Quintilia se aclaró la garganta.
—Tiene un solo defecto, joven —comentó—. Debo repetir lo que dije antes, aunque los hechos contradigan mi opinión. Suponiendo que sabía lo que hacía, mi hermano nunca habría participado en un plan como el que describes.
La miramos fijamente, y ella nos sostuvo la mirada sin inmutarse. Me pregunté si Perila se parecería a ella dentro de cincuenta años.
—Lo que dije sobre la conspiración de Paulo también es aplicable aquí —continuó con firmeza—. Doblemente. Publio sería codicioso, pudo haber traicionado su confianza, pero no podía llegar a semejante grado de traición. Y menos si estaba implicada la emperatriz.
Era aconsejable cierto tacto.
—Mi señora Quintilia —dije, apoyándole la mano en el brazo—, comprendo que habrás sentido un profundo afecto por tu hermano, pero…
Me apartó el brazo.
—Publio era un cerdo codicioso y autocomplaciente con una opinión burdamente elevada de sí mismo. Nunca lo aguanté. No obstante, tenía ciertos límites. Y uno de esos límites habría sido una traición como la que describes.
¡Por Júpiter!
—Quizá lo presionaron. Quizá lo extorsionaron. Fueran cuales fuesen sus razones…
Ella alzó la mano, y me callé.
—Valerio Corvino —dijo—, eres un joven muy inteligente y muy capaz. También, por lo que veo, tienes todos los datos a tu favor. Eso no está en discusión. Sin embargo, yo conocí a Publio toda la vida, y tú no. Te repito que no podría haber participado a sabiendas en semejante plan, así como no habría renunciado a sus galas de patricio para unirse a la plebe. —Se levantó—. Y creo que ahora será mejor que te vayas.
Había pena y orgullo en su voz, además de certidumbre. Dejé la copa de vino en la mesa.
—Lo lamento, Quintilia —dije con sinceridad—. Me gustaría creerte. Pero como ves, es imposible.
Se irguió un poco más. Era tan alta que sus ojos claros casi estaban a la altura de los míos.
—¿Y acaso piensas, Corvino, que yo no lo sé? —replicó lentamente.
Estaba todo dicho. Les di las gracias y me fui.
Las literas tienen sus ventajas. Permiten reflexionar cómodamente, y eso fue lo que hice durante el regreso. Quintilia me había conmocionado más de lo que quería reconocer. Claro que los hechos apuntaban a la culpabilidad de Varo —un traidor es un traidor es un traidor—, pero la anciana había sido muy convincente. Quizá yo me equivocara en cuanto a Varo, o al menos me equivocara a medias, a pesar de la carta. Quizá lo hubieran embaucado. La pregunta era cómo.
Bien, pensé. Digamos que él no es nuestro cuarto hombre. Digamos que el fulano se llama X. La tarea de X es lograr que Varo se alíe con Arminio. Obviamente tiene que ser alguien en quien Varo confía y a quien escucha. Y necesita estar en ese sitio, porque la trampa es engorrosa y él tiene que vigilar personalmente cómo andan las cosas.
Dicho de otro modo, X es un importante miembro de la plana mayor de Varo, amén de su amigo personal.
De acuerdo. Entonces X pasa a la primera parte del plan. Logra que los dos se reúnan. Eso es fácil. Varo ya conoció a Arminio en Roma, e incluso existía cierta amistad. En los quintos infiernos, con sus pulidos modales romanos, Arminio destaca como una rosa en el desierto. En comparación con los demás lugareños, es un tipo aceptable, civilizado, uno de los nuestros. Cuando Arminio le dice a Varo que tiene una propuesta que redundará en beneficio de Roma y de paso permitirá que Varo se gane una propina, el viejo ya está medio convencido.
