Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
¡Ningún marido chimpancé trataría de que su mujer se convirtiera en la prostituta espacial de Malachi Constant, de Hollywood, California!
Después de decir estas cosas horribles, Beatrice se calmó un poco. Meneó la cabeza con cansancio.
—¿Cuánto durará la raza humana, Maestro?
—No lo sé —respondió Rumfoord.
—Creí que lo sabías todo —dijo Beatrice—. No tienes más que echar una mirada al futuro.
—Estoy mirando el futuro —dijo Rumfoord— y veo que no estaré en el Sistema Solar cuando la raza humana desaparezca. De modo que el fin es tan misterioso para mí como para ti.
En Hollywood, California, la campanilla del teléfono azul de
strass
instalado en una casilla junto a la piscina de Malachi Constant, estaba sonando.
Siempre es lamentable que un ser humano llegue a una condición apenas más respetable que la de un animal. Mucho más lamentable es cuando esa persona ha tenido todas las ventajas.
Malachi Constant, yacía en la canaleta de desagüe junto a su piscina en forma de riñón, durmiendo el sueño de un borracho. En la canaleta había medio centímetro de agua caliente.
Constant estaba vestido con pantalones azul verdoso y una chaqueta de brocato dorado. La ropa se había empapado.
Estaba completamente solo.
La piscina había quedado en algún momento cubierta uniformemente por una lisa sábana de gardenias. Pero una persistente brisa matinal había llevado los pimpollos hacia un extremo, como quien dobla una manta al pie de la cama. Al doblar la manta, la brisa revelaba que el fondo de la piscina estaba cubierto de vasos rotos, cerezas, pedazos de cascara de limón, botones de peyote, tajadas de naranja, aceitunas rellenas, cebollitas en vinagre, un televisor, una jeringa hipodérmica y las ruinas de un gran piano blanco. Colillas de cigarros y cigarrillos, algunos de marihuana, flotaban en la superficie.
La piscina parecía menos una instalación deportiva que una ponchera infernal.
Uno de los brazos de Constant colgaba dentro de la piscina misma. De la muñeca, debajo del agua, llegaba el fulgor de su reloj solar. El reloj se había detenido.
La campanilla del teléfono insistía.
Constant masculló algo pero no se movió.
La campanilla se detuvo. Después de unos veinte segundos, empezó de nuevo.
Constant rezongó, se sentó, rezongó.
Desde el interior de la casa llegaba un sonido vivo, eficiente, de tacones altos en un piso de baldosa. Una encantadora mujer de un rubio cobrizo cruzó de la casa a la casilla del teléfono, echando a Constant una mirada de altanero desdén.
Masticaba chicle.
—¿Sí? —dijo al teléfono—. Oh, usted de nuevo. Sí, está despierto. ¡Eh! —chilló a Constant. Tenía una voz de grajo—. ¡Eh, cadete del espacio! —chilló.
—¿Hmmrn? —dijo Constant.
—El tipo ése que es presidente de la compañía tuya quiere hablar contigo.
—¿Qué compañía? —preguntó Constant.
—¿De qué compañía es presidente usted? —dijo la mujer al teléfono. Le contestaron—.
Magnum Opus —dijo—, Ransom K. Fern, de Magnum Opus.
—Díle... díle que lo llamaré —dijo Constant.
La mujer se lo dijo a Fern y recibió otro mensaje para transmitir a Constant.
—Dice que se va.
Constant se puso de pie tambaleándose, se frotó la cara con las manos.
—¿Que se va? —dijo estúpidamente—. ¿El viejo Ransom K. Fern se va?
—Sí —dijo la mujer. Sonrió con odio—. Dice que no puedes seguir pagándole el sueldo.
Dice que es mejor que vayas y hables con él antes de que se vuelva a su casa. —Se rió—.
Dice que estás fundido.
En Newport, el estruendo del estallido de Beatrice Rumfoord atrajo a Moncrief, el mayordomo, al Museo Skip.
