Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
Alguien llamó a la puerta de la habitación 223. La puerta se abrió antes de que Constant pudiera responder.
Helmholtz y Miss Wiley entraron. Lo hicieron en el preciso instante en que sus superiores les advirtieron el momento justo en que Malachi terminaba de leer la carta. Les habían indicado también, con precisión, lo que debían decirle.
Miss Wiley se quitó la peluca, revelando que era un hombre huesudo, y Helmholtz compuso sus rasgos para mostrar que era intrépido y estaba acostumbrado a mandar.
—Mr. Constant —dijo Helmholtz—, estoy aquí para informarle que el planeta Marte no sólo está poblado, sino que
lo
está por una sociedad vasta, eficiente, militarizada e industrializada. Esa población ha sido contratada en la Tierra y transportada a Marte en platos voladores. Tenemos ahora intención de ofrecerle a usted el cargo de teniente coronel del Ejército de Malte.
«La situación de usted en la Tierra es desesperada, y tiene una mujer que es una bestia.
Además, nuestro servicio de inteligencia terrestre nos informa que usted no sólo quedará sin un centavo debido a demandas civiles, sino que irá a la cárcel por negligencia criminal.
«Además de un sueldo y prerrogativas muy superiores a las que se conceden a los tenientes coroneles en los ejércitos terrestres, le ofrecemos inmunidad con respecto a cualquier persecución legal de la Tierra, y la oportunidad tanto de ver un planeta nuevo e interesante, como de pensar sobre su planeta natal desde un punto de vista nuevo y objetivo.
—Si acepta la propuesta —dijo Miss Wiley—. levante la mano izquierda y repita lo que le diré...
Al día siguiente, el helicóptero de Malachi Constant apareció vacío en el centro del desierto de Mojave. Las huellas de un hombre se alejaban de él unos doce metros; después se interrumpían.
Era como si Malachi Constant hubiera caminado doce metros y después se hubiera disuelto en el aire.
El martes siguiente, la nave espacial conocida con el nombre de
La Ballena,
fue bautizada nuevamente con el de
The Rumfoord,
y se la puso en condiciones de lanzamiento.
Beatrice Rumfoord observaba satisfecha las ceremonias por televisión, a tres mil kilómetros de distancia. Todavía estaba en Newport. Si el destino quería que Beatrice Rumfoord estuviera a bordo, debería, darse una prisa loca.
Beatrice se sentía maravillosamente. Había probado muchas cosas buenas. Había probado que era dueña de su propio destino, que podía decir que
no
cuando quisiera mantenerse firme.
Había probado que la omnisciencia jactanciosa de su marido era pura fanfarronería, que él no valía más en materia de previsiones que la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos.
Además, había trazado un plan que le permitiría vivir con un modesto confort el resto de sus días, y al mismo tiempo dar a su marido su merecido. La próxima vez que se materializara, encontraría la propiedad atestada de papanatas. Beatrice les cobraría cinco dólares a cada uno por pasar a través de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.
Esto no era un sueño imposible. Lo había discutido con dos supuestos representantes de los titulares de la hipoteca sobre la propiedad, que se habían entusiasmado.
Estaban allí con ella, contemplando por televisión los preparativos del lanzamiento del
Rumfoord.
El televisor estaba en la misma habitación del gran retrato de Beatrice como una inmaculada niñita de blanco, con un pony blanco de ella sola. Beatrice sonrió a la pintura. La niñita había conseguido mantenerse sin una mancha.
El anunciador de la televisión empezó la cuenta de los minutos para el lanzamiento del
Rumfoord.
Durante la cuenta, Beatrice se sentía como un pájaro. No podía estar sentada ni quedarse quieta. Su inquietud era el resultado de la felicidad, no del suspenso. Le era indiferente que el
Rumfoord
fallara o no.
En cambio sus dos visitantes parecían tomar el lanzamiento muy en serio, como si rogaran por él. Eran un hombre y una mujer, un tal George M. Helmholtz y su secretaria, una tal Roberta Wiley. Miss Wiley era una viejecita cómica, pero muy vivaz e ingeniosa.
El cohete arrancó con un bramido.
Fue una salida impecable.
Helmholtz se apoyó en el respaldo y lanzó un viril suspiro de alivio. Después sonrió y se palmeó los espesos muslos con exuberancia. —Alabado sea Dios —dijo—, estoy orgulloso de ser norteamericano y de vivir en esta época.
—¿Les gustaría tomar algo? —dijo Beatrice.
—Muchas gracias —dijo Helmholtz—, pero no me atrevo a mezclar los negocios con el placer.
—¿Pero no están terminados los negocios? —dijo Beatrice—. ¿No hemos discutido todo?
