Las ilusiones perdidas (91 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Los Cointet habían llegado adonde se proponían. Después de haber torturado al inventor y a su familia, escogían el momento de esa tortura en que el cansancio hace desear un cierto reposo. Los buscadores de secretos no tienen la constancia del bull-dog, que muere con la presa entre sus dientes, y los Cointet habían estudiado de forma muy hábil el carácter de sus víctimas. Para Cointet el mayor, el arresto de David era la última escena del primer acto del drama. El segundo acto comenzaba con la proposición que Petit-Claud acababa de hacer.

Como gran maestro, el procurador consideró la locura de Lucien como una de esas suertes inesperadas que, en una partida, deciden su final. Vio a Ève tan completamente abatida por este acontecimiento, que resolvió aprovecharse de él para ganar su confianza, ya que había llegado a percatarse de la influencia de la mujer sobre el marido. Así pues, en vez de sumir aún más a la señora Séchard en la desesperación, trató de consolarla y la dirigió hábilmente hacia la prisión en la situación de ánimo en que se encontraba, pensando que convencería entonces a David para que se asociara con los Cointet.

—David, señora, me ha dicho que sólo deseaba la fortuna para usted y para su hermano, pero tiene que tener ya comprobado que sería una locura querer enriquecer a Lucien. Ese muchacho se comería tres fortunas.

La actitud de Ève demostraba bien a las claras que la última de las ilusiones sobre su hermano había desaparecido, y, por lo tanto, el procurador hizo una pausa para convertir el silencio de su cliente en una especie de asentimiento.

—Por tanto, en esta cuestión sólo se trata de usted y de su hijo. Es usted quien tiene que saber si dos mil francos de renta son suficientes para su tranquilidad, sin contar la herencia del viejo Séchard. Su suegro obtiene, desde hace algún tiempo, unas rentas de siete a ocho mil francos, sin contar los intereses que sabe sacar de sus capitales; así que, a pesar de todo, tienen ustedes un brillante porvenir. ¿Para qué atormentarse?

El procurador dejó a la señora Séchard para que reflexionara sobre esta perspectiva, bastante bien preparada la víspera por el mayor de los Cointet.

—Vaya y hágale entrever la posibilidad de cobrar una suma cualquiera —había dicho el lobo cerval de Angulema al procurador cuando vino a anunciarle la detención—, y en cuanto se hayan hecho a la idea de palpar una suma, serán nuestros; regatearemos, y, poco a poco, les haremos llegar al precio que queremos fijar para ese secreto.

Esta frase contenía, en cierto aspecto, el argumento del segundo acto de este drama financiero. Cuando la señora Séchard, con el corazón destrozado por sus temores acerca de la suerte de su hermano, se hubo vestido y bajó para dirigirse a la cárcel, experimentó la angustia que le daba el tener que atravesar sola las calles de Angulema. Sin preocuparse por la ansiedad de su cliente, Petit-Claud volvió para ofrecerle el brazo, empujado por un pensamiento bastante maquiavélico, y tuvo el mérito de una delicadeza para la que Ève fue extremadamente sensible: ya que él se lo dejó agradecer sin sacarla de su error. Esta pequeña atención, en un hombre tan duro y frío y en un momento semejante, modificó la idea que la señora Séchard había tenido hasta el momento acerca de Petit-Claud.

—Le llevo —le dijo— por el camino más corto, pero no nos tropezaremos con nadie.

—Ésta es la primera vez, caballero, que no tengo derecho a ir con la cabeza alta, bien duramente me lo hicieron saber ayer…

—Será la primera y la última.

—¡Oh! Seguramente no me quedaré en esta ciudad…

—Si su marido consintiera en las proposiciones que más o menos ya hemos decidido entre los Cointet y yo —dijo Petit-Claud a Ève, al llegar al umbral de la prisión—, hágamelo saber; vendré inmediatamente con una autorización de Cachan, que permitirá que David salga, y con toda seguridad no volverá a la prisión…

Todo esto, dicho frente al calabozo, era lo que los italianos llaman una combinación. Para ellos, esta palabra significa el acto indefinible en el que se encuentra un tanto de perfidia, mezclado al derecho, el fraude permitido, una bribonada casi legítima y bien concebida; según ellos, la noche de San Bartolomé es una combinación política.

Por las causas expuestas anteriormente, la detención por deudas es un hecho judicial tan raro en provincias que, en la mayor parte de las ciudades de Francia, no hay ni siquiera un lugar de detención. En estos casos, el deudor es encerrado en la prisión donde se encarcela a los inculpados, a los acusados y a los condenados. Tales son los diversos nombres que adoptan legal y sucesivamente los que el pueblo califica genéricamente como criminales. De este modo, David quedó instalado de forma provisional en una de las habitaciones del piso bajo de la prisión de Angulema, de donde tal vez acababa de salir algún condenado que ya había cumplido su condena.

