Read Las sirenas de Titán Online
Authors: Kurt Vonnegut
—Es lo más fácil del mundo —dijo Rumfoord. Le centelleaban los ojos—. Usted no es un mal tipo, sabe —dijo—, sobre todo cuando se olvida de quién es. —Le tocó ligeramente el brazo. Era un gesto de político, el vulgar gesto público de un hombre que en privado, entre los suyos, haría lo indecible por no tocar a nadie.
—Si para usted es tan importante, en esta etapa de nuestra relación, sentirse de algún modo superior a mí —dijo en tono amable—, piense en esto: Usted puede reproducirse, yo no.
Volvió su ancha espalda a Constant y echó a andar a través de una serie de vastos aposentos.
Se detuvo en uno, insistió en que Constant admirara un enorme óleo, la figura una niña que tenía las riendas de un pony inmaculadamente blanco. La niña llevaba un sombrero blanco, un vestido blanco y almidonado, guantes blancos, calcetines blancos y zapatos blancos.
Era la niña más limpia, más helada que Malachi Constant hubiera visto jamás. Su expresión era extraña, y Constant decidió que estaba preocupada por la idea de mancharse aunque sólo fuera un poquito.
—Lindo cuadro —dijo Constant.
—No estaría mal que se cayera en un charco de barro, ¿verdad? —dijo Rumfoord.
Constant sonrió inseguro.
—Mi mujer cuando niña —dijo Rumfoord bruscamente, y salió de la habitación.
Avanzó por un corredor trasero hasta un cuartito minúsculo, apenas más grande que un gran armario para escobas. Tenía aproximadamente tres metros de largo, un metro ochenta de ancho y un techo, como el resto de las habitaciones de la casa, de seis metros de alto. El cuarto era como una chimenea. Había allí dos sillas de brazos altos.
—Un accidente arquitectónico —dijo Rumfoord cerrando la puerta y mirando el cielo raso.
—¿Cómo dijo? —preguntó Constant.
—Este cuarto —dijo Rumfoord, y blandamente trazó con la mano derecha el signo mágico de una escalera de caracol—, es una de las pocas cosas que he deseado con toda mi alma cuando era chico: este cuartito.
Con la cabeza señaló las estanterías instaladas a menos de dos metros de alto en la pared de la ventana. Estaban magníficamente hechas. Sobre los estantes había una plancha de madera flotante donde escrito con pintura azul se leía:
Museo Skip.
El Museo Skip era un museo de vestigios —endoesqueletos y exoesqueletos— de caracolas, corales, huesos, cartílagos y quitones, de restos y residuos diversos de seres desaparecidos hacía mucho tiempo. La mayoría de los especímenes eran de los que un niño —probablemente Skip— podía encontrar fácilmente en las playas y bosques de Newport.
Algunos eran evidentemente regalos costosos hechos a un niño sumamente interesado en las ciencias biológicas.
El principal de esos regalos era el esqueleto completo de un ser humano adulto, del sexo masculino.
Había también un caparazón completo y vacío de armadillo, un pájaro embalsamado y el largo colmillo en espiral de un narval al que Skip había puesto en broma el rótulo:
Cuerno de
unicornio.
—¿Quién es Skip? —dijo Constant.
—Soy yo —dijo Rumfoord—. Era.
—No sabía —dijo Constant.
—Sólo para los de la familia, naturalmente.
—Aja —dijo Constant.
Rumfoord se sentó en una de las sillas, indicó a Constant la otra.
—Los ángeles tampoco pueden, sabe —dijo Rumfoord.
—¿No pueden qué? —preguntó Constant.
—Reproducirse —contestó Rumfoord. Ofreció a Constant un cigarrillo, tomó también uno y lo metió en una larga boquilla de hueso—. Lamento que mi mujer no pueda bajar para recibirlo, pero está indispuesta —dijo—. No es que quiera evitarlo a usted, sino a mí.
—¿A usted? —dijo Constant.
—Exactamente. No me ve desde mi primera materialización. —Lanzó una risita lastimosa—. Una vez le bastó.
—Lo siento —dijo Constant—. No comprendo.
—No le gustan mis predicciones —dijo Rumfoord—. Lo poco que le dije de su futuro le resultó muy perturbador. No le interesa oír nada más. —Se recostó en la silla, aspiró profundamente—. Le diré, Mr. Constant —añadió afablemente—, es una tarea ingrata la de decir a la gente que está en un Universo duro, duro.
—Mrs. Rumfoord me dijo que usted le había pedido que me invitara —dijo Constant.
—Recibió el mensaje por medio del mayordomo —dijo Rumfoord—. La desafié a que lo invitara, si no ella no lo habría hecho. Tenga esto bien presente: la única manera de conseguir que haga algo es decirle que no tendrá el coraje de hacerlo. No es una técnica infalible, claro.