—Bueno... Miss Wiley y yo hubiéramos querido hacer un inventario de los edificios principales —dijo Helmholtz—, pero me temo que esté demasiado oscuro. ¿Hay reflectores?
Beatrice sacudió la cabeza.
—No, lo siento —dijo.
—¿No tendrá usted una linterna poderosa? —dijo Helmholtz.
—Probablemente pueda conseguírsela —dijo Beatrice—, pero no creo que sea necesario salir. Le puedo decir lo que son todos los edificios. —Llamó al mayordomo, le dijo que trajera una linterna—. Hay el pabellón de tenis, el invernadero, la casita del jardinero, lo que fue en otro tiempo la casa del guardián, el deposito de coches, el pabellón de huéspedes, el cobertizo de herramientas, los baños, la perrera y la vieja torre del agua.
—¿Cuál es la nueva? —preguntó Helmholtz.
—¿La nueva? —dijo Beatrice.
El mayordomo volvió con una linterna que Beatrice tendió a Helmholtz.
—La de metal —dijo Miss Wiley.
—¿De metal? —preguntó Beatrice desconcertada—. No hay ninguna construcción de metal. Quizá alguno de los cobertizos que están a la intemperie parecen como dé plata. —Frunció el entrecejo—. ¿Alguien le dijo que había aquí una construcción de metal?
—La vimos al entrar —dijo Helmholtz.
—Viniendo por el sendero, entre los matorrales, junto a la fuente —dijo Miss Wiley.
—No me imagino —dijo Beatrice.
—¿No podemos ir a echar un vistazo? —dijo Helmholtz.
—Sí, naturalmente —dijo Beatrice, poniéndose de pie.
Los tres cruzaron el zodíaco del piso del vestíbulo y salieron a la perfumada oscuridad. El haz de la linterna bailaba delante de ellos.
—Realmente —dijo Beatrice—, tengo tanta curiosidad como ustedes de ver lo que es.
—Parece una especie de cosa prefabricada en aluminio —dijo Miss Wiley.
—Parece un tanque en forma de hongo o algo por el estilo —dijo Helmholtz—, sólo que se apoya directamente en el suelo.
—¿Ah sí? —dijo Beatrice.
—Usted sabe lo que dije que era, ¿verdad? —dijo Miss Wiley.
—No... —dijo Beatrice—, ¿qué dijo?
—Debo decirlo en voz baja —respondió Miss Wiley como jugando— para que no me encierren en un manicomio. —Se llevó la mano a la boca, susurrando en dirección a Beatrice—. Un plato volador —dijo.
Rataplán, plan, plan; Rataplán, plan, plan.
¡Plan, rataplán! ¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
TAMBORES DE MARTE
Los hombres se habían encaminado a la pista de desfile al son de un tambor. El tambor les decía:
Rataplán, plan, plan;
Rataplán, plan, plan,
¡Plan, rataplán!
¡Plan, rataplán!
Rataplán, rataplán, plan, rataplán.
Era una división de infantería de diez mil hombres formados en un cuadrado hueco sobre una pista natural para desfiles, de hierro, y de un kilómetro y medio de espesor. Los soldados, en posición de firmes, estaban en una superficie de herrumbre anaranjado. Se estremecían rígidamente, porque eran todo lo férreos que podían, tanto oficiales como soldados. Los uniformes eran de una textura áspera, de un verde escarchado, del color de los líquenes.
Los soldados se habían puesto en posición de firmes en profundo silencio. No se había dado ninguna señal audible o visible. Lo habían hecho como un solo hombre, como por una pasmosa coincidencia.
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de Asalto era un soldado raso que había sido degradado tres años antes, siendo teniente coronel.
Hacía ocho años que estaba en Marte. Cuando un hombre en un ejército moderno es degradado a soldado raso, es probable que como soldado sea viejo y que sus camaradas de armas, una vez habituados a que no sea un oficial, por respeto a sus perdidas insignias lo llamen algo así como
Pops,
o
Gramps,
o
Unk.
(Papi, abuelo, tío).
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de Asalto respondía al apodo de Unk. Unk tenía cuarenta años. Era un hombre bien plantado, peso mediano pesado, de piel morena, labios de poeta, suaves ojos castaños en las profundas órbitas sombreadas por un entrecejo de hombre de Cromagnón. Una calvicie incipiente dejaba aislado un dramático mechón.
Una anécdota ilustrativa sobre Unk: Una vez que la sección de Unk estaba tomando una ducha, Henry Brackman, sargento de la sección de Unk, le pidió a un sargento de otro regimiento que eligiera el mejor soldado de la sección. El sargento de visita, sin ninguna vacilación, eligió a Unk, porque era un hombre compacto, bien musculoso e inteligente.
Brackman abrió grandes ojos.
—Cristo... ¿te parece? —dijo—. Es el boludo de la sección.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo el sargento.
