Pronto comenzó a negociar con Jerjes, en un intento de lograr mayor poder con ayuda persa (o al menos se hizo sospechoso de esto). Los éforos, celosos de su éxito de todos modos, le llamaron a Esparta y fue juzgado por traición, pero absuelto por falta de pruebas.
Pero ya no se le permitió conducir ejércitos espartanos, de modo que organizó expediciones privadas al Helesponto, donde fue derrotado por los atenienses y donde siguió tratando con los persas. Fue llamado a Esparta por segunda vez y allí cometió un pecado que, para los espartanos, era el peor de todos: trató de organizar una revuelta de los ilotas.
La conspiración fue descubierta y Pausanias buscó refugio en un templo. No podía ser sacado del templo por la fuerza, de modo que se le dejó allí hasta que estuvo a punto de morir de hambre; entonces, se le sacó de allí, pues hubiera sido un sacrilegio permitir que muriera en terreno sagrado. Murió fuera del templo. Esto ocurrió el 471 a. C.
Mientras tanto, Leotíquidas, jefe de la flota griega en la batalla de Micala, había sido hallado culpable, en 476 a. C., de aceptar sobornos y había sido desterrado.
Todo esto hizo perder a Esparta mucho prestigio. Las otras ciudades-Estado griegas no pudieron por menos de pensar que si los héroes espartanos de Platea y Micala eran traidores y corruptos, no se podía confiar en ningún espartano. Atenas, en cambio, audaz y resuelta, sin vacilar jamás como los lentos espartanos y siempre en la vanguardia de la lucha contra Persia, era tanto más admirable en comparación.
Como resultado de esto, Argos, finalmente recuperada de sus derrotas a manos de Cleómenes, se vio estimulada a intentar una vez más oponerse a la supremacía espartana en el Peloponeso. Logró algunos éxitos iniciales, apoderándose de Micenas y Tirinto (hoy miserables aldeas, donde no queda nada de sus antiguas glorias) y se le unieron otras ciudades. Hasta Tegea, por lo habitual firmemente proespartana, entró en alianza con Argos. Lejos de estar en condiciones de frenar el creciente poder de Atenas en todo el mundo griego, Esparta se vio repentinamente obligada a luchar por la soberanía en el Peloponeso, donde había considerado segura su supremacía durante un siglo.
Afortunadamente para Esparta, estaba en el trono un joven rey, digno sucesor de Cleómenes. Era Arquidamo II, que subió al trono cuando fue desterrado su abuelo Leotíquidas. Arquidamo derrotó a Argos y sus aliados en Tegea, en 473 a. C. Argos, que ya tenía suficiente, se retiró de la guerra, pero los aliados arcadios, con Tegea a la cabeza, siguieron la resistencia. En 469 a. C., una segunda batalla puso fin a ésta, y Esparta se aseguró nuevamente el dominio del Peloponeso.
Pero le esperaban momentos peores aún. El golpe más severo de todos se lo descargó un enemigo contra el que ni siquiera Esparta podía luchar. En 464 a. C., un terremoto destruyó la ciudad de Esparta, y por un tiempo los espartanos quedaron aturdidos y azorados.
En ese momento, los ilotas aprovecharon la oportunidad. Ocho años antes, Pausanías les había proporcionado motivos para esperar poner fin a dos siglos de martirio, pero el complot había fracasado en el último momento. Ahora los amos espartanos se hallaban inermes; había llegado el momento.
Los ilotas se organizaron apresuradamente y trataron de batir a los espartanos. Pero tan pronto como los espartanos recuperaron el aliento, los ilotas perdieron toda posibilidad. Como habían hecho sus antepasados dos siglos antes, los ilotas se retiraron al monte Itome y se fortificaron allí. Su resistencia duró cinco años y fue llamada la «Tercera Guerra Mesenia». El hecho de que los espartanos tardasen tanto en someter a sus esclavos perjudicó aún más su prestigio.
En 459 a. C. los ilotas finalmente fueron obligados a rendirse, pero sólo a condición de que no se les matase ni se les redujese nuevamente a la esclavitud. Los espartanos les permitieron marcharse, y barcos atenienses los llevaron a Naupacta, estación naval recientemente fundada por Atenas sobre la costa septentrional del golfo de Corinto.
La Confederación de Delos
Mientras las intrigas internas, los terremotos y las revueltas campeaban en Esparta, la buena fortuna de Atenas, que la había acompañado casi ininterrumpidamente desde la caída de Hipias, se mantuvo aún más brillantemente que nunca.
Las ciudades liberadas de Asia Menor necesitaban una permanente protección contra todo intento por Persia de restablecer su dominio sobre ellas. Tal protección sólo podía proporcionarla la flota ateniense. Por ello, en 478 a. C., poco después de la batalla de Micala, las ciudades de la costa de Asia Menor y las islas del Egeo comenzaron a unirse con Atenas en una alianza destinada a presentar un frente único contra Persia.
Cada ciudad debía contribuir con barcos para una flota unificada o con dinero a un tesoro central. El número de barcos o la suma de dinero fueron establecidos por Arístides el justo según el tamaño y la prosperidad de las ciudades. Y, según la tradición, lo hizo tan bien que ninguna ciudad se sintió exigida en exceso ni pensó que sus vecinas lo eran demasiado poco. (Esta es la última anécdota sobre la justicia de Arístides, pero aun las circunstancias que rodearon su muerte dan nuevas pruebas de ella. Lejos de usar su poder para enriquecerse, el patrimonio que dejó al morir, en 468 a. C., no era siquiera suficiente para pagar los gastos de su funeral.)
