Las ilusiones perdidas (93 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—¡Quince mil francos! —exclamó Ève, levantando los brazos.

—Sí, señora —dijo el cartero, presentándose—, quince mil francos que ha traído la diligencia de Burdeos, que venía bien cargada, ¡vamos! Tengo dos hombres abajo que le suben los sacos. Esto le viene remitido por el señor Lucien Chardon de Rubempré… Le subo una pequeña bolsa de piel en la que hay para usted quinientos francos de oro y, probablemente, una carta.

Ève creyó soñar al leer la carta siguiente:

«Mi querida hermana, te mando quince mil francos.

»En lugar de matarme, he vendido mi vida. Ya no me pertenezco, no soy más que el secretario de un diplomático español, soy su criatura.

»Comienzo una terrible existencia. Tal vez me hubiese valido más ahogarme.

»Adiós. David quedará libre, y con cuatro mil francos podrá, sin duda, comprar una pequeña papelera y hacer fortuna.

»No penséis más, os lo ruego, en vuestro pobre hermano

Lucien».

—Está escrito —dijo la señora Chardon, que acudió a ver cómo se amontonaban los sacos— que mi pobre hijo será siempre fatal, tanto escribiendo como haciendo el bien.

—¡Nos hemos librado por los pelos! —exclamó el mayor de los Cointet, cuando se encontró en la plaza du Murier—. Una hora más tarde los reflejos de ese dinero hubiesen iluminado la escritura, y nuestro hombre se habría asustado. Dentro de tres meses, como nos lo ha prometido, sabremos a qué atenernos.

Por la noche, a las siete, Cérizet compró la imprenta y la pagó, comprometiéndose a satisfacer el alquiler del último trimestre. A la mañana siguiente, Ève había remitido cuarenta mil francos al recaudador general, para hacer comprar a nombre de su marido dos mil quinientos francos de renta. Después escribió a su suegro para que le encontrara en Marsac una pequeña propiedad de diez mil francos, para asentar allí su fortuna personal.

El plan de Cointet el mayor era de una enorme sencillez. Desde el primer momento consideró que el encolado en la tina era imposible. El añadir materias vegetales poco costosas a la pasta de trapos le pareció el verdadero y único medio de lograr su propósito. Se propuso, por tanto, pasar por alto el abaratamiento de la pasta e insistir enormemente en el encolado en la tina. He aquí por qué.

La fabricación de Angulema se ocupaba por aquel entonces casi exclusivamente de papeles de escribir llamados Escudo, Poulet, Ecolier, Coquille, que, naturalmente, todos son encolados. Esto fue, durante largo tiempo, la gloria de la papelería de Angulema. Por lo tanto, la especialidad monopolizada por los fabricantes de Angulema, desde tiempos atrás, daban la razón a la existencia de los Cointet; y el papel encolado, como pronto lo vamos a ver, no entraba para nada en la especulación.

La previsión de los papeles de escribir está limitada con exceso, mientras que la de los papeles de impresión y sin encolar prácticamente no tienen límites. En el viaje que hizo a París para poner la patente a su nombre, Cointet el mayor pensaba establecer negocios que determinarían grandes cambios en su forma de fabricar. Alojado en casa de Métivier, Cointet le dio instrucciones para lograr hacerse, en el plazo de un año, con la exclusiva en el mercado de los periódicos, arrebatándosela a los papeleros que la explotaban, bajando los precios de la resma a una cifra tal que ninguna fábrica pudiese competir y prometiendo a cada periódico un blanco y unas calidades superiores a las mejores empleadas hasta entonces. Como los negocios con los periódicos son a plazo fijo, era necesario antes realizar una serie de trabajos subterráneos con las administraciones para poder llegar a establecer este monopolio; pero Cointet calculó que tendría tiempo suficiente para deshacerse de Séchard mientras Métivier obtenía acuerdos con los principales diarios de París, cuyo consumo se elevaba por aquel entonces a doscientas resmas diarias.

Naturalmente, Cointet interesó a Métivier en una proporción determinada, con respecto a esa provisión, a fin de tener un representante hábil en la plaza de París, y no perder tiempo en viajes. La fortuna de Métivier, una de las más considerables del comercio papelero, ha tenido como origen este negocio. Durante diez años tuvo, sin competencia posible, el abastecimiento de los periódicos de París. Tranquilo sobre su futuro, el mayor de los Cointet regresó a Angulema, a tiempo para asistir al matrimonio de Petit-Claud, cuyo bufete había sido vendido, y que esperaba el nombramiento de su sucesor para ocupar el puesto del señor Milaud, prometido al protegido de la condesa Châtelet.

El segundo sustituto del procurador del rey en Angulema fue nombrado primer sustituto en Limoges, y el ministro de Justicia envió a uno de sus protegidos al Tribunal de Angulema, en donde el puesto de primer sustituto quedó vacante durante dos meses. Este intervalo fue la luna de miel de Petit-Claud.

