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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (92 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Si es así —dijo Ève—, ¿por qué no esperar antes de ligarnos a los Cointet?

—¿Olvida, señora —repuso Petit-Claud, que vio el peligro de su confidencia—, que no se verán libres para vender su imprenta hasta después de haber pagado al señor Métivier, ya que todos sus útiles continúan embargados?

Una vez en su casa, Petit-Claud hizo llamar a Cérizet. Cuando el regente entró en su despacho, lo llevó hasta una de las ventanas.

—Mañana por la noche serás propietario de la imprenta Séchard, y lo bastante protegido para obtener la transmisión de tu patente —le dijo al oído—. ¡Pero imagino que no Quieres terminar en galeras!

—¡De qué, de qué las galeras! —exclamó Cérizet.

—Tu carta a David es falsa, y yo la tengo… Si interrogaran a Henriette, ¿qué diría?… No quiero perderte —dijo a continuación Petit-Claud, viendo palidecer a Cérizet.

—¿Quiere alguna cosa más de mí? —preguntó el parisiense.

—Pues bien, mira lo que espero de ti —continuó Petit-Claud—. Escúchame bien, serás impresor en Angulema dentro de dos meses… ¡Pero deberás tu imprenta y no la habrás pagado en diez años!… Trabajarás durante mucho tiempo para tus capitalistas, y además te verás obligado a ser el testaferro del partido liberal… Yo seré quien redacte tu acta de comandita con Gannerac; la haré de forma que un día la imprenta pueda ser tuya… Pero si crean un periódico, si eres su gerente, si soy aquí primer sustituto, te entenderás con Cointet el mayor, para publicar en tu periódico artículos de tal naturaleza que haya que retirarlo y suprimirlo… Los Cointet te pagarán muy bien para que les hagas ese favor… Sé muy bien que serás condenado, que tendrás que vértelas en prisión, pero pasarás por un hombre importante y perseguido. Te convertirás en un personaje del partido liberal, un sargento Mercier, un Paul-Louis Courier, un Manuel en pequeño. Nunca te dejaré retirar tu patente. En resumen, el día en que el periódico sea suprimido, quemaré esta carta ante ti… Tu fortuna no te costará muy cara…

Las personas del pueblo tienen ideas muy erróneas sobre las distinciones legales de la falsificación, y Cérizet, que se veía ya en el banquillo, respiró.

—Dentro de tres años seré procurador del rey en Angulema —continuó Petit-Claud—; podrás necesitar de mí, piénsalo.

—Estoy de acuerdo —dijo Cérizet—. Pero no me conoce bien: queme esta carta delante de mí y fíese de mi agradecimiento.

Petit-Claud miró a Cérizet. Fue uno de esos duelos de ojos en que la mirada del que observa es como un escalpelo con el que se intenta explorar el alma, y en el que los ojos del hombre que coloca entonces esas virtudes como en una exposición son una especie de espectáculo.

Petit-Claud no respondió; encendió una vela y quemó la carta, mientras pensaba: «¡Aún tiene que hacerse su fortuna!».

—Dispone usted de un alma condenada —dijo el regente.

David esperaba con vaga inquietud su conversación con los Cointet: no era la discusión de sus intereses ni la del acta que se debía extender lo que le preocupaba, sino la opinión que los fabricantes iban a tener de sus trabajos. Se encontraba en la situación del autor dramático ante sus jueces. El amor propio del inventor y sus ansiedades en el momento de conseguir sus fines propuestos, hacían palidecer cualquier otro sentimiento.

Finalmente, hacia las siete de la tarde, en el instante en que la señora condesa du Châtelet se metía en la cama, pretextando una jaqueca, y dejaba que su marido hiciera los honores de la cena, hasta tal punto se encontraba afligida por las noticias contradictorias que corrían acerca de Lucien, los Cointet, el gordo y el mayor, entraron con Petit-Claud en la casa de su competidor, que se entregaba a ellos atado de pies y manos. Pero en un principio se encontraron detenidos por una dificultad preliminar: ¿cómo hacer una escritura de sociedad sin conocer los procedimientos de David? Y si se divulgaban los procedimientos de David, éste se encontraba a merced de los Cointet. Petit-Claud logró que la escritura fuese hecha antes. El mayor de los Cointet pidió entonces a David que le enseñara algunos de sus productos, y el inventor le presentó las últimas hojas fabricadas, garantizándole su precio de costo.

—¡Bueno, ya está! —dijo Petit-Claud—. Ya tenemos la base de la escritura; pueden asociarse bajo esas condiciones introduciendo una cláusula de disolución en el caso en que las normas de la patente no se cumplieran al ser ejecutadas en fábrica.