Arminio y Varo llegan a un acuerdo. Al norte del río, donde no rige la ley romana, Germania es un lío de tribus hostiles, y una de ellas pertenece a Arminio. Hasta ahora sólo han sido un fastidio, y por eso hemos debido mantener bien pertrechadas las guarniciones del Rin. Arminio propone fusionarlas en una federación, con él como caudillo, con la ayuda de Varo. Con Arminio al mando, en la otra margen quedaría un reino amigo que aliviaría la presión sobre la frontera norte. Será peligroso a corto plazo, le dice a Varo. Tendré que fingir que actúo contra Roma. Sólo tú sabrás la verdad, que estoy de vuestra parte. Sólo se requiere que Varo haga la vista gorda, quizá que intervenga en ocasiones usando tropas romanas contra las tribus que no se prestan al juego. Y habría dinero; carretadas de dinero, porque los gobernadores militares romanos no son baratos.
Sí. Ese viejo codicioso no habría vacilado un instante.
¿Quién era X, el tipo que echó la bola a rodar? Como decía, tenía que ser alguien cercano a Varo, parte del equipo administrativo imperial. Alguien de alto rango.
¿El lugarteniente de Varo? ¿Numonio Vela?
Todo casaba. Vela era amigo de la familia. Quintilia me lo había dicho. También era el segundo hombre en importancia dentro de la provincia, después del gobernador. Y cuando llegara el momento de repartir culpas —el momento de la marcha final—, se habría asegurado de contar con pruebas concretas para absolverse si era necesario, e incriminar al jefe: la carta de Quintilia. Salvo una confesión firmada ante las seis vestales y medio colegio de augures, nadie podía pedir nada mejor. Si acusaban al gobernador que él había escogido, Augusto se iba a pique sin salvavidas. Sin duda también se opuso a desviarse hacia el Teutoburgo, sabiendo que Varo desecharía su consejo.
La última etapa del plan también casaba. Varo pensaría que la trampa de los germanos era sólo otra parte de la engañifa, otro ardid de propaganda para poner las cosas a punto: una victoria sobre un ejército romano en el campo de batalla. Pero Vela sabía que no era así. Él había hecho su propio trato con Arminio. El enfrentamiento sería limitado, claro, pero no toda la sangre sería falsa. Los germanos permitirían que Varo entrara en el Teutoburgo, pero no atacarían todos al mismo tiempo, como él esperaba. Aguardarían a que él hubiera avanzado tanto que no pudiera retroceder, y luego le asestarían un golpe demoledor y seguirían golpeando hasta desorientarlo por completo…
En ese punto se detendrían. Ésa era la diferencia crucial entre el trato que X había hecho con Arminio y lo que había sucedido en la realidad. No habría matanza. Varo se rendiría, o le permitirían salir del bosque con su ejército desbaratado. El resultado sería el mismo, de todos modos. La reputación de Varo se iría a pique, y también la de Augusto.
Pero tampoco ocurrió de esa manera. Arminio había jugado su propia partida. Había traicionado a Varo y al agente de Livia y había buscado la yugular. Con razón Vela era un manojo de nervios. Debió comprender que lo habían embaucado mucho antes del último día, cuando decidió salvar el pellejo y tratar de llegar por su cuenta al Rin. Quizá pensaba que Arminio lo dejaría escapar, o quizá fue presa del pánico. De un modo u otro, no le sirvió de nada. Varo sale de escena, y también nuestro cuarto conspirador.
Y los principales impulsores del plan, Livia y Tiberio, quedan hundidos hasta las imperiales orejas.
Me recliné contra los cojines de la litera, sintiéndome muy complacido conmigo mismo. Todo funcionaba, todo casaba. Tenía que averiguar más sobre Vela, sin embargo. En ese momento el tipo era sólo un nombre. Quizá Perila pudiera ayudarme.
Pero cuando paré en su casa para hablarle, el portero me dijo que había ido a visitar a su madre.