En ausencia del gran Cointet, David realizó primero una fabricación sin cola, que dio como resultado un papel de periódico muy superior al que utilizaban los periódicos, y luego una segunda, de papel vitela magnífico, destinado a las impresiones de categoría y que la imprenta Cointet empleó para una edición del
Devocionario de la diócesis
. Los materiales habían sido preparados por David en persona, en secreto, ya que no quiso más obreros junto a él que Kolb y Marion.

A la vuelta de Cointet el mayor, todo cambió de aspecto; estudió las muestras de los papeles fabricados y sólo se sintió satisfecho a medias.

—Mi querido amigo —dijo a David—, el comercio de Angulema es el papel
Coquille
. Antes de todo es preciso hacer la
Coquille
más bonita con un costo inferior al cincuenta por ciento con respecto al actual.

David trató de fabricar una tina de pasta encolada para
Coquille
y obtuvo un papel recio como un cepillo, en el que la cola se distribuía a grumos. El día en que el experimento se terminó y David pudo contemplar una de las hojas, se fue a un rincón; quería estar solo para devorar su pena; pero el mayor de los Cointet acudió a alentarlo, fue para con él de una encantadora amabilidad y consoló a su socio.

—No se desanime —dijo Cointet—. ¡Adelante siempre! Soy una buena persona y le comprendo, ¡llegaremos al final!…

—Verdaderamente —dijo David a su esposa, al llegar a casa para comer—, estamos unidos a gentes honradas y nunca hubiese creído que Cointet el mayor pudiera ser tan generoso.

Y le contó su conversación con su pérfido socio. Pasaron tres meses de experiencias. David dormía en la papelera y observaba los efectos de las diversas composiciones le la pasta. Unas veces atribuía su fracaso a la mezcla de los trapos y sus materiales, y efectuaba una fabricación compuesta enteramente por sus ingredientes. Otras veces trataba de encolar una fabricación enteramente compuesta de trapos. Y siguiendo su obra con una perseverancia admirable y bajo los ojos de Cointet el mayor, de quien el pobre hombre ya no desconfiaba, fue de materia homogénea en materia homogénea hasta que agotó la serie de sus ingredientes combinados con todas las diferentes colas.

Durante los seis primeros meses del año de 1823, David Séchard vivió con Kolb en la fábrica de papel, si se puede llamar vivir a descuidar su alimento, su vestir y su persona. Se batió tan desesperadamente con las dificultades, que para otros hombres que no fueran los Cointet hubiese resultado un espectáculo sublime, ya que ningún pensamiento interesado preocupaba a este atrevido luchador. Hubo un momento en que no deseó nada más que la victoria. Espiaba con maravillosa sagacidad los extraordinarios efectos de las sustancias transformadas por el hombre en productos a su conveniencia, y en donde la naturaleza es, en cierto aspecto, domada en sus secretas resistencias, deduciendo de ello interesantes leyes industriales, observando que no se podían obtener esta especie de creaciones si no era obedeciendo a las relaciones ulteriores de las cosas, a lo que él llamó la segunda naturaleza de la sustancia.

Finalmente, en el mes de agosto, llegó a obtener un papel encolado en la tina, absolutamente semejante al que la industria fabricaba en ese momento, que se emplea como papel de pruebas en las imprentas, pero cuya calidad no tiene ninguna uniformidad y hasta el encolado no es seguro. Este resultado tan satisfactorio, si se tiene en cuenta la situación papelera de 1823, había costado diez mil francos, y David esperaba resolver las últimas dificultades del problema. Pero entonces comenzaron a extenderse por Angulema y el Houmeau unos singulares rumores: David Séchard arruinaba a los hermanos Cointet. Después de haber devorado treinta mil francos en experimentos, obtenía al fin, según se decía, un papel muy malo.

Los demás fabricantes, asustados, se atenían a los métodos antiguos y, celosos de los Cointet, iban extendiendo el rumor de la próxima ruina de esta ambiciosa casa. El mayor de los Cointet, por su parte, hacía venir máquinas para fabricar el papel continuo, haciendo siempre creer que esta maquinaria era necesaria para las experiencias de David Séchard. Pero el jesuítico negociante mezclaba a la pasta los ingredientes indicados por Séchard y, animándole siempre para que sólo se ocupara del problema del encolado en la fabricación, enviaba a Métivier miles de resmas de papel de periódico.

En el mes de septiembre, Cointet el mayor tomó aparte a David Séchard, y, al enterarse por él que meditaba un experimento triunfal, le disuadió de que continuara esa lucha.

