Las sirenas de Titán (5 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

BOOK: Las sirenas de Titán
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—A veces los dementes tienen su encanto —dijo Beatrice.

—¿Demente?

—Como hombre de experiencia, Mr. Constant —dijo Beatrice—, ¿no diría usted que una persona que hace profecías complicadas y sumamente improbables está loco?

—Bueno —dijo Constant—, ¿es tan disparatado decirle a un hombre con acceso a la mayor nave espacial jamás construida, que hará un viaje al espacio? Esta noticia acerca de que Constant tuviera acceso a una nave espacial, sobresaltó a Beatrice. Tanto que retrocedió un paso en lo alto de la escalera de caracol, apartándose de la espiral ascendente. El pequeño paso atrás la transformó en lo que era: una mujer asustada, solitaria, en una tremenda casa.

—¿Es usted dueño de una nave espacial? —preguntó.

—Una compañía que dirijo tiene una en custodia —respondió Constant—. ¿Ha oído hablar de
La Ballena?

—Sí —dijo Beatrice.

—Mi compañía se la vendió al Gobierno —dijo Constant—. Creo que estarían encantados de que alguien la comprara de vuelta a cinco centavos el dólar.

—Que tenga mucha suerte en su expedición —dijo Beatrice.

Constant se inclinó.

—Que tenga mucha suerte
usted
en la
suya
—dijo.

Se fue sin decir una palabra más. En el vestíbulo, al cruzar el brillante zodíaco del suelo, sintió que la escalera de caracol bajaba rápidamente en lugar de subir. Constant se convirtió en el fondo mismo de un remolino del destino. Cuando atravesó la puerta, tuvo la deliciosa conciencia de llevarse consigo el aplomo de la mansión de Rumfoord.

Puesto que estaba escrito que él y Beatrice volverían a encontrarse y producir un hijo llamado Crono, Constant no sentía remordimientos por no cortejarla o mandarle por lo menos una tarjeta amable. Podía ocuparse de sus asuntos, pensó, y la altanera Beatrice tendría que molestarse en buscarlo, como cualquier otra chica.

Se reía al ponerse los anteojos negros y la barba postiza, y salió por la puertecita de hierro abierta en la pared.

Allí estaba la
limousine
y también la multitud. La policía abrió un estrecho sendero hasta la puerta de la
limousine.
Constant se precipitó hacia el coche. El sendero se cerró como el Mar Rojo detrás de los Hijos de Israel. Los gritos de la multitud, todos juntos, formaban un grito colectivo de indignación y dolor. La multitud, a la que no se le había prometido nada, se sentía defraudada, porque no había recibido nada.

Los hombres y los niños comenzaron a empujar la
limousine.
El chofer la puso en marcha, la hizo deslizarse a través del mar de carne iracunda.

Un hombre calvo amenazó a Constant con un bocadillo de salchicha, golpeó el vidrio de la ventanilla, el pan se deshizo, la salchicha se partió dejando una asquerosa aureola de mostaza y condimento.

—¡Sí, sí, sí! —chilló una linda muchacha, y mostró a Constant lo que probablemente nunca habla mostrado a ningún hombre. Le mostró que sus dos dientes de adelante eran postizos. Los dos dientes se apoyaron mal. Chilló como una bruja.

Un muchacho se trepó al coche, obstruyendo la vista del chofer. Arrancó los limpiaparabrisas y los arrojó a la multitud. El coche tardó tres cuartos de hora en llegar al borde de la multitud. Y en el borde no estaban los locos sino los casi cuerdos.

Sólo allí los gritos se volvieron coherentes.

—¡Cuéntenos! —gritó un hombre, que estaba simplemente harto, no furioso.

—¡Tenernos derecho! —gritó una mujer. Mostró sus dos hijos a Constant.

Otra mujer le dijo a Constant a qué creía tener derecho la multitud. —¡Tenemos derecho a saber lo que está pasando!

El tumulto, pues, era un ejercicio científico y teológico: la búsqueda de indicios, por parte de los seres vivientes, relativos a lo que era la vida.

El chofer, viendo por fin el camino libre, apretó el acelerador a fondo. La
limousine
arrancó zumbando.

Al costado se encendió un enorme cartel: ¡llevemos A UN AMIGO A NUESTRA IGLESIA EL DOMINGO!, decía.

2 - El tren fantasma

«A veces pienso que es un gran error tener materia que pueda pensar y sentir. Se queja tanto. Pero por lo demás supongo que se puede acusar a pedruscos, montañas y lunas de ser quizá demasiado flemáticos».

WINSTON NILES RUMFOORD

La «limousine» arrancó zumbando hacia el norte de Newport, dobló por un camino de pedregullo, llegó a la cita con un helicóptero que estaba esperando en un prado.

El objeto de Malachi Constant al pasar de la
limousine
al helicóptero era impedir que alguien lo siguiera, que alguien descubriese quién era el visitante de barba y anteojos que había estado en la propiedad de Rumfoord.

Nadie sabía dónde estaba Constant.