—¿Ha llamado, señora? —dijo.
—Era más bien un chillido, Moncrief —dijo Beatrice.
—La señora no necesita nada, gracias —dijo Rumfoord—. Simplemente, estábamos discutiendo animadamente.
—¿Cómo te atreves a decir si necesito algo o no? —dijo con vehemencia Beatrice a Rumfoord—. Empiezo a darme cuenta de que no eres ni mucho menos tan omnisciente como pretendes. Ocurre que necesito mucho algunas cosas. Necesito mucho cierto número de cosas.
—¿Señora? —dijo el mayordomo.
—Me gustaría que dejara entrar al perro, por favor —dijo Beatrice—. Me gustaría acariciarlo antes de que se fuera. Me gustaría saber si un infundibulum crono-sinclástico mata el amor en un perro como lo mata en un hombre.
El mayordomo se inclinó y salió.
—Linda escena para hacer delante de un criado —dijo Rumfoord.
—Dicho sea en general —dijo Beatrice—, mi contribución a la dignidad de la familia ha sido un poco mayor que la tuya.
Rumfoord dejó caer la cabeza.
—¿Te he defraudado en algún sentido? ¿Es eso lo que estás diciendo?
—¿En
algún
sentido? —dijo Beatrice—. ¡En todo sentido!
—¿Qué hubieras querido que hiciera? —dijo Rumfoord.
—¡Podías haberme dicho que se venía esa quiebra del mercado de valores! —dijo Beatrice— Podías haberme ahorrado las que estoy pasando ahora.
Las manos de Rumfoord se movieron en el aire, tratando sin éxito de encontrar argumentos.
—¿Y bien? —dijo Beatrice.
—Desearía que hubiésemos salido juntos del infundibulum crono-sinclástico —dijo Rumfoord—, así verías por una vez de qué estaba yo hablando. Todo lo que puedo decir es que mi imposibilidad de prevenirte sobre la quiebra del mercado de valores forma parte del orden natural como el Cometa Halley, y es insensato enfurecerse.
—Estás diciendo que no tienes ningún carácter ni sentido de la responsabilidad con respecto a mí —dijo Beatrice—. Lamento decírtelo, pero es cierto.
Rumfoord balanceó la silla para atrás y para adelante.
—Es cierto, pero, Dios mío, es formalmente cierto —dijo.
Rumfoord se refugió de nuevo en su revista. La revista se abrió naturalmente en el pliego central, que era un anuncio en colores de Cigarrillos MoonMist. MoonMist Tobacco, Ltd., había sido comprada recientemente por Malachi Constant.
¡Placer en profundidad!
decía el epígrafe del aviso. La foto era la de las tres sirenas de Titán. Allí estaban: la muchacha blanca, la muchacha dorada y la muchacha morena.
Los dedos de la muchacha dorada se abrían sobre su pecho izquierdo, de modo que el artista había podido pintar un cigarrillo MoonMist entre dos de ellos. El humo del cigarrillo pasaba por debajo de la nariz de las muchachas morena y blanca, y su concupiscencia anuladora del espacio parecía centrada únicamente en el humo mentolado.
Rumfoord sabía que Constant trataría de degradar la foto utilizándola en el comercio. El padre de Constant había hecho algo parecido cuando descubrió que no podía comprar la Mona Lisa de Leonardo a ningún precio. El viejo había castigado a Mona Lisa utilizándola en una campaña de publicidad de ciertos supositorios. Era la manera que tenía la libre empresa de manejar la belleza que amenazaba con salir triunfante.
Rumfoord produjo un zumbido con los labios, como hacía cuando se acercaba a la compasión. La compasión era por Malachi Constant, que estaba pasándolo mucho peor que Beatrice.
