Los griegos (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: Los griegos
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Se cuenta que, cuando el mensajero de Darío llegó para pedir la tierra y el agua, como signo de que Esparta aceptaba la soberanía de Persia en la tierra y el mar, los espartanos arrojaron al mensajero a un pozo de agua y le dijeron: «¡Ahí tienes ambas!»

Atenas ahora no podía hacer más que esperar. Pero había un ateniense de gran visión: Temístocles. Fue arconte de Atenas en 493 a. C. y, como Hecateo de Mileto, cinco años antes, pensó que para que las ciudades griegas pudieran resistir al gigante persa debían tener el dominio del mar.

Atenas no tenía una flota poderosa, y para construir una se necesitaba dinero, gasto que los atenienses tal vez no estuviesen dispuestos a aceptar. Atenas ni siquiera era un puerto de mar, pues estaba a ocho kilómetros de la costa. Temístocles hizo lo que pudo. Fortificó un lugar de la costa, que luego sería la ciudad del Pireo. Esta iba a ser la base de la flota que, según él esperaba, existiría algún día. Pero mientras tanto, Atenas iba a tener que resistir el choque de la invasión sin la pantalla protectora de una flota adecuada.

En 490 a. C., la fuerza expedicionaria de Darío estuvo lista. No era muy grande, pero lo suficiente, estimaba Darío, para la tarea que debía llevar a cabo. Atravesó directamente el Egeo, ocupando en la marcha las islas que podían plantear problemas. Se apoderó de Naxos, por ejemplo, y luego enfiló hacia el Noroeste, a la isla de Eubea. En esta isla se encontraba Eretria, que compartía con Atenas, en el sentir de Darío, la culpa de haber ayudado a incendiar a Sardes. Eretria fue tomada y quemada, mientras Atenas observaba sin osar enviarle ayuda. Necesitaba todos sus hombres para su propia defensa.

En efecto, mientras Eubea era tomada por una parte del ejército persa, otra parte desembarcaba en el Atica. Estaba a su frente el mismo Hipias, que la guió basta una pequeña llanura de la costa oriental del Atica, cerca de la aldea de Maratón.

Atenas, en el ínterin, había enviado a pedir ayuda a la otra única ciudad que no temía enfrentarse con los persas: Esparta. Se envió a un corredor profesional —pues la rapidez era esencial— llamado Fidípides, para que atravesara los 160 kilómetros que había hasta Esparta.

Por desgracia, Esparta era la ciudad más aferrada a la tradición de toda Grecia, y era tradicional allí no empezar ninguna acción hasta la luna llena. Cuando llegó Fidípides, faltaban nueve días para la luna llena y los espartanos se negaron a moverse durante esos nueve días. Cleómenes podía haber obligado a los espartanos a actuar, si hubiese estado en el poder, pero poco después de que él expulsase a su colega rey, los éforos, por recelo ante el creciente poder de Cleómenes, le enviaron también a él al destierro.

Pero Atenas no se enfrentó totalmente sola con los persas. Platea, agradecida por el apoyo ateniense contra Tebas, envió 1.000 hombres para que se unieran a los 9.000 atenienses contra el enemigo.

El pequeño ejército era comandado por un polemarca y diez generales. Uno de éstos era Milcíades, sobrino del Milcíades que había conquistado el Quersoneso Tracio y se había hecho tirano de él. El joven Milcíades había sucedido a su tío como tirano y se había sometido a Darío durante la expedición tracia del rey persa. Pero durante la revuelta jónica sus actitudes habían sido contrarias a Persia, de modo que, velando por su seguridad, huyó del Quersoneso después de ser aplastada la revuelta y retornó a la ciudad madre, Atenas.

Milcíades fue el corazón y el alma de la resistencia ateniense. Algunos generales pensaban que era inútil luchar y que quizá podía arreglarse una rendición razonable. Milcíades se opuso resueltamente a esto. Opinaba que no sólo era necesario combatir, sino que insistía en atacar primero. Tenía experiencia de los ejércitos persas y sabía que el hoplita griego era superior a los persas en armamento y en preparación.

Prevaleció la elocuencia de Milcíades, y el 12 de septiembre del 490 a. C., el ejército ateniense, conducido por Milcíades, se lanzó contra los persas en Maratón.

Los persas retrocedieron tambaleantes ante la embestida. Por alguna razón, habían cometido el error de enviar la caballería de vuelta a los barcos, por lo que en ese momento no tenían jinetes que resistieran el embate griego. Los infantes persas murieron en gran cantidad, incapaces de devolver los golpes y atravesar el pesado escudo de los hoplitas griegos. De hecho, no pudieron hacer nada, excepto tratar de abrirse camino hacia su flota, completamente derrotados. Según un informe ateniense posterior (posiblemente exagerado), los atenienses perdieron en la batalla 192 hombres y los persas 6.400.