Ni el chofer ni el piloto conocían la verdadera identidad del pasajero. Constant era Mr.

Jonah K. Rowley para los dos.

—¿Mr. Rowley? —dijo el chofer cuando Constant salía del coche.

—¿Sí? —dijo Constant.

—¿No tuvo miedo, señor? —preguntó el chofer.

—¿Miedo? —dijo Constant, sinceramente desconcertado por la pregunta—. ¿De qué?

—¿De qué? —repitió el chofer incrédulo—. Bueno, de toda esa gente enloquecida que quería lincharnos.

Constant se sonrió y sacudió la cabeza. Ni una vez en medio de la violencia había pensado que lo hirieran.

—De nada sirve asustarse, ¿no le parece? —dijo.

En sus propias palabras reconoció el estilo de Rumfoord, incluso algo de sus trinos aristocráticos.

—Diablos, usted debe de tener algún ángel guardián para mantenerse frío como un témpano en cualquier circunstancia —dijo el chofer admirativo.

Este comentario interesó a Constant porque pintaba bien su actitud en medio del tumulto.

Al principio tomó el comentario por una analogía, una descripción poética de su estado de ánimo. Un hombre con un ángel guardián seguramente se hubiera sentido como Constant...

—¡Sí señor! —dijo el chofer—. ¡Seguramente que alguien lo estaba protegiendo a
usted!

A Constant le sorprendió:
Era exactamente lo que pasaba.

Hasta ese momento de la verdad, Constant había considerado su aventura en Newport como una alucinación más provocada por la droga, un resultado más del peyote, vivido, novedoso, entretenido, y sin consecuencia alguna.

La puertecita había sido una experiencia soñada... la fuente seca otra... y el gran cuadro con la niña toda blanca mírame y no me toques... y el cuarto con la escalera de caracol... y la fotografía de las tres sirenas de Titán... y las profecías de Rumfoord... y el desconcierto de Beatrice Rumfoord en lo alto de la escalera...

Malachi Constant empezó a sudar frío. Las rodillas querían doblársele y los ojos se le salían de las órbitas. ¡Por fin empezaba a comprender que cada cosa había sido real! Había conservado la calma en medio del tumulto porque sabía que no iba a morir en la Tierra.

Algo estaba preocupándose de él, muy bien.

Y fuera lo que fuese, estaba protegiendo su pellejo para...

Constant se estremecía mientras contaba con los dedos los puntos de interés del itinerario que Rumfoord le había prometido.

Marte.

Después Mercurio.

Después la Tierra de nuevo.

Después Titán.

Como el itinerario terminaba en Titán, era de suponer que allí moriría Constant. ¡Moriría allí!

¿Por qué a Rumfoord eso lo ponía tan contento?

Constant arrastró los pies hasta el helicóptero, hizo tambalear el gran pájaro destartalado cuando se trepó a su interior.

—¿Es usted Rowley? —dijo el piloto.

—Así es —respondió Constant.

—Nombre raro el suyo, Mr. Rowley —dijo el piloto.

—¿Cómo dice? —preguntó Constant nauseoso. Estaba mirando a través del techo de plástico de la cabina del piloto, hacia el cielo de la tarde. Se preguntaba si habría ojos allá arriba, ojos que vieran todo lo que él hacía. Y si había ojos allá arriba, y querían que hiciera ciertas cosas, que fuera a ciertos lugares, ¿cómo lo conseguían?

¡Dios, pero allá arriba todo parecía transparente y frío!

—Dije que usted tiene un nombre raro —repitió el piloto.

—¿Qué nombre? —dijo Constant, olvidado del nombre disparatado que había elegido para disfrazarse.

—Jonah —dijo el piloto.

Cincuenta y nueve días más tarde, Winston Niles Rumfoord y su leal perro Kazak se materializaron de nuevo. Habían ocurrido muchas cosas desde la última visita.

En primer lugar, Malachi Constant había vendido todas sus acciones en la Galactic Spacecraft, la compañía que tenía en custodia la gran nave espacial llamada
La Ballena.
Lo había hecho para destruir toda conexión entre su persona y el único medio conocido de llegar a Marte. Había colocado el producto de la venta en la Moon Mist Tobacco.

En segundo lugar, Beatrice Rumfoord había liquidado sus diversos títulos, invirtiendo el producto en acciones de la Galactic Spacecraft, con intención de llevar la voz cantante cuando se tratara de hacer algo con
La Ballena.

En tercer lugar, Malachi Constant se había propuesto escribir a Beatrice Rumfoord cartas ofensivas, para tenerla alejada, para llegar a serle absoluta y permanentemente intolerable.

Leer una de esas cartas equivalía a leerlas todas. La más reciente, escrita en papel de la Magnum Opus, Inc., sociedad cuyo único objeto era administrar los asuntos financieros de Malachi Constant, decía:

¡Te saludo desde la soleada California, Nena del Espacio! Hurra, me relamo anticipadamente pensando en la juerga que me voy a correr con una dama de primera como tú bajo las lunas gemelas de Marte. Eres la única dama que conozco y estoy seguro de que eres imbatible. Amor y besos para una iniciadora. Mal.

