Las sirenas de Titán (7 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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«Después volamos a México y nos casamos, y luego volvimos aquí —dijo—. Ahora descubro que no tienes dónde caerte muerto. Es mejor que vayas a la oficina y averigües qué mierda está pasando, porque mi amigo es un
gángster
y te matará si no me tratas como es debido.

«Carajo —añadió—, he tenido una infancia más desdichada que la tuya. Mi madre era una puta y mi padre nunca pisó la casa, tampoco, pero además éramos
pobres.
Tú por lo menos tenías miles de millones de dólares.

En Newport, Beatrice Rumfoord se volvió hacia su marido. Estaba en el umbral del Museo Skip, de frente al corredor. Desde la otra punta venía el sonido de la voz del mayordomo. El mayordomo estaba en la puerta principal, llamando a Kazak, el sabueso del espacio.

—Yo también sé algo de trenes fantasmas —dijo Beatrice.

—Qué bien —dijo Rumfoord con voz inexpresiva.

—Cuando tenía diez años —dijo Beatrice—, a mi padre se le metió en la cabeza que sería divertido hacerme subir a uno. Estábamos veraneando en Cape Cod y fuimos a un parque de diversiones en las afueras de Fall River.

«Compró dos entradas para el tren fantasma. Iba a tomarlo conmigo.

«Le eché una mirada al tren fantasma, me pareció tonto, sucio y peligroso, y me negué sencillamente a subir. Mi padre no lo consiguió —dijo Beatrice—, aunque era presidente de la Junta del Ferrocarril Central de Nueva York.

«Dimos media vuelta y regresamos a casa —dijo Beatrice, orgullosa. Le brillaban los ojos y asintió bruscamente con la cabeza—. Esa es la manera de tratar a los trenes fantasmas —dijo.

Salió majestuosa del Museo Skip y fue al vestíbulo a esperar la llegada de Kazak.

En un instante sintió la presencia eléctrica de su marido detrás de ella.

—Bea —dijo—, si te parezco indiferente a tus desgracias, es sólo porque sé que al final todo terminará bien. Si parece grosero de mi parte que no me indigne ante la idea de que formes pareja con Constant, es sólo porque admito que será para ti un marido mucho mejor de lo que yo nunca he sido ni seré.

«Prepárate a estar realmente enamorada por primera vez —dijo Rumfoord—. Prepárate a comportarte aristocráticamente sin ninguna prueba exterior de tu aristocracia. Prepárate a no tener más que la dignidad, la inteligencia, la ternura que Dios te ha dado, prepárate a tomar esos elementos y nada más, y a hacer con ellos algo exquisito.

Rumfoord suspiró levemente. Se estaba poniendo trivial.

—Dios mío —dijo—, tú hablabas de trenes fantasmas... Detente a pensar un poco en qué tren fantasma estoy metido. Algún día en Titán te darás cuenta de qué manera despiadada me han utilizado, y quiénes, y con qué fines repugnantes y despreciables.

Kazak se precipitó dentro de la casa, sacudiendo los belfos. Aterrizó patinando en el piso pulido.

Trató de doblar en ángulo recto, hacia Beatrice. Cuanto más rápido corría, menos podría avanzar.

Se puso translúcido.

Empezó a encogerse, a chisporrotear insensatamente en el piso del vestíbulo como una pelota de pinpong en una sartén.

Después desapareció.

No había más perro.

Sin mirar atrás, Beatrice supo que su marido también había desaparecido.

—¿Kazak? —dijo débilmente. Trató de hacer chasquear los dedos, como para atraer a un perro. Los dedos eran demasiado débiles para producir un sonido.

—Perrito lindo —murmuró.

3 - Compañía consolidada de tortas

«Hijo, dicen que no hay reyes en este país, ¿pero quieres que te diga cómo se puede ser rey de los Estados Unidos de Norteamérica? Basta con dejarse caer por el agujero de una letrina y salir oliendo a rosas».

NOEL CONSTANT

Magnum opus, la sociedad de Los Angeles que administraba los asuntos financieros de Malachi Constant, había sido fundada por el padre de Malachi. Tenía su sede en un edificio de treinta y un pisos. Magnum Opus era propietaria de todo el edificio, pero sólo usaba los tres últimos pisos, alquilando el resto a las sociedades que controlaba.

Algunas de ellas, vendidas recientemente por Magnum Opus, se estaban mudando a otra parte. Otras que Magnum Opus había comprado recientemente estaban entrando en el edificio.

Entre las firmas locatarias figuraban Galactic Spacecraft, MoonMist Tobacco, Fandango Petroleum, Lennox Monorail, Fry-Kwik, Sani-Maid Pharmaceuticals, Lewis and Marvin Sulfur, Dupree Electronics, Universal Piezo-electric, Psychokinesis Unlimited, Ed Muir Associates, Max-Mor Machine Tools, Wilkinson Paint and Varnish, American Levitation, Flo-Fast, King O'Leisure Shirts y Emblem Supreme Casualty y Life Assurance Company of California.