—Carajo, no te estoy tomando el pelo —dijo Brackman—. Míralo, hace diez minutos que está ahí, y todavía no ha tocado el jabón. ¡Unk! ¡Despierta, Unk!
Unk se estremeció, dejó de soñar bajo las salpicaduras de la ducha. Miró interrogante a Brackman, vacío, bien intencionado.
—¡Usa el jabón, Unk! —dijo Brackman—. ¡Usa el jabón, carajo!
Ahora, en la pista de hierro, Unk estaba en posición de firme en el cuadrado vacío, como todos los demás.
En el centro del cuadrado vacío había un pilar de piedra con aros de hierro. Habían pasado chirriantes cadenas a través de los anillos, las habían ajustado alrededor de un soldado pelirrojo parado contra un poste. Era un soldado limpio, pero no impecable, puesto que le habían arrancado del uniforme todas las insignias y condecoraciones, y no tenía cinturón, ni corbata, ni inmaculadas polainas.
Todos los demás, incluso Unk, resplandecían. Todos los demás lucían primorosos.
Algo desagradable iba a ocurrirle al hombre del poste, algo de lo cual el hombre hubiera deseado con toda él alma escapar, algo de lo cual no escaparía a causa de las cadenas.
Y todos los soldados mirarían.
Se había dado gran importancia al acontecimiento.
Hasta el hombre del poste estaba en posición de firme; dadas las circunstancias no podía hacer realmente otra cosa.
De nuevo, sin orden audible o visible, los diez mil soldados ejecutaron el movimiento de descanso como un solo hombre.
Lo mismo hizo el hombre del poste.
Los soldados se mantuvieron en fila, aunque les hubieran dado orden de descanso. Su obligación era descansar pero sin moverse del lugar y guardando silencio. Ahora los soldados eran libres de pensar un poco, y de mirar alrededor y enviar mensajes con los ojos, si tenían mensajes y alguien podía recibirlos.
El hombre del poste tironeó de las cadenas, estiró el pescuezo para juzgar la altura del poste al que estaba encadenado. Era como si creyese que podía escapar aplicando un método científico, con sólo que pudiera averiguar la altura del poste y de qué estaba hecho.
El poste tenía casi seis metros de alto, sin contar los tres metros y medio encastrados en el hierro. El diámetro medio era de unos sesenta centímetros pero con variaciones que llegaban a más de veinte. Estaba hecho de cuarzo, álcali, feldespato, mica, y huellas de turmalina y hornablenda. Para información del hombre sujeto al poste: estaba a doscientos veintisiete millones setecientos cincuenta y seis mil ciento sesenta y ocho kilómetros del Sol, y no tenía ayuda posible. El hombre pelirrojo sujeto al poste no emitió ningún sonido, porque a los soldados en posición de descanso no les estaba permitido hacerlo. Pero envió un mensaje con los ojos, para que se supiera que hubiera querido llorar. Envió el mensaje a alguien cuyos ojos se encontraran con los suyos. Confiaba en que el mensaje llegara a una persona en particular, a su mejor amigo, a Unk. Estaba buscando a Unk. No pudo encontrar la cara de Unk. De haber encontrado la cara de Unk, no habría habido ni un atisbo de reconocimiento y piedad en ella. Unk acababa de salir del hospital de la base, donde había sido tratado por enfermedad mental, y su mente estaba casi en blanco. Unk no reconocía a su mejor amigo en la picota.
Unk no reconocía a nadie. No habría sabido siquiera que su nombre era Unk, no habría sabido siquiera que era un soldado, si no se lo hubiesen dicho al salir del hospital.
Había pasado directamente del hospital a la formación que integraba en ese momento.
En el hospital le habían dicho una y otra vez que era el mejor soldado de la mejor sección del mejor pelotón de la mejor compañía del mejor batallón del mejor regimiento de la mejor división del mejor ejército.
Unk conjeturó que uno podía enorgullecerse de eso. En el hospital le dijeron que había estado muy enfermo, pero que ahora se había repuesto del todo. Parecía una buena noticia.
En el hospital le dijeron el nombre de su sargento, qué era un sargento y cuáles eran los símbolos de las jerarquías, los grados y las especialidades.
Tanto habían blanqueado la memoria de Unk, que habían tenido que enseñarle inclusive a mover los pies y a manejar nuevamente las armas.
En el hospital habían tenido que explicarle qué eran las Raciones Respiratorias de Combate o R.R.C.; tuvieron que decirle que tomara una cada seis horas para no asfixiarse. Eran píldoras de oxígeno necesarias porque faltaba ese elemento en la atmósfera marciana.
En el hospital tuvieron que explicarle incluso que tenía una antena radial instalada en la coronilla y que le dolería cada vez que hiciera algo que un buen soldado no debe hacer jamás.