La flota persa aún podía haber llevado lo que quedaba del ejército bordeando el Ática para atacar a Atenas directamente. Pero su moral estaba quebrada y les llegaron noticias de que el ejército espartano estaba en marcha. Decidieron que ya tenían suficiente y atravesaron de vuelta el Egeo llevándose a Hipias con ellos. La posibilidad del viejo de restablecer la tiranía se esfumó para siempre, y él mismo desapareció de la historia.

Entre tanto, los atenienses esperaban noticias de la batalla. Quizá pensaban que verían en cualquier momento soldados huyendo, con los persas acosándolos, que la ciudad sería incendiada y ellos muertos o esclavizados. El ejército ateniense, victorioso en Maratón, sabía bien que su gente estaba en una angustiosa espera y que debían enviar un corredor a la ciudad con las grandes nuevas. Según la tradición, el mensajero fue ese mismo Fidípides que había sido enviado a Esparta en busca de ayuda. Corrió de Maratón a Atenas a toda velocidad, llegó a la ciudad, balbució apenas las noticias de la victoria y murió.

La distancia de Maratón a Atenas es de unos 42 kilómetros. En honor a esa carrera de Fidípides, los «maratones» son carreras deportivas en una distancia de unos 42 kilómetros. El récord mundial de tales carreras es de 2 horas, 14 minutos y 43 segundos, pero nadie sabe cuánto tiempo le llevó a Fidípides correr la primera maratón
[3]
.

Los espartanos llegaron al campo de batalla poco después de concluida ésta. Contemplaron el campo y los muertos persas, hicieron grandes elogios de los atenienses y volvieron a su patria. Si hubiesen tenido el buen sentido de ignorar la luna llena, habrían participado en la batalla, se les habría atribuido el mayor mérito por la victoria y la historia posterior de Grecia habría sido diferente.

En verdad, esa batalla de Maratón siempre ha impresionado la imaginación del mundo. Era David contra Goliat, con el triunfo del pequeño David. Además, por primera vez se libraba una batalla de la que parece depender todo nuestro moderno modo de vida.

Antes de ese día de septiembre del 490 a. C. se habían librado muchas grandes batallas; pero hoy, para nosotros, no es mucha la diferencia en que los egipcios derrotaran a los hititas o a la inversa, en que los asirios batieran a los babilonios o a la inversa, o en que los persas triunfaran sobre los lidios o a la inversa.

El caso de Maratón es diferente. Si los atenienses hubieran sido derrotados en Maratón, Atenas habría sido destruida y en tal caso (piensan muchos) Grecia nunca habría llegado al esplendor de su civilización, esplendor cuyos frutos hemos heredado los modernos. Sin duda, Esparta habría combatido, aunque se hubiese quedado sola, y hasta habría podido conservar su independencia. Pero Esparta no tenía nada que ofrecer al mundo, como no fuera un horrible militarismo.

La batalla de Maratón, pues, fue una «batalla decisiva», y muchos la consideran la primera batalla decisiva de la historia, en lo que concierne al Occidente moderno.

Después de Maratón

Darío se puso furioso al recibir las noticias de Maratón; no tenía ninguna intención de ceder. Estaba decidido a preparar otra expedición contra Atenas de mucha mayor envergadura. Pero en 486 a. C., mientras aún se hallaba haciendo preparativos, murió con la frustración de no haber castigado todavía a los atenienses.

Pero a los enemigos de Darío no les fue mejor. Milcíades, desde luego, era el héroe del momento, pero su éxito, al parecer, se le subió a la cabeza. Creyó que podía convertirse en un héroe conquistador. Persuadió a los atenienses a que pusieran hombres y barcos bajo su mando y, en 489 a. C., los condujo al ataque de Paros, isla situada al oeste de Naxis, cerca de ésta. El pretexto era que había aportado un barco a la flota persa.

Desgraciadamente, el ataque fracasó y volvió a su patria con una pierna rota. Nada hay peor que el fracaso. Los indignados atenienses juzgaron a Milcíades por conducta impropia durante la campaña y le impusieron una pesada multa. Poco después murió.

En cuanto a Cleómenes I, el rey espartano que había elevado a Esparta al dominio indiscutido sobre el Peloponeso y al liderazgo militar de Grecia, su destino fue aún peor. Fue llamado del exilio, pero en 489 a. C. enloqueció y tuvo que ser aprisionado bajo custodia. No obstante, se las arregló para conseguir una espada y se mató con ella.

Pero la disputa entre Grecia y Persia no terminó porque la vieja generación desapareciera. Nuevos hombres llegaron al poder y continuaron la lucha.

El heredero del trono persa y del sueño de venganza contra los atenienses fue el hijo de Darío, al que los griegos llamaban Xerxes, de donde deriva nuestro nombre, Jerjes. Este trató de completar rápidamente los planes de su padre, pero los egipcios se rebelaron en 484 a. C. Jerjes tardó varios años en sofocar la revuelta, y esos años resultaron ser decisivos.