Una vez encarcelado, con la suma decretada por la ley para los alimentos del prisionero durante un mes. David se encontró ante un grueso personaje que, para los cautivos, tiene más poder que el rey: ¡el carcelero! En provincias no se sabe de ningún carcelero delgado. En primer lugar, este puesto es una sinecura, y, además, el carcelero es como un posadero que no tiene que pagar alquiler de casa, y que se alimenta muy bien dando mal de comer a los prisioneros que alberga, como hace el posadero, de acuerdo con los medios de que dispone. Conocía de nombre a David, sobre todo a causa de su padre, y tuvo la deferencia de acostarlo decentemente por una noche, a pesar de que David se encontraba sin un céntimo.

La cárcel de Angulema data de la Edad Media y no ha sufrido más cambios que la catedral. Llamada aún Casa de Justicia, se encuentra adosada al antiguo Presidial. Su entrada es clásica, la puerta claveteada, sólida en apariencia, usada, baja y de construcción tanto más ciclópea cuanto que tiene como especie de único ojo en la frente, la mirilla por la que el carcelero reconoce a los que llaman antes de abrir. Un pasillo se extiende a todo lo largo de la fachada, en la planta baja, y a este pasillo se abren varias habitaciones cuyas ventanas, altas y con visera, reciben luz del cobertizo. El carcelero tiene una vivienda separada de aquellas habitaciones por una bóveda que divide el entresuelo en dos partes, y al fondo de la cual se ve, desde la entrada, una reja que cierra el cobertizo. David fue llevado por el carcelero a la habitación cuya puerta daba enfrente de su alojamiento. El carcelero quería estar junto a un hombre que, vista su particular posición, podía servirle para hacerle compañía.

—Es el mejor cuarto —dijo al ver como David se quedaba estupefacto ante el aspecto del local.

Las paredes de este cuarto eran de piedra y bastante húmedas. Las ventanas, muy altas, tenían barrotes de hierro. Las losas de piedra despedían un frío glacial. Se oía el paso regular del centinela que se paseaba por el corredor. Este ruido monótono, como el de la marea, provoca a cada momento este pensamiento: «¡Te han detenido, ya no eres libre!». Todos estos detalles, este conjunto de cosas, obra de manera prodigiosa sobre la moral de las personas honradas.

David vio una cama execrable; pero las personas encarceladas se ven agitadas de forma tan violenta durante la primera noche, que no se percatan de la dureza de su cama hasta la segunda. El carcelero estuvo condescendiente, propuso naturalmente a su detenido si quería pasearse por el cobertizo hasta la noche. El suplicio de David no comenzó hasta el momento de acostarse. Estaba prohibido dejar una luz a los prisioneros; era, por tanto, necesario un permiso del procurador del rey para exceptuar al detenido por deudas del reglamento que concernía únicamente a las personas que habían caído bajo la férula de la justicia.

El carcelero admitió de buen grado a David en su morada, pero le fue preciso encerrarle al fin en su celda a la hora de acostarse. El pobre marido de Ève conoció entonces los horrores de la prisión y la grosería de sus costumbres, que le sublevó. Pero, debido a una de esas reacciones bastante propias de los pensadores, se aisló en esta soledad y se libró de ella mediante uno de esos sueños que los poetas tienen la facultad de realizar completamente despiertos. El desgraciado acabó por llevar sus reflexiones a sus negocios.

La cárcel predispone enormemente al examen de conciencia. David se preguntó si había cumplido con sus deberes de padre de familia, ¡cuánta debía de ser la desolación de su mujer! ¿Por qué, como le decía Marion, no ganar bastante dinero como para realizar más tarde su descubrimiento con toda tranquilidad?

«¿Cómo —se decía— quedarse en Angulema después de un escándalo semejante? Si salgo de la cárcel, ¿qué va a ser de nosotros?, ¿adónde iremos?».

Algunas dudas aparecieron sobre sus procedimientos. Fue una de esas angustias que sólo pueden ser comprendidas por los mismos inventores. De duda en duda, David llegó a ver claro la situación y se dijo a sí mismo lo que los Cointet había dicho al tío Séchard, lo que Petit-Claud acababa de decir a Ève: «Suponiendo que todo vaya bien, ¿qué pasará con la aplicación? Necesito una patente de inventor, y eso es dinero. Necesito también una fábrica en la que hacer mis ensayos en grande, y eso será descubrir mi invención. ¡Oh!, ¡qué razón tenía Petit-Claud!». Las más oscuras prisiones emiten vivos resplandores.

«¡Bah! —se dijo David, durmiéndose sobre la especie de cama de campaña en la que había un horrible colchón de tela marrón, muy basto—. Sin duda veré a Petit-Claud mañana por la mañana».

David se había preparado, pues, bien a sí mismo para escuchar las proposiciones que su mujer le llevaba de parte de sus enemigos. Después de que hubo abrazado a su marido y se hubo sentado al pie de la cama, ya que sólo había una silla de madera de la peor clase, la mirada de la mujer se posó sobre el feo caldero colocado en un rincón y sobre los muros repletos de nombres y de apotegmas escritos por los predecesores de David. Y entonces, de sus ojos enrojecidos, las lágrimas comenzaron a caer de nuevo. Y aún tuvo lágrimas, después de las que había derramado, al ver a su marido en la situación de un criminal.