—¿He oído ya toda tu defensa completa? —dijo Beatrice acercándose por detrás de la silla de Rumfoord. Tenía los brazos doblados y Rumfoord, leyéndole el pensamiento, supo que ella pensaba en sus codos agudos y salientes como si fueran espadas de torero. —¿Cómo dices? —preguntó Rumfoord. —Ese silencio, ese esconderte en la revista, ¿es la suma y el total de tu refutación? —dijo Beatrice.
—Refutación, una palabra exacta, si las hay —dijo Rumfoord—. Yo digo esto, y entonces tú me refutas, y yo te refuto, y alguien más viene y nos refuta a los dos. —Se encogió de hombros—. Qué pesadilla en la que cada uno se dispone a refutar al otro.
—¿No podrías, en este mismo momento —dijo Beatrice—, pasarme datos que me permitieran recuperar todo lo que he perdido y aún más? Si tienes una pizca de preocupación por mí, ¿no podrías decirme exactamente cómo tratará de embaucarme Malachi Constant, de Hollywood, para que vaya a Marte, de modo que yo pueda ganarle de mano?
—Mira —dijo Rumfoord—, la vida para una persona minuciosa como tú es como uno de esos trenes fantasmas de los parques de diversiones. —Se volvió y agitó las manos delante de la cara de Beatrice—. ¡Te van a suceder toda clase de cosas! —dijo—, veo el tren fantasma en que estás metida. Y claro que podría indicarte en un pedacito de papel todas las idas y vueltas y saltos del tren y prevenirte todos los espantajos que se te van a aparecer en los túneles. Pero no te serviría de nada.
—No veo por qué no —dijo Beatrice. —Porque de todas maneras tendrás que tomar el tren fantasma —dijo Rumfoord—. La idea del tren fantasma no es mía, no me pertenece y no sé quién lo toma y quién no lo toma. Lo único que sé es qué forma tiene.
—¿Y Malachi Constant es parte del tren fantasma? —preguntó Beatrice.
—Sí —respondió Rumfoord.
—¿Y no hay manera de evitarlo? —dijo Beatrice.
—No —dijo Rumfoord.
—Bueno, pongamos que me dices entonces de qué manera nos juntaremos —dijo Beatrice—, para que yo pueda hacer lo poco que pueda.
Rumfoord se encogió de hombros.
—Muy bien, si quieres —dijo—. Si te hace sentirte mejor... En este mismo momento —dijo Rumfoord—, el presidente de los Estados Unidos anuncia una Nueva Era Espacial para remediar el desempleo. Se gastarán miles de millones de dólares en naves espaciales sin tripulantes, sólo para crear trabajo. El episodio inicial de esta Nueva Era Espacial será el lanzamiento de
La Ballena
el próximo martes.
La Ballena
será rebautizada
La Rumfoord
en mi honor, irá cargada de monos de organillero y será lanzada hacia Marte. Tú y Constant participarán en las ceremonias. Tú subirás a bordo para una inspección ceremonial y un desperfecto en un interruptor te enviará al espacio junto con los monos. Merece la pena interrumpir en este momento el relato para decir que esta patraña contada a Beatrice es, que se sepa, uno de los pocos casos en que Winston Niles Rumfoord dijo una mentira.
Había algo de cierto en la historia de Rumfoord: que
La Ballena
cambiaría de nombre y sería lanzada el martes, y que el presidente de los Estados Unidos estaba anunciando una Nueva Era Espacial.
—Algunos andan diciendo que la economía norteamericana está envejecida y enferma —dijo el presidente— y francamente no entiendo cómo pueden decir eso, pues hay ahora mayores oportunidades de progreso en todos los frentes que en cualquier época de la historia del hombre.
«Y hay una frontera en que la podemos progresar especialmente y es la gran frontera del espacio. El espació ya nos ha rechazado una vez, pero no es propio de los norteamericanos tomar el no por respuesta cuando se trata de progreso.