—Otra cosa, caballero —dijo el mayor de los Cointet a David—; una cosa es fabricar en pequeño, en su habitación, en pequeñas cantidades, muestras de papel, y otra el dedicarse a la fabricación a gran escala. Juzgue usted mismo con un solo ejemplo. Hacemos papeles de color y compramos, para teñirlos, tinturas muy parecidas. Así pues, el índigo sirve para azular y se toma de una caja en la que cada pastilla proviene de una misma fabricación. Pues bien, nunca hemos podido obtener dos tintajes idénticos… En la preparación de nuestros materiales se operan fenómenos que sobrepasan nuestros conocimientos. La cantidad y la calidad de la pasta cambian por completo nuestro trabajo. Cuando tiene en la pila una serie de ingredientes que no pido saber cuáles son, es su dueño, puede obrar de manera uniforme sobre todas las partes, ligarlas, amasarlas, moldearlas a su antojo, darles un aspecto homogéneo… Pero, ¿quién le garantiza que en una fabricación de quinientas resmas sucederá lo mismo y que su procedimiento tendrá éxito?

David, Ève y Petit-Claud se miraron, diciéndose muchas cosas en sus miradas.

—Le pondré un ejemplo que le proporcione más claridad —dijo Cointet el mayor, tras una pausa—. Corta un par de gavillas de heno en una pradera y las coloca muy apretadas en su habitación sin haber dejado que la hierbas echen el fuego, como dicen los campesinos; tiene lugar la fermentación, pero no causa accidentes. Con la base de esta experiencia, ¿sería capaz de almacenar dos mil gavillas en una granja de madera?… Sabe muy bien que el fuego prenderá en el heno y que su granja ardería como una cerilla. Usted es un hombre instruido —dijo Cointet a David—. ¿Saca la conclusión? En estos momentos ha cortado dos gavillas de heno, y tememos prender fuego a nuestra fábrica de papel si encerramos en ella dos mil. En otros términos, podemos perder más de una fabricación, sufrir pérdidas y encontrarnos sin nada en las manos, después de habernos gastado mucho dinero.

David estaba aterrado. La práctica hablaba su lenguaje positivo a la Teoría, cuya palabra se encuentra siempre en el futuro.

—¡Al diablo si yo firmo semejante acta de asociación! —exclamó brutalmente Cointet el gordo—. Si tú quieres, Boniface, puedes perder tu dinero, pero yo me guardaré el mío… Ofrezco pagar las deudas del señor Séchard y seis mil francos… Tres mil francos más en letras —prosiguió— a doce y quince meses… Ya son bastantes riesgos a correr… Tenemos doce mil francos que tomar de nuestra cuenta con Métivier. Esto hará ya quince mil francos. Pero es todo lo que pagaría por el secreto, y para explotarlo yo solo. ¿Conque ésta es la ganga de que me hablabas, Boniface?… Pues muchas gracias, ¡te creía más inteligente y despierto! No, esto no es lo que se llama un negocio…

—La cuestión para ustedes —dijo entonces Petit-Claud, sin asustarse por esta salida— se reduce a lo siguiente: ¿Quieren arriesgar veinte mil francos por comprar un secreto que puede enriquecerles? Pero, caballeros, los riesgos están siempre en proporción con los beneficios… Es un riesgo de veinte mil francos contra una fortuna. El jugador coloca un
luis
para ganar treinta y seis en la ruleta, pero sabe que su
luis
está perdido. Hagan lo propio.

—Quiero reflexionar —dijo el gordo Cointet—; yo no soy tan inteligente como mi hermano. Soy un pobre hombre bien simple que sólo sabe una cosa: fabricar el libro de misa a veinte sueldos y venderlo a cuarenta. En una invención que se encuentra solamente en los comienzos, sólo veo una causa de ruina. La primera tanda la lograremos, fallaremos la segunda, seguiremos adelante; entonces uno se deja llevar, y cuando se han pasado los brazos por esos engranajes, el cuerpo va detrás…

Contó la historia de un negociante de Burdeos, arruinado por haber querido cultivar las Landas siguiendo las indicaciones de un sabio; encontró en seguida seis ejemplos parecidos en los departamentos del Charente y de Dordoña, en la industria y en la agricultura; se dejó llevar por su conversación, no quiso escuchar nada, y las objeciones de Petit-Claud acrecentaban su irritación en lugar de calmarla.

—Prefiero comprar más cara una cosa cierta que este descubrimiento, y tener únicamente un pequeño beneficio —dijo, mirando a su hermano—. A mi juicio, nada parece estar lo suficientemente sólido como para hacer un negocio —exclamó.

—Bueno, pero ustedes han venido aquí para algo —dijo Petit-Claud—. ¿Qué ofrecen ustedes?

—Liberar al señor Séchard y asegurarle, en caso de éxito, el treinta por ciento de los beneficios —repuso vivamente Cointet el gordo.

—¡Eh, caballero! —dijo Ève—. ¿Y con qué viviremos durante todo el tiempo de las experiencias? Mi marido ha sufrido la vergüenza de ir a la cárcel, puede volver allí; las cosas no variarán por eso, y nosotros podremos pagar nuestras deudas…

Petit-Claud se colocó un dedo en los labios, mirando a Ève.

—No son ustedes razonables —dijo, dirigiéndose a los dos hermanos—. Han visto el papel, el viejo Séchard les dijo que su hijo, encerrado por él, había, en una sola noche, con ingredientes que debían costar muy poco, fabricado un papel excelente… Están aquí para llegar a un acuerdo, están dispuestos a ello, ¿sí o no?