Eso me recordó mis propios deberes filiales. No había visitado a mi madre en dos meses, ni siquiera en Floralia. Éste era un momento oportuno. Yo estaba sobrio y presentable: me había puesto mi manto más elegante para ver a Quintilia y aún tenía a mano mi mejor litera. Fue mala suerte para los porteadores que mi madre viviera en el Celio, donde acabábamos de estar, pero con mi excéntrica preferencia por las caminatas no les vendría mal bajar de peso.
Después del divorcio, mi madre se había casado con un viudo, Helvio Prisco. Aparte de la ceremonia nupcial, en que yo había entregado a la prometida, sólo lo había visto dos veces, y dudaba que mi madre lo hubiera visto mucho más, porque su afición lo obligaba a salir con frecuencia. La especialidad de Prisco eran las tumbas y las inscripciones funerarias. Sobre todo tumbas etruscas y de los primeros tiempos de la república. Si le hablabas de cosas normales, como el desempeño de los Azules en las carreras, o quién le había dicho qué a quién en la fiesta de anoche, sólo conseguías gruñidos. Si le preguntabas por el desarrollo de la ortografía desde sus orígenes primitivos hasta los tiempos modernos, junto con las pruebas epigráficas de un cambio de vocales en la lengua vernácula, no podías hacerlo callar. En fin. Hay de todo.
Mi madre tenía buen aspecto: había perdido mucho peso después de su frustrado embarazo y nunca lo había recobrado. Cuando llegué, estaba hablando sobre los arreglos florales con un esclavo.
—¡Marco! ¡Qué gusto verte! —Se me acercó y me besó en la mejilla, y olí la fragancia que le preparaba especialmente el mejor perfumero de Alejandría—. ¿Dónde has estado todos estos meses?
—Sólo dos, madre.
—Pues parece más tiempo. —Retrocedió. Vi que estudiaba la magulladura que mi aterrizaje me había dejado en la oreja, cuando me expulsó el portero de Silano—. Te has lastimado.
—Nada grave. Me caí por una escalera, nada más.
—Bebes demasiado, querido.
—No tuvo nada que ver con la bebida.
—Pamplinas. —La sonrisa de sus ojos se agrió con esas palabras—. Ven a sentarte.
Me recosté en el diván reservado a las visitas mientras ella impartía sus últimas instrucciones al esclavo. Luego se sentó para hablarme.
—Bien, Marco. ¿Qué es de tu vida?
—Nada especial. —No pensaba hablarle del caso Ovidio; y como Prisco estaba fuera de la alta sociedad, dudaba que se hubiera enterado por otros.
—¿Has visto a tu padre recientemente?
—Quizá. ¿Por qué?
Irguió un hombro elegante.
—Mera curiosidad. Yo le vi hace poco tiempo. Tuvimos una conversación muy civilizada.
—¿Le hablaste? —Mi padre me había dicho que había visto a mi madre, pero no que habían hablado.
—Claro que le hablé. ¿Por qué no? Estaremos divorciados, pero no somos enemigos.
No respondí.
—Está preocupado por ti, Marco. Piensa que estás desperdiciando tu vida.
—Qué simpático de su parte.
—Ojalá no desdeñaras tanto a tu padre, querido. No es justo. Nosotros no nos entendemos bien, desde luego, pero él es bien intencionado a su manera anodina. Y, por si te interesa, en este asunto coincido con él.
La miré sorprendido. En mi vida le había oído decir que estuviera de acuerdo con mi padre. Claro que tampoco había dicho que estaba en desacuerdo; simplemente, por su cuenta y sin comentarios, daba su propia opinión, que nunca casaba con la de él. No es exactamente lo mismo.
—Ya lo sé —continuó—. Eres mayor y puedes tomar tus propias decisiones. También comprendo que, como tu padre tuvo el mal tino de dejarte una buena parte de su patrimonio, gozas de independencia económica. Pero estas cosas quedan al margen.
—No me interesa la política, madre. Al menos, la política tal como la entiende papá, y parece que no existe alternativa.