Después de la batalla de Maratón, Atenas dio nuevos pasos hacia la plena realización de la democracia. Los diversos cargos gubernamentales a los que Clístenes había dado acceso a todos los atenienses libres ahora eran ocupados por sorteo, de modo que todos los hombres libres tenían igual posibilidad de ocuparlos. Se redujo el poder del arconte y el polemarca, y se dio suprema autoridad a la asamblea popular. La única arma que quedó en manos de las clases superiores fue el Areópago. Este «tribunal supremo» iba a permanecer en sus manos durante otro cuarto de siglo.

Además, los atenienses crearon un nuevo sistema para impedir el establecimiento de una nueva tiranía. Una vez al año se brindaba la oportunidad para emitir un tipo especial de voto. En esta votación, los ciudadanos se reunían en la plaza del mercado provistos con un pequeño trozo de cerámica. (La cerámica era barata y trozos de cerámica rotas podían recogerse en cualquier parte.) Podía escribirse el nombre de cualquier ciudadano que se juzgase peligroso para la democracia en ese trozo de cerámica, que luego se colocaba en una urna. Terminada la votación, se vaciaban las urnas, se contaban los nombres y, siempre que hubiese un total de más de 6.000, se exiliaba al individuo cuyo nombre apareciese en mayor número de trozos.

El exiliado no era deshonrado ni perdía su propiedad. Después de diez años podía retornar y continuar su vida normal. De este modo, los atenienses esperaban evitar el establecimiento de una tiranía y, también, intervenir en la decisión final sobre el rumbo que debía seguir la ciudad.

La palabra griega que designa un trozo de cerámica es ostrakon, por lo que el voto de destierro es llamado «ostracismo». Los atenienses conservaron esa costumbre durante algo menos de un siglo, y nunca ha sido adoptada en otras partes.

El ostracismo fue aplicado por primera vez en Atenas en 487 a. C., cuando se envió al exilio a un miembro de la familia de Pisístrato. Pero el ostracismo más importante de la historia tuvo lugar cinco años más tarde, y los resultados justificaron plenamente la costumbre. La votación se produjo a causa de una disputa en Atenas sobre el método apropiado para prepararse contra una nueva invasión.

Por supuesto, se consultó al oráculo de Delfos y, según relatos posteriores, los resultados fueron muy adversos; se predijo un desastre completo. Los interrogadores atenienses, llenos de horror, preguntaron si no había un rayo de esperanza, y la sacerdotisa del oráculo respondió que, cuando todo estuviese perdido, «sólo la muralla de madera quedaría sin conquistar».

A su retorno, los atenienses informaron de esto e inmediatamente surgió una controversia sobre cuáles eran los muros de madera.

Uno de los líderes atenienses destacados de la época era Arístides, un noble que desconfiaba un poco de la nueva democracia. Sin embargo, había sido un colaborador de Clístenes, había luchado en Maratón y era famoso por su absoluta honestidad e integridad. De hecho, se le llamó, en su época y desde entonces, Arístides el justo.

Arístides sostenía que las murallas de madera a las que se refería la sacerdotisa eran justamente eso: murallas de madera. Afirmaba que los atenienses debían construir un fuerte muro de madera alrededor de la Acrópolis y resistir allí aunque fuese destruido todo el resto del Ática.

Para Temístocles, esto era sencillamente insensato. Pensaba que lo esencial era tener una flota, y sostenía que las murallas de madera eran una manera poética de aludir a los barcos de madera de una flota. En aquellos días se estaba empezando a usar un nuevo tipo de barco, el trirreme. Tenía tres filas de remos, lo cual significaba que podían introducirse más remeros en ese barco que en los de tipo más antiguo.

Los trirremes eran más veloces y tenían mayor capacidad de maniobra que los barcos más viejos. « ¡Construid trirremes!», repetía Temístocles. Tales trirremes serían invencibles, y desde las murallas de madera de esa flota los persas podían ser destruidos, aunque se apoderasen de todo el Ática y de la misma Acrópolis.

Si se cuestionaba la necesidad de los barcos, la guerra que se estaba librando con Egina dirimiría el asunto. Atenas se dispuso a castigar a Egina por su premura en ayudar a Darío, pero Egina tenía la flota más poderosa de Grecia, y ni Atenas y Esparta juntas pudieron afligirle una derrota decisiva.

Por supuesto, los trirremes eran costosos, pero nuevamente intervino la fabulosa suerte de Atenas. En el extremo sudoriental del Ática, se descubrieron minas de plata en 483 a. C., mientras Jerjes se hallaba atascado en Egipto. Repentinamente, los atenienses fueron ricos. Los ciudadanos atenienses sintieron la fuerte tentación de repartirse la plata, de modo que cada uno fuese más rico en una pequeña cantidad de dinero. Temístocles se horrorizó ante esto. ¿Qué bien haría a la ciudad unas pocas monedas más en los bolsillos de cada uno? En cambio, si se invertía todo el dinero en una flota, podrían construirse 200 trirremes.

Arístides se opuso a esto por considerarlo un despilfarro de dinero, y durante meses la discusión siguió en aumento, mientras la rebelión en Egipto estaba siendo sofocada y el peligro se acercaba cada vez más. En 482 a. C., Atenas convocó una votación de ostracismo para elegir entre Arístides y Temístocles.

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