El edificio de Magnum Opus era una torre esbelta, prismática, de doce caras, revestidas las doce de vidrio azul-gris que viraba al rosa en la base. Según el arquitecto, las doce caras representaban las doce grandes religiones del mundo. Hasta entonces nadie había pedido al arquitecto que las nombrara.

Era una suerte, porque no hubiese podido hacerlo.

Había un helipuerto privado en lo alto.

La sombra y la vibración del helicóptero de Constant al posarse en el helipuerto era para muchas de las personas que estaban abajo como la sombra y la vibración del Resplandeciente Ángel de la Muerte. Lo parecía debido a la quiebra del mercado de valores, a la falta de dinero y de trabajo...

Y lo parecía sobre todo porque las más afectadas por la quiebra, que habían arrastrado todo consigo, eran las empresas de Malachi Constant.

Constant conducía su propio helicóptero, pues todos sus servidores lo habían abandonado la noche anterior. Constant conducía mal. Aterrizó con un crujido que hizo estremecer todo el edificio.

Llegaba para una conferencia con Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus.

Fern esperaba a Constant en el piso treinta y tres, un único salón enorme que era la oficina de Constant.

La oficina estaba amueblada de una manera fantasmal, pues ningún mueble tenía patas.

Todo estaba suspendido magnéticamente a la altura apropiada. Las mesas, el escritorio, el bar, los divanes eran tablas flotantes. Las sillas eran concavidades inclinadas, flotantes. Y lo más espectral de todo: lápices y blocs estaban desparramados al azar en el aire, listos para que los atrapara quien quiera que tuviese una idea digna de ser escrita.

La alfombra era verde como césped, por la sencilla razón de que era césped, césped viviente tan lozano como el de una cancha de golf.

Malachi Constant bajó de la pista del helicóptero a su oficina en un ascensor privado.

Cuando la puerta del ascensor se abrió con un susurro, Constant se desconcertó al ver los muebles sin patas, los lápices y blocs flotantes. Hacía ocho semanas que no iba a la oficina.

Alguien había cambiado los muebles.

Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus, estaba de pie junto a una puerta ventana, mirando la ciudad. Llevaba su sombrero Homburg negro y su chaqueta Chesterfield negra.

Tenía su bastón de bambú como un arma. Era extremadamente delgado, siempre lo había sido.

—Flaco como un arenque —había dicho de Fern el padre de Malachi Constant, Noel—.

Ransom K. Fern es como un camello al que ya se le han quemado las dos jorobas y ahora se le está quemando todo el resto salvo el pelo y los ojos.

De conformidad con las cifras proporcionadas por la Oficina de Impuestos Internos, Fern era el ejecutivo mejor pagado del país. Tenía un sueldo de un millón limpio de dólares anuales, más opción en planes de bonos y reajustes por aumento del costo de vida.

Había ingresado en Magnum Opus a los veintidós años. Ahora tenía sesenta.

—Algo... alguien ha cambiado todos los muebles —dijo Constant.

—Sí —dijo Fern, siempre mirando la ciudad—, alguien los ha cambiado.

—¿Usted? —preguntó Constant.

Fern resopló, se tomó tiempo antes de contestar.

—Pensé que debíamos demostrar lealtad hacia algunos de nuestros productos.

—Nunca... nunca vi nada así —dijo Constant—. Sin patas... flotando en el aire.

—Usted sabe, magnetismo —dijo Fern.

—Bueno... bueno, me parece maravilloso, ahora que me voy acostumbrando —dijo Constant—. ¿Y es alguna compañía de las nuestras la que hace estas cosas?

—La American Levitation Company —dijo Fern—. Usted dijo que la compráramos, entonces la compramos.

Ransom K. Fern se apartó de la ventana. Su cara era una turbadora combinación de juventud y vejez. No mostraba señales de ninguna de las etapas intermedias del proceso de envejecimiento, ningún atisbo del hombre de treinta, cuarenta o cincuenta años que había dejado atrás. Sólo estaban representados la adolescencia y los sesenta años. Era como si un golpe de calor hubiese ajado y blanqueado a alguien de diecisiete años.

Fern leía dos libros por día. Se ha dicho que Aristóteles fue el último hombre familiarizado con la totalidad de su cultura. Ransom K. Fern había hecho una tentativa impresionante para igualar la hazaña de Aristóteles. Había tenido algo menos de éxito en la percepción de las estructuras del conocimiento.

La montaña intelectual había parido un ratón intelectual, y Fern era el primero en admitir que era un ratón, y encima, sarnoso. Como decía el mismo Fern, expresando su filosofía coloquial en los más sencillos términos:

—Usted se acerca a un hombre y le dice: «¿Cómo andan las cosas, Joe?» Y él contesta:

«Oh, muy bien, no podrían andar mejor». Y usted lo mira a los ojos y ve que las cosas no podrían andar peor. Cuando usted llega al fondo, descubre que todo el mundo la está pasando miserablemente, y digo todo el mundo. Para colmo, nada parece servir de mucho.