«Gentes de poco ánimo vienen a verme todos los días a la Casa Blanca —decía el presidente—, y lloran y se lamentan y dicen: Oh, señor presidente, los depósitos están llenos de automóviles y aviones y enseres de cocina y otros diversos productos. Y dicen: Oh, señor presidente, las fábricas no tienen nada más que hacer para nadie, porque todo el mundo tiene dos, tres o cuatro ejemplares de cualquier cosa.
«Recuerdo a un hombre en particular, un fabricante de sillas, tenía superproducción y no podía sino pensar en todas las sillas que había en su depósito. Yo le dije: En los próximos veinte años se duplicará la población del mundo, y esos miles de millones de gentes necesitarán dónde sentarse, de modo que adelante con las sillas. Entre tanto, ¿por qué no se olvida de las sillas que hay en el depósito y piensa en el progreso espacial?
«Se lo dije a él, se lo digo a ustedes, lo digo a todo él mundo. El espacio puede absorber la productividad de un trillón de planetas del tamaño de la tierra. Podemos construir y lanzar cohetes indefinidamente, y nunca llenaremos el espacio ni aprenderemos todo lo que de él se puede saber.
«Y esa misma gente a la que tanto le gusta llorar y quejarse me dijo: Oh, señor presidente, ¿pero qué hacemos con los infundibula crono-sinclásticos y con esto y con lo de más allá? Y yo les dije: Si los hombres escucharan a los que hablan como ustedes no habría nunca ningún progreso. No habría teléfono ni nada. Y además, les dije y se lo digo a ustedes y lo digo a todo el mundo, no tenemos por qué meter gente en las naves espaciales. Usaremos sólo a los animales inferiores.
Había más que eso.
Malachi Constant, de Hollywood, California, salió de la casilla del teléfono de
strass
absolutamente sobrio. Sentía como si tuviera ceniza en los ojos. Su lengua era como de trapo.
Estaba seguro: nunca había visto a la mujer rubia.
Le hizo una de las preguntas habituales en momentos de cambio violento:
—¿Dónde está la gente?
—Los echaste a todos —dijo la mujer.
—¿Ah, sí? —dijo Constant.
—Sí —dijo la mujer—. ¿Quiere decir que tienes una laguna?
Constant asintió débilmente. Durante la fiesta de cincuenta y seis días había llegado a un punto y no podía avanzar más. Su objetivo había sido hacerse indigno de cualquier destino, incapaz de cualquier misión, enfermarse demasiado para viajar. Lo había conseguido hasta un punto espantoso.
—Oh, fue todo un espectáculo —dijo la mujer—. Lo estabas pasando tan bien como todos, ayudando a empujar el piano hasta la piscina. Y cuando por fin cayó, te dio el vino triste.
—El vino triste —repitió como un eco Constant.
Era algo nuevo.
—Sí —dijo la mujer—. Dijiste que habías tenido una infancia muy desdichada, y le hiciste oír a todo el mundo lo desdichada que había sido. Cómo tu padre nunca te había dado una pelota, nunca, ninguna clase de pelota. La mitad del tiempo nadie te entendió, pero eso sí, hubo algo que todos entendieron, y es que nunca te habían dado ninguna clase de pelota.
—Después hablaste de tu madre —dijo la mujer—, y dijiste que si era una puta entonces estabas orgulloso de ser un hijo de puta, y sí que era una puta. Entonces dijiste que le regalarías un pozo petrolífero a la mujer que se te acercara, te estrechara la mano y dijera en voz bien alta, para que todos pudieran oír: «Soy una puta, igual que tu madre».
—¿Y entonces qué pasó? —dijo Constant.
—Le diste un pozo petrolífero a cada mujer de la fiesta —dijo la mujer—. Y después empezaste a llorar más que antes y me elegiste a mí y le dijiste a todo el mundo que yo era la única persona de todo el Sistema Solar en quien podías confiar. Dijiste que todos los demás estaban esperando que te quedaras dormido para poder embarcarte en una nave espacial y despacharte a Marte. Entonces echaste a todo el mundo salvo a mí. A los criados y a todo el mundo.