—¡He aquí hasta dónde puede conducir el deseo de la gloria!… —exclamó—. ¡Oh, ángel mío!, abandona esta carrera… Sigamos juntos el camino trillado y no busquemos una fortuna rápida… Me es preciso muy poca cosa para ser feliz, sobre todo después de haber sufrido tanto… Y si tú supieras… Esta deshonrosa situación no es nuestra peor desgracia… ¡Toma!

Le tendió la carta de Lucien, que David leyó rápidamente, y, para consolarle, le contó el desagradable comentario de Petit-Claud sobre Lucien.

—Si Lucien se ha matado, ya lo ha hecho —dijo David—; y si no lo ha hecho aún, no se matará; no puede, como él bien dice, tener valor más de una mañana…

—¡Pero permanecer con esta ansiedad!… —exclamó la hermana, que lo perdonaba todo o casi todo ante la idea de la muerte.

Contó de nuevo a su marido las proposiciones de Petit-Claud, que éste había supuesto obtener de los Cointet y que fueron aceptadas por David inmediatamente, con visible placer.

—Tendremos con qué vivir en una aldea cerca del Houmeau, en donde está situada la fábrica de los Cointet, ¡y sólo quiero tranquilidad! —exclamó el inventor—. Si Lucien se ha castigado con la muerte, tendremos bastante suerte para esperar la de mi padre; y si existe, el pobre muchacho sabrá conformarse con nuestra mediocridad… Los Cointet se aprovecharán a buen seguro de nuestro descubrimiento, pero, después de todo, ¿qué soy con respecto a mi región?… Un hombre. Si mi secreto aprovecha a todos, ¡entonces estoy contento! Mira, querida Ève, ni el uno ni el otro hemos nacido para ser comerciantes. No sentimos el deseo del beneficio, ni esa repugnancia a soltar cualquier clase de moneda, aun la que se debe, que son, tal vez, las virtudes del negociante, ya que se nombran estas dos avaricias: Prudencia y Sentido comercial.

Encantada por esta conformidad de pareceres, una de las más dulces flores del amor, ya que los intereses y las mentalidades pueden muy bien no ir al unísono en dos seres que se quieren, Ève rogó al carcelero que enviara a alguien con un recado a casa de Petit-Claud, en el que decía libraran a David, anunciándole su mutuo consentimiento a las bases del arreglo concertado. Diez minutos más tarde, Petit-Claud entraba en la horrible habitación de David y decía a Ève:

—Vuelva a casa, señora; iremos en seguida…

—Vaya, mi querido amigo —dijo Petit-Claud—, te has dejado prender. ¿Cómo pudiste cometer la imprudencia de salir?

—¿Y cómo no iba a salir? Mira lo que me escribió Lucien.

David entregó a Petit-Claud la carta de Cérizet; Petit-Claud la cogió, la leyó, la miró, palpó el papel y habló de negocios, doblando la carta como por distracción para metérsela después al bolsillo. Luego, el procurador tomó a David por el brazo y salió con él, ya que el descargo del alguacil había sido llevado al carcelero durante esta conversación. Al entrar en su casa, David se creyó en el cielo, lloró como un niño al abrazar a su pequeño Lucien y al encontrarse de nuevo en su dormitorio, después de veinte días de detención, cuyas últimas horas eran, según las costumbres de la provincia, deshonrosas. Kolb y Marion habían vuelto. Marion se enteró en el Houmeau de que Lucien había sido visto andando por la carretera de París, más allá de Marsac. Las ropas del dandy habían llamado la atención de los campesinos que llevaban comestibles a la ciudad. Después de lanzarse a caballo por la carretera principal, Kolb se había enterado finalmente en Mansle que Lucien, reconocido por el señor Marron, viajaba en una calesa.

—¿Qué le decía yo? —exclamó Petit-Claud—. Este muchacho no es un poeta, es una novela continua.

—En una calesa —repitió Ève—. ¿A dónde irá esta vez?

—Ahora —dijo Petit-Claud a David— venga a casa de los señores Cointet, le están esperando.

—¡Ah! —exclamó la bella señora Séchard—. Se lo ruego, defienda bien nuestros intereses, en sus manos está todo nuestro futuro.

—¿Quiere, señora —dijo Petit-Claud—, que la entrevista se celebre en su casa? Le dejo a David. Estos señores vendrán aquí esta tarde, y verá si sé defender sus intereses.

—¡Ah, caballero, me daría una gran alegría! —dijo Ève.

—Pues bien —repuso Petit-Claud—, esta tarde aquí, hacia las siete.

—Se lo agradezco —repuso Ève, con una mirada y un acento que probaron a Petit-Claud cuántos progresos había hecho en la confianza de su cliente.

—No tema nada, ¿lo ve? Tenía yo razón —añadió—. Su hermano está a treinta leguas de su suicidio. En fin, tal vez esta tarde tenga una pequeña fortuna. Se presenta un serio comprador de su imprenta.

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