Esta filosofía no lo entristecía. No lo sumía en cavilaciones melancólicas.

Lo había vuelto despiadadamente vigilante. Lo ayudaba también en los negocios, pues le permitió suponer automáticamente que los otros individuos eran mucho más débiles y estaban mucho más fastidiados que él mismo.

A veces, también, personas de estómago resistente encontraban divertidas las murmuraciones de Fern.

La situación de Fern, primero al servicio de Noel y después de Malachi, había contribuido a que fuese amargamente divertido casi todo lo que dijera, pues era superior a Constant
pére
et fils
en todo sentido, salvo en uno, el único que realmente importaba. Los Constant —ignorantes, vulgares y desvergonzados— tenían una suerte pasmosa, en cantidad abrumadora.

O la habían tenido hasta entonces. Malachi Constant todavía tenía que meterse en la cabeza que se le había acabado la buena suerte, que se le había acabado del todo. Todavía tenía que metérselo en la cabeza, a pesar de las horribles noticias que Fern le había dado por teléfono.

—Vaya —dijo Constant con ingenuidad—, cuanto más miro estos muebles, más me gustan. Esta mercadería debe venderse como pan caliente. —Había algo patético y repelente en la forma en que Malachi Constant hablaba de negocios. Lo mismo había ocurrido con su padre. El viejo Noel Constant nunca había sabido nada de negocios, y su hijo tampoco, y el poco encanto que tenían los Constant se evaporaba no bien pretendían que su éxito dependía de que estaban al tanto de todo.

Había algo de obsceno en un multimillonario optimista, agresivo y astuto.

—Si me lo pregunta —dijo Constant— le diré que ha sido una excelente inversión, una compañía que hace muebles como estos.

—Compañía consolidada de Tortas —dijo Fern. Era una de sus bromas favoritas. Cuando alguien iba a verlo para pedirle consejo acerca de una inversión que duplicara el capital en seis meses, le aconsejaba gravemente que invirtiera en esa compañía ficticia. Algunos habían intentado poner en práctica el consejo.

—Sentarse en un diván de la American Levitation es más difícil que mantenerse de pie en una piragua —dijo Fern secamente—. Déjese caer en una de esas llamadas sillas, y lo harán rebotar en la pared como una piedra proyectada por una honda. Siéntese en el borde del escritorio y bailará un vals con usted alrededor de la habitación.

Constant tocó apenas el escritorio que se estremeció nerviosamente.

—Bueno, todavía no lo han puesto a punto, eso es todo —dijo Constant.

—La cosa más cierta que se ha dicho hasta ahora —dijo Fern.

Constant esbozó una disculpa que nunca había tenido que dar hasta entonces.

—Cualquiera se puede equivocar de vez en cuando —dijo.

—¿De vez en cuando? —dijo Fern, alzando las cejas—. Durante tres meses no ha hecho más que tomar decisiones equivocadas, y ha conseguido lo que hubiéramos considerado imposible: barrer con los resultados de casi cuarenta años de reflexiones inspiradas.

Ransom K. Fern tomó un lápiz en el aire y lo quebró en dos.

—Magnum Opus no existe más. Usted y yo somos las dos últimas personas en el edificio.

Todo el mundo ha recibido su paga y se ha ido a su casa.

Saludó con un gesto y se dirigió a la puerta.

—El conmutador funciona de modo que todas las llamadas pasen directamente a su escritorio. Y cuando salga, señor, no se olvide de apagar la luz y cerrar la puerta de calle.

Quizá corresponda en este punto trazar una historia de Magnum Opus, Inc.

Magnum Opus empezó siendo una idea en la mente de un yanqui, vendedor ambulante de ollas de cobre. El yanqui era Noel Constant, oriundo de New Bedford, Massachusetts. Era el padre de Malachi.

El padre de Noel, a su vez, Sylvanus Constant, montaba telares de las hilanderías de New Bedford, de la Nattaweena División, Compañía Algodonera de la Gran República. Era anarquista, aunque nunca se había metido en líos por eso, salvo con su mujer.

La familia podía remontarse, a través de una relación ilegítima, hasta Benjamín Constant, que había sido tribuno bajo Napoleón de 1799 a 1801, y amante de Ame Louise Germaine Necker, baronesa de Staél-Holstein, mujer del embajador sueco en Francia.

De todos modos, una noche, en Los Angeles, a Noel Constant se le metió en la cabeza que se dedicaría a la especulación. Tenía entonces treinta y nueve años, era soltero, carecía de atractivos físicos y espirituales y era un fracaso en los negocios. La idea de dedicarse a la especulación se le ocurrió mientras estaba sentado solo en una estrecha cama de la habitación 223 del Wilburhampton Hotel.

La sociedad financiera más importante que jamás haya poseído un hombre no podía tener en un principio una sede más humilde. La habitación 223 del Wilburhampton Hotel era de unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, y no tenía ni teléfono ni escritorio.

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