—Mire —dijo Cointet el grande—, tanto si mi hermano quiere como si no, yo arriesgo el pago de las deudas del señor Séchard; doy seis mil francos al contado, y el señor Séchard tendrá el treinta por ciento de los beneficios; pero escuche bien esto: si en el espacio de un año no ha conseguido las realizaciones que él mismo detallará en la escritura, nos devolverá los seis mil francos, la patente nos pertenecerá y saldremos adelante de la mejor forma que podamos.

—¿Estás seguro de ti? —dijo Petit-Claud, cogiendo a David en un aparte.

—Sí —repuso David, que cayó víctima de la táctica de los dos hermanos y que temblaba sólo de pensar que Cointet el gordo podía romper esta conferencia de la que dependía su porvenir.

—Muy bien, entonces voy a redactar la escritura —dijo Petit-Claud a los Cointet y a Ève—; esta noche enviaré una copia a cada uno, la meditarán durante toda la mañana, y luego, a la tarde, hacia las cuatro, al salir de la audiencia, la firmarán. Ustedes, caballeros, retiren las letras de Métivier. Yo, por mi parte, escribiré para que suspendan el proceso en el Tribunal real y nos notificaremos los desestimientos recíprocos.

He aquí el enunciado de las obligaciones de Séchard.

«Entre los abajo firmantes, etc.

»Al afirmar el señor David Séchard, hijo, impresor en Angulema, haber hallado el medio de encolar por un igual el papel en la tina, y el sistema para reducir el precio de fabricación de toda clase de papel en más de un cincuenta por ciento, mediante la introducción de materias vegetales en la pasta, bien mezclándolas a los trapos empleados hasta el presente, bien empleándolas sin mezcla de trapos, se forma una Sociedad para la explotación de la patente de invención, que se ha de establecer sobre la base de esos procedimientos entre el señor David Séchard, hijo, y los señores Cointet hermanos, con las clausulas y condiciones siguientes…».

Uno de los artículos de la escritura despojaba completamente a David Séchard de sus derechos en el caso de que no cumpliera las promesas enunciadas en aquel libelo, cuidadosamente redactado por Cointet el mayor y consentido por David.

Al llegar esta escritura a la mañana siguiente, a las siete y media, Petit-Claud enteró a David y a su esposa de que Cérizet ofrecía veintidós mil francos al contado por la imprenta. El contrato de venta podía firmarse aquella misma tarde.

—Pero —añadió— si los Cointet se enteraran de esta adquisición, serían capaces de no firmar su acuerdo, perseguirles y hacerles vender esto…

—¿Está seguro del pago? —preguntó Ève, extrañada al ver terminarse un asunto del que ya había perdido toda esperanza y que tres meses antes lo hubiese salvado todo.

—Tengo el dinero en mi casa —repuso concisamente.

—¡Pero esto es cosa de magia! —dijo David, preguntando a Petit-Claud la causa de esta dicha.

Petit-Claud dijo:

—Es algo muy sencillo: los negociantes del Houmeau quieren fundar un periódico.

—Pero yo me comprometí a no hacerlo —repuso David.

—Usted sí; pero, ¿y su sucesor?… Además —añadió—, no se preocupe por nada; venda, embólsese el dinero y deje que Cérizet se desembarace de las cláusulas de la venta, ya sabrá salir del apuro.

—Ah, sí —dijo Ève.

—Si usted se comprometió a no publicar ningún periódico en Angulema, los financieros de Cérizet lo harán en el Houmeau.

Ève, deslumbrada ante la perspectiva de poseer treinta mil francos, de cubrir las necesidades, no consideró ya la escritura de asociación sino como una esperanza secundaria. Por lo tanto, el señor y la señora Séchard cedieron acerca de un punto de la escritura que dio pie a una última discusión. El mayor de los Cointet exigió que se pusiera a su nombre la patente del invento. Logró establecer que, desde el momento en que los derechos útiles de David estaban perfectamente definidos en el acta, la patente podía ir de forma indiferente a nombre de cualquiera de los asociados. Su hermano acabó por decir:

—¡Él es quien da el dinero de la patente, quien corre con los gastos del viaje, que son dos mil francos más! Que se ponga a su nombre o no hay nada que hacer.

El lobo cerval triunfó, pues, en todos los terrenos. El acta de la sociedad se firmó hacia las cuatro y media. El mayor de los Cointet ofreció con toda galantería a la señora Séchard seis docenas de manteles de hilo y un bonito chal de Ternaux, a modo de alfileres, para hacerle olvidar los rigores de la discusión, según dijo. Una vez cambiadas las copias, y apenas había terminado Cachan de entregar a Petit-Claud las renuncias, documentos y las tres terribles letras firmadas por Lucien, cuando la voz de Kolb se oyó en la escalera detrás del ensordecedor ruido de un coche de las diligencias, que se detuvo ante la puerta.

—¡Señora, señora!,
guiñee mil vrangos
… —exclamó—. ¡
Enfiatos teste Boitiers, en tinero gontande bor el señor Lucien
!

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