Podría mandarle un mensaje ahora, diciéndole que no tiene el coraje de enfrentar el futuro, y ella me enviaría de vuelta un mensaje diciendo que tengo razón.
—Pero usted... ¿puede ver realmente el futuro? —dijo Constant. La piel de la cara se le puso seca, como si fuera a resquebrajarse. Le sudaban las palmas de las manos.
—Hablando en rigor, sí —dijo Rumfoord—. Cuando llegué con mi nave espacial al infundibulum crono-sinclástico, tuve como en un relámpago la visión de que todo lo que había sido sería siempre, y que todo lo que fuera siempre había sido. —Se rió de nuevo—. El saber esto quita todo prestigio a las predicciones, las convierte en la cosa más sencilla, más evidente que pueda imaginarse.
—¿Usted le dijo a su mujer todo lo que iba a sucederle? —preguntó Constant. Era una pregunta indirecta. A Constant no le interesaba lo que pudiera sucederle a la mujer de Rumfoord. Estaba ansioso de tener noticias sobre su propia persona. Por timidez había preguntado acerca de Mrs. Rumfoord.
—No todo —dijo Rumfoord—. No me dejó que se lo dijera todo. Lo poco que le dije le quitó las ganas de saber más.
—Ah... ya veo —dijo Constant, que no veía absolutamente nada.
—Sí —dijo Rumfoord afablemente—. Le dije que usted y ella se casarían en Marte. —Se encogió de hombros—. No exactamente que se casarían —añadió— sino que serían cruzados por los marcianos, como ganado.
Winston Niles Rumfoord era miembro de la única clase norteamericana verdadera. La clase lo era de verdad porque sus límites habían quedado claramente definidos por lo menos durante dos siglos, claramente definidos para quien tuviera el sentido de las definiciones. De la reducida clase de Rumfoord habían salido una decena de presidentes de los Estados Unidos, un cuarto de los exploradores, un tercio de los gobernadores del litoral occidental, la mitad de los ornitólogos
full-time,
tres cuartos de los grandes
yachtmen,
y virtualmente todos los que pagaban los déficit de la gran ópera. Era una clase singularmente exenta de charlatanes, con la notable excepción de los charlatanes políticos. La charlatanería política era una manera de conseguir cargos y nunca se aplicaba a la vida privada. Una vez en el cargo, casi todos sin excepción se mostraban magníficamente responsables.
Si Rumfoord acusaba a los marcianos de cruzar a las personas como si no fueran más que ganado, acusaba a los marcianos de hacer ni más ni menos lo que había hecho su propia clase.
La fuerza de esa clase dependía hasta cierto punto de la buena administración financiera, pero dependía en mayor medida de los casamientos basados cínicamente en los tipos de hijos que podían producirse.
El desiderátum era niños sanos, bonitos, juiciosos.
El análisis más competente, aunque sin sentido del humor, que se haya hecho de la clase de Rumfoord, es sin lugar a dudas el de Waltham Kittredge en
The American Philosopher Kings.
Kittredge probó que la clase era en realidad una familia cuyos cabos sueltos volvían a anudarse en un apretado núcleo de consanguinidad por vía de casamientos entre primos.
Rumfoord y su mujer, por ejemplo, eran primos terceros, y se detestaban mutuamente.
Y en el diagrama que Kittredge trazara de la clase de Rumfoord, se vio que a nada se parecía tanto como al apretado y redondo nudo conocido con el nombre de
puño de mono.
Waltham Kittredge fracasaba muchas veces en su intento de expresar con palabras la atmósfera de la clase de Rumfoord. Como profesor que era, buscaba a tientas las grandes palabras, y al no encontrar ninguna adecuada, había acuñado una cantidad de vocablos nuevos e intraducibles.
De toda la jerga de Kittredge, sólo una expresión ha ingresado en el lenguaje de la conversación:
coraje no-neurótico.
Esa clase de coraje había sido, desde luego, la que llevó a Winston Niles Rumfoord a salir al espacio. Era coraje puro, no sólo puro de la codicia de fama y dinero, sino puro de todo incentivo con resabios de inadaptación o no-convencionalismo.
Hay, dicho sea de paso, dos palabras vulgares y enérgicas que hubieran servido muy bien, la una o la otra, para sustituir la jerga de Kittredge:
estilo
y
gallardía.
Cuando Rumfoord fue la primera persona propietaria de una nave espacial privada, pagando cincuenta y ocho millones de dólares contantes y sonantes, eso era estilo.
Cuando los gobiernos de la tierra suspendieron toda exploración del espacio a causa de los infundibula cróno-sinclásticos y Rumfoord anunció que él iría a Marte, eso era estilo.
Cuando Rumfoord anunció que llevaría consigo un perro enorme, pues una nave espacial no era más que un coche de
sport
sofisticado, como si un viaje a Marte fuera poco más que una vuelta hasta la carretera de Connecticut, eso era estilo.
