y le puso delante de un empujón.
—Le presento a Phyllis Pellegrini —dijo Landsman, firmando el traspaso del prisionero—, mi compañera.
—¿Cómo está usted? —dijo Pellegrini sin titubear.
—Usted no es una mujer —dijo la guarda.
—Pero lo había sido.
Con las luces estroboscópicas iluminando su pálido rostro, Tom Pellegrini se acerca un paso para contemplar mejor lo que hasta hacía media hora había sido un traficante callejero de veintiséis años. El hombre está tirado de espaldas, con las piernas en la alcantarilla, los brazos parcialmente extendidos y la cabeza hacia el norte, cerca de una casa adosada esquinera. Los ojos, de un marrón oscuro, están fijos bajo los párpados entrecerrados, con esa expresión de vago reconocimiento tan común en los recién fallecidos violentamente. No es una mirada de horror o consternación, ni siquiera de angustia. La mayoría de las veces la última expresión del rostro de un hombre asesinado se parece a la de una colegiala nerviosa que acaba de comprender la lógica de una ecuación sencilla.
—Si aquí no hay nada más —dice Pellegrini—, voy a ir al otro lado de la calle.
—¿Por qué?
—Bueno…
Landsman se acerca y Pellegrini baja la voz, como si sugerir en voz alta que pudiera haber un testigo de ese asesinato, fuera una vergonzante muestra de optimismo.
—Hay una mujer que entró en una casa del otro lado de la calle. Alguien le dijo a uno de los primeros agentes en llegar que estaba fuera cuando empezaron los tiros.
—¿Vio lo que pasó?
—Bien, se supone que le dijo al agente que habían sido tres hombres negros vestidos con ropa oscura. Se marcharon corriendo hacia el norte después de los disparos.
No es mucho, y Pellegrini puede leer los pensamientos de su inspector jefe: tres negros vestidos de negro, una descripción que reduce la lista de sospechosos a la mitad de la población de toda la puta ciudad. Landsman asiente sin mucha convicción, y Pellegrini cruza la calle Gold, caminando con cuidado para evitar las placas de hielo que cubren buena parte de la intersección. A estas alturas ya es primera hora de la mañana, las dos y media, y la temperatura está muy por debajo de cero. Un viento frío golpea al inspector en el centro de la calzada, a pesar de su abrigo. Al otro lado de la calle Etting se han reunido los vecinos para ver qué pasa, hombres jóvenes y adolescentes dejándose ver y esforzándose por captar lo máximo de aquel inesperado espectáculo, todos tratando de ver el rostro del muerto al otro lado de la calle. Se intercambian chistes e historias, pero hasta el más joven de todos ellos sabe cómo desviar la mirada y quedarse callado en cuanto un uniforme le hace una pregunta. No hay ningún buen motivo para comportarse de otra manera, pues en media hora el muerto estará en una mesa para uno, en el pincha y corta del forense, en la calle Penn; los hombres del oeste de la ciudad estarán enfriando el café con sus cucharillas en el 7-Eleven de la calle Monroe, y los traficantes seguirán vendiendo cápsulas azules en este cruce, dejado de la mano de Dios, de Gold y Etting. Nada de lo que se diga ahora va a cambiar eso.