—Dije que tu padre piensa que desperdicias tu vida, y en eso estoy de acuerdo. No dije que quisiéramos obligarte a ocupar un puesto público.
—Tú no, quizá, pero papá sí. En todo caso, ¿qué otra cosa hay?
—¡Marco, no lo sé! Eres tú quien debe decidirlo. Tienes veintiún años, y cumplirás veintidós el mes próximo. Ya tienes edad para saber lo que quieres hacer de tu vida.
—Pues lo sé. Quiero disfrutarla.
Ella suspiró.
—No seas melodramático, querido. Te morirás de aburrimiento antes de los treinta. De todos modos, no pienso sermonearte. Es cosa tuya, no mía. Te he dicho lo que pienso, y tú decidirás si quieres escucharme o no.
Estábamos entrando en un terreno peligroso. Cambié de tema.
—¿Cómo está mi padrastro?
—Tito está bien. En este momento está en Veyes, en pleno desenfreno genealógico. —Arrugó la frente—. Al menos, creo que es Veyes. Pero estoy segura de que el desenfreno es genealógico.
—¿No te resulta aburrido ese hombre?
—A diferencia de tu padre, Tito tiene honduras ocultas. —Sonrió de manera muy poco matronal. Me pregunté si no habría juzgado mal a Helvio Prisco—. Te sorprendería. No a ti personalmente, pero ya sabes a qué me refiero. Hablando de eso, ¿por qué no me cuentas algo sobre esa muchacha que estás viendo?
—¿Qué?
Se ve que no pude ocultar mi azoramiento, porque ella se echó a reír.
—Sí, Marco, lo sé todo sobre Rufia Perila. Ambos habéis causado un pequeño escándalo. No es que me moleste en lo personal. Por lo que he oído, la pobre muchacha necesitaba airearse. Ese Sulio Rufo es escoria.
—¿Cómo supiste lo de Perila, madre? ¿Quién te lo contó?
—No recuerdo los nombres, querido. Pero no te preocupes. Todos simpatizan con vosotros. ¿Ella pedirá el divorcio?
—Sí.
—Espero que lo consiga. Quizá se dificulte un poco, pues el marido es íntimo del hijo del emperador, pero no hay nada peor, Marco, que estar casado con alguien que no te agrada. Ni hablemos del amor. Y no importa quién sea el culpable. ¿Me entiendes, querido?
La miré rígidamente.
—Sí, eso creo, madre.
—Bien. —Se reclinó—. Ahora háblame de Perila.
Le hablé. No de nuestras cosas personales, desde luego, ni del asunto que nos había permitido conocernos: si mi madre sabía algo sobre eso, tuvo el buen tino de no mencionarlo. Se habrían llevado bien, pensé, aunque tenían carácter muy distinto. En cierto modo se complementaban.
—Debes traerla a cenar una noche —dijo cuando concluí—. A Tito también le agradará hablar con ella. El patronímico Rufia es muy inusual. —Le clavé los ojos, y desde luego que había socarronería en sus ojos y en las comisuras de la boca—. Pero hablo en serio, Marco. A mí me encantaría conocerla, y también a Tito. No te preocupes, le daré poca rienda a ese latoso. Quizá también debamos invitar a tu padre y su nueva esposa.
—¡Madre!
—Sólo una broma, querido. Si insistes en considerarla así. Sería una velada aparatosa, pero creo que a Perila no le molestaría.
No, debía reconocer que no le molestaría. Y aunque le había prometido que trataría de llevarme bien con mi padre, todo tenía un límite. Me escandalizaba que mi madre lo hubiera sugerido.
Charlamos un rato más, de esto y lo otro. Me agrada hablar con mi madre. Tiene la rapidez de un arrendajo, una brillantez e irreverencia que contrastan por completo con la ampulosidad de mi padre. Luego oí pisadas detrás de mí. Un esclavo traía una bandeja con vino y copas.