En cuarto lugar, Beatrice había comprado una cápsula de cianuro, más eficaz, seguramente, que el áspid de Cleopatra. Era su intención tragarla en caso de que tuviera que compartir siquiera la misma zona temporal que Malachi Constant.

En quinto lugar, la bolsa de acciones había sufrido un colapso, barriendo con Beatrice Rumfoord, entre otros. Beatrice había comprado acciones de la Galactic Spacecraft a precios que variaban entre 1511/g y 169. La cotización había bajado a 6 en diez días, y ahora estaban así, moviéndose unas fracciones de punto. Beatrice lo había perdido todo en la operación, incluso su casa de Newport. No le quedaba más que lo puesto, el buen nombre y su perfecta educación escolar.

En sexto lugar, Malachi Constant había dado una fiestita íntima dos días después de volver a Hollywood, que sólo ahora, cincuenta y seis días después, estaba terminando.

En séptimo lugar, un joven de barba auténtica llamado Martin Koradubian se había dado a conocer como el extranjero barbudo que había sido invitado a la propiedad de Rumfoord para ver una materialización. Hacía reparaciones de relojes solares en Boston, y era un mentiroso encantador.

Una revista le había comprado la historia por tres mil dólares.

Sentado en el Museo Skip, bajo la escalera de caracol, Winston Niles Rumfoord leía la historia de Koradubian con deleite y admiración. Koradubian afirmaba que Rumfoord le había hablado del año Diez Millones d. C.

Según Koradubian, en el año Diez Millones habría una tremenda barrida. Todas las crónicas relativas al período comprendido entre la muerte de Cristo y el año Un Millón serían echadas a la basura y quemadas. Así se haría, decía Koradubian, porque los museos y archivos atiborrados amenazaban con expulsar a los seres vivientes de la Tierra.

El período de un millón de años relacionado con la quema de trastos viejos, se resumiría en los libros de historia, según Koradubian, en una frase:
Después de la muerte de Cristo hubo
un período de reajuste que duró aproximadamente un millón de años.

Winston Niles Rumfoord lanzó una carcajada y dejó de lado el artículo de Koradubian.

Nada le gustaba más que una enorme y buena superchería.

—Diez millones d. C. —dijo en voz alta—, un gran año para hogueras y desfiles y ferias mundiales. Un buen momento para hender piedras angulares y desenterrar cápsulas temporales.

Rumfoord no hablaba consigo mismo. Había alguien más en el Museo Skip. La otra persona era su mujer, Beatrice. Beatrice se había sentado en la otra silla. Había bajado a pedirle ayuda en un momento de gran necesidad.

Rumfoord cambió suavemente de tema. Beatrice, absolutamente fantasmal en su peinador blanco, se puso plomiza.

—¡Qué animal optimista es el hombre! —dijo Rumfoord alegremente—. ¡Imaginar que la especie puede durar diez millones de años más, como si los hombres hubieran sido tan bien concebidos como las tortugas! —Se encogió de hombros—. Bueno, ¿quién sabe?, quizá los seres humanos duren eso, a fuerza de pura malicia. ¿Cuál es tu idea?

—¿Qué? —preguntó Beatrice.

—Tu idea de lo que durará la raza humana —dijo Rumfoord.

De entre los dientes apretados de Beatrice salió una nota temblona, aguda, tan alta que estaba casi más allá de las posibilidades del oído humano. El sonido tenía la misma carga siniestra que el silbido de una bomba que cae.

Después se produjo la explosión. Beatrice volcó la silla, atacó el esqueleto, lo arrojó estrellándolo en un rincón. Limpió los estantes del Museo Skip, proyectando los especímenes contra las paredes, pisoteándolos.

Rumfoord estaba pasmado.

—Santo Dios —dijo—. ¿Por qué haces eso?

—¿No lo sabes todo? —dijo Beatrice histérica—. ¿Alguien puede decirte algo? ¡Te basta con leer mi pensamiento!

Rumfoord apoyó las palmas de sus manos en las sienes, los ojos muy abiertos. —Estática, todo lo que oigo es estática —dijo.

—¡Qué otra cosa habría sino estática! —dijo Beatrice—. ¡Voy a quedar directamente en la calle, sin un centavo siquiera para comer, y mi marido se ríe y quiere que juguemos a las adivinanzas!

—No era un juego
corriente
de adivinanzas —dijo Rumfoord—. Se trataba de saber cuánto durará la raza humana. Pensé que eso podía darte una mayor perspectiva para considerar tus problemas.

—¡Al diablo con la raza humana! —dijo Beatrice.

—No olvides que eres un miembro de ella —dijo Rumfoord.

—¡Entonces me gustaría pedir el pase a la de los chimpancés! —dijo Beatrice—. ¡Ningún marido chimpancé se quedaría tan tranquilo mientras su mujer pierde todos los cocos!

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