—Mi querido David, váyase a Marsac a ver a su esposa y a descansar de sus fatigas; no queremos arruinarnos —le dijo amistosamente—. Lo que considera un gran triunfo no es más que un punto de partida. Ahora esperaremos antes de lanzarnos a nuevas experiencias. Sea justo. Vea los resultados. No somos solamente papeleros, somos impresores, banqueros, y se dice que nos arruina usted… —David Séchard hizo un gesto de sublime ingenuidad para protestar de su buena fe—. No son cincuenta mil francos tirados al Charente lo que nos arruinan —continuó Cointet el mayor, respondiendo al gesto de David—, pero no queremos vernos obligados, a causa de las calumnias que corren sobre nosotros, a tener que pagarlo todo al contado; nos veríamos obligados a interrumpir nuestras operaciones. Nos encontramos al final de nuestro contrato, se ha de reflexionar por ambas partes.

«¡Tiene razón!», se dijo David, quien, sumido en sus experimentos en grande, no se había fijado en el movimiento que había adquirido la fábrica.

Y se fue a Marsac, donde desde hacía seis meses iba a ver a Ève todos los sábados por la noche y la dejaba el martes a la mañana.

Bien aconsejada por el viejo Séchard, Ève había comprado, precisamente delante de los viñedos de su suegro, una casa llamada la Verberie, acompañada de tres
arpents
de jardín y un cercado de viñas enclavado en el viñedo de su suegro. Vivía con su madre y Marion de manera muy económica, ya que aún debía pagar cinco mil francos de esta encantadora propiedad, la más bonita de Marsac. La casa, entre patio y jardín, estaba construida con toba, cubierta de pizarra y adornada con esculturas que la facilidad en esculpir la toba permite prodigar sin demasiados gastos. El bello mobiliario, procedente de Angulema, parecía aún más bonito en el campo, donde nadie en la región desplegaba aún el menor lujo. Delante de la fachada, por el lado del jardín, había una hilera de granados, naranjos y plantas raras que el anterior propietario, un anciano general muerto a manos del señor Marron, cultivaba personalmente. Fue bajo un naranjo, en el momento en que David jugaba con su mujer y su pequeño Lucien, delante de su padre, donde el alguacil le trajo personalmente una comunicación de los hermanos Cointet a su asociado para constituir el tribunal arbitral ante el cual, según los acuerdos de su acta de sociedad, debían resolverse sus diferencias. Los hermanos Cointet pedían la devolución de los seis mil francos y la propiedad de la patente, así como los futuros frutos de su explotación como indemnización por los enormes gastos hechos por ellos sin ningún resultado.

—¡Dicen que les estás arruinando! —dijo el viñador a su hijo—. Es la única cosa que has hecho que me parezca agradable.

Al día siguiente, Ève y David se encontraban, a las nueve, en la antecámara del señor Petit-Claud; convertido en el defensor de la viuda el tutor del huérfano, y cuyos consejos les parecieron los más indicados a seguir. El magistrado recibió maravillosamente a sus antiguos clientes, y se empeñó en que el señor y la señora Séchard le hicieran el honor de almorzar con él.

—¡Los Cointet les reclaman seis mil francos! —dijo, sonriendo—. ¿Cuánto deben aún del precio de la Verberie?

—Cinco mil francos pero va tengo dos mil… —dijo Ève.

—Guárdese sus dos mil francos —repuso Petit-Claud—. Veamos, cinco mil… necesitan aún diez mil francos para instalarse perfectamente allá abajo… Pues bien, dentro de un par de horas los Cointet les traerán quince mil francos…

Ève hizo un gesto de sorpresa.

—… Contra la renuncia por parte suya a todos los beneficios del acta de sociedad, que disolveremos amistosamente —dijo el magistrado—. ¿Les parece bien?

—¿Y será legal esto? —preguntó Ève.

—Completamente legal —dijo el magistrado, sonriendo—. Los Cointet ya les han causado suficientes disgustos y voy a poner fin a sus pretensiones. Escuchen, hoy soy magistrado y tienen que saber la verdad. Pues bien, los Cointet les engañan en estos momentos, pero están en sus manos. Podrían ganar el proceso que intentan, aceptando la guerra. ¿Quieren estar de nuevo pleiteando durante diez años? Se multiplicarán los peritajes y los arbitrajes y quedarán sometidos al azar de las más contradictorias opiniones… Y —dijo, sonriendo— no conozco aquí a ningún procurador que les pueda defender, ya que mi sucesor carece de medios. Piénselo, un mal arreglo vale más que un buen pleito…

—Todo arreglo que nos proporcione la tranquilidad me parecerá bien —dijo David.

—Paul —llamó Petit-Claud a su criado—, ¡vaya a buscar al señor Ségaud, mi sucesor!… Mientras almorzamos irá a ver a los Cointet —dijo a sus antiguos clientes—, y dentro de unas horas se volverán a Marsac arruinados, pero tranquilos. Con diez mil francos se harán quinientos francos de renta, y en su bonita finca vivirán felices.

Al cabo de dos horas, como Petit-Claud lo había dicho,
maître
Ségaud volvió con dos escrituras debidamente firmadas por los Cointet y con quince billetes de mil francos.

—Te debemos mucho —dijo David a Petit-Claud.

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