Cuando no se sabía lo que podía ocurrir si una nave espacial llegaba a un infundibulum crono-sinclástico, y Rumfoord se encaminó directamente al centro de uno de ellos, eso era sin duda gallardía.
Contraponiendo a Malachi Constant, de Hollywood, con Winston Niles Rumfoord, de Newport y de la Eternidad:
Todo lo que Rumfoord hacía lo hacía
con estilo,
dejando bien parada a la humanidad.
Todo lo que Constant hacía lo hacía
con exhibición de estilo,
en forma agresiva, estentórea, infantil, inútil, dejando mal parados a sí mismo y a la humanidad.
Constant se erizaba de coraje, pero era todo menos un no-neurótico. Todas las cosas corajudas que había hecho tenían por incentivo el despecho y el temor que le venía de la infancia, de pasar por blandengue.
Al oír de boca de Rumfoord que en Marte lo casarían con Mrs. Rumfoord, Constant apartó la mirada y la dirigió al museo de vestigios. Tenía las manos muy apretadas.
Carraspeó varias veces. Después silbó despacito entre la lengua y el paladar. En general se comportaba como un nombre a la espera de que se le pase un dolor terrible. Cerró los ojos y aspiró aire entre los dientes.
—Vaya, Mr. Rumfoord —dijo suavemente—. ¿Marte?
—Marte —dijo Rumfoord—. Desde luego, no es su último destino, ni tampoco Mercurio.
—¿Mercurio? —dijo Constant. Convirtió ese nombre encantador en un graznido sin gracia.
—Su destino es Titán —dijo Rumfoord—, pero visitará Marte, Mercurio y otra vez la Tierra antes de llegar allá.
Es esencial saber en qué punto se hallaba la exploración exacta del espacio cuando Malachi Constant recibió la noticia de sus futuras visitas a Marte, Mercurio, la Tierra y Titán. La actitud de la Tierra con respecto a la exploración espacial era muy parecida a la actitud de Europa respecto a la exploración del Atlántico antes de los viajes de Cristóbal Colón.
Pero con estas importantes diferencias: los monstruos existentes entre los exploradores del espacio y sus metas no eran imaginarios, sino numerosos, horribles, variados y uniformemente cataclísmicos; el costo de una expedición, por pequeña que fuese, bastaba para arruinar a la mayoría de las naciones, y era virtualmente cierto que ninguna expedición podía aumentar la riqueza de sus patrocinadores.
En una palabra, el más pedestre sentido común y las mejores informaciones científicas indicaban que no había nada bueno que decir de la exploración del espacio.
Hacía mucho que había pasado la época en que cada país podía alcanzar más gloria que los otros lanzando a la nada algún objeto pesado. La Galactic Spacecraft, sociedad dirigida por Malachi Constant, había recibido el último pedido de uno de esos artefactos espectaculares, un cohete de 90 metros de largo por 10 de diámetro. Había sido construido, pero la orden de lanzamiento nunca había llegado.
La nave tenía el sencillo nombre
de La Ballena,
y contaba con instalaciones para cinco pasajeros.
La interrupción tan brusca de las actividades había sido determinada por el descubrimiento de los infundibula crono-sinclásticos. El descubrimiento se había hecho por vía matemática, a partir de los extraños esquemas de vuelo, de las naves sin hombres, enviadas, al parecer, anticipadamente.
El descubrimiento de los infundibula crono-sinclásticos, en efecto, planteó a la humanidad la siguiente pregunta:
«¿Qué nos hace pensar que vamos a alguna parte?
»
Era una situación hecha de medida para los predicadores fundamentalistas norteamericanos. Fueron más rápidos que los filósofos, los historiadores o quienquiera que fuese, en decir cosas sensatas sobre la truncada
Era Espacial.
Dos horas antes de que se cancelara indefinidamente el lanzamiento de
La Ballena,
el Reverendo Bobby Dentón clamaba en la Cruzada de Amor emprendida en Wheeling West, Virginia:
«Y descendió el Señor para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo el Señor: He aquí, el pueblo es uno y todos estos tienen un lenguaje: y han comenzado a obrar, y
nada les retraerá ahora de lo que han pensado hacer.
Ahora, pues, descendamos y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció el Señor desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió el Señor el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra».
Bobby Dentón echó a su audiencia una brillante mirada de amor, y procedió a asarla en los carbones de su propia iniquidad.
—¿Y no son éstos tiempos bíblicos? —dijo—. ¿No hemos edificado con acero y orgullo una abominación más alta que la Torre de Babel de los antiguos? ¿Y no pretendemos, como aquellos constructores de la antigüedad, llegar así al cielo? ¿Y no hemos oído decir muchas veces que el lenguaje de los científicos es internacional? Usan todos las mismas palabras griegas y latinas para aludir a las cosas y hablan todos el lenguaje de los números. —A Dentón le parecía ésta una prueba suficientemente condenatoria, y los Cruzados del Amor asintieron fríamente, sin entender del todo por qué.