El tesoro central de la alianza fue depositado en Delos, a 160 kilómetros al sudeste de Atenas. Delos es una pequeña isla, no mayor que el Central Park de Manhattan, pero como fue la depositaria del tesoro, el grupo de ciudades unidas bajo el liderazgo ateniense recibió el nombre de «Confederación de Delos».
El punto débil de la Confederación era la misma Atenas. La flota podía proteger las islas y el Asia Menor, pero ¿de qué servía si un enemigo podía invadir el Ática y quemar la misma Atenas? Persia lo había hecho dos veces y Esparta podía hacerlo en el futuro.
Temístocles, cuyo gran prestigio después de la batalla de Salamina lo había mantenido en el poder en Atenas, decidió dar un osado nuevo golpe político. Las «murallas de madera» de la profecía délfica habían salvado a Atenas en la forma de barcos, según su interpretación del oráculo. Pero ahora había llegado el momento de aplicar la interpretación de Arístides y construir murallas reales, no sólo alrededor de la Acrópolis, sino de toda la ciudad.
En caso de invasión, aunque el Ática fuese devastada, la población podría refugiarse en la ciudad y combatir desde las murallas.
Los espartanos, naturalmente, objetaron esa medida, considerándola un acto hostil. La misma Esparta no tenía murallas, y pidió que se destruyesen todas las murallas urbanas de Grecia. (Se cuenta que un visitante de Esparta preguntó por qué no tenía murallas. Se le respondió inmediatamente: «Las murallas de Esparta son los soldados espartanos.» ¡Sin duda! Y si se destruían todas las fortificaciones, los soldados espartanos habrían sido los amos absolutos de Grecia.)
Pero los espartanos, como siempre, actuaron lentamente; y los atenienses como siempre, actuaron rápidamente. Mientras los espartanos planteaban sus objeciones y Temístocles los entretenía discutiendo con ellos, los atenienses se dedicaron a construir la muralla. En el momento en que los espartanos estuvieron listos para actuar, el muro era suficientemente alto como para que la acción fuese demasiado tardía.
Además de Atenas se fortificó el puerto marino de El Pireo, creado por el previsor Temístocles ya antes de Maratón. Pero pese a todos sus éxitos, Temístocles perdía popularidad. No tenía la absoluta honestidad de Arístides y, como se hizo cada vez más rico, se sospechó que recibía sobornos. También mostraba un arrogante orgullo por su capacidad y sus triunfos, que se justificaba plenamente, pero disgustaba los atenienses.
Su gran opositor después de la guerra fue Cimón, hijo de Milcíades, el héroe de Maratón. Cimón, como su padre y como Arístides, no confiaba en la democracia y ejercía una influencia conservadora en Atenas. Sin embargo, era enormemente popular en la Atenas democrática.
En primer lugar, había pagado la enorme multa impuesta a su padre un año después de Maratón. También usó su riqueza para construir parques y edificios destinados al uso público. Por añadidura era un capaz jefe militar que llevó a las fuerzas atenienses de victoria en victoria.
Cimón había servido bajo Arístides durante la guerra con Persia y en 477 a. C. había asumido el mando de la flota ateniense. Casi inmediatamente arrancó Bizancio de manos de Pausanías, de Esparta, con lo cual aseguró el cordón umbilical de Atenas con el mar Negro.
Cimón puso su popularidad en la balanza contra Temístocles, y en una votación de ostracismo realizada en 472 a. C. Temístocles (como Arístides exactamente diez años antes) fue desterrado. Pero Temístocles fue menos afortunado que Arístides, pues nunca pudo retornar a Atenas.
Marchó a Egina, primero, y allí se dedicó a intrigar contra Esparta. Quizá hasta se uniese al complot de Pausanias para provocar una rebelión de los ilotas. Sea como fuere, Atenas luego le declaró un traidor y se vio obligado a abandonar Grecia totalmente.
Logró llegar a territorio persa en Asia Menor, y allí fue tratado con gran deferencia. Temístocles recordó a los persas que poco antes de la batalla de Salamina había tratado de hacer que la flota griega fuera atrapada. Los persas creyeron en apariencia que Temístocles había intentado honestamente tender una trampa a los griegos; así como éstos creyeron que había tratado honestamente de tender una trampa a los persas. (¿Cuál fue el motivo real de Temístocles? Nadie lo sabrá jamás. Probablemente el astuto ateniense pensó que, cualquiera que fuese el resultado de la batalla, él saldría ganador.)
Temístocles murió en Magnesia en 449 a. C., dejando salvada a Grecia, liberada la costa de Asia Menor y fortificada Atenas. No estaba mal, para veinte años de poder político.
Después del ostracismo de Temístocles, Cimón fue la figura dominante en Atenas. Mientras Temístocles había favorecido una política netamente antiespartana, Cimón era firmemente proespartano. Creía que Atenas debía mantener su alianza de los días de la guerra con Esparta y dirigir toda su fuerza contra Persia.
Era también un decidido imperialista; es decir, quería extender la influencia ateniense todo lo posible. Así, después de conquistar Bizancio, usó la flota para asegurar que las ciudades griegas de la costa septentrional del mar Egeo se uniesen a la Confederación de Delos.
Cimón no estaba dispuesto a permitir que ningún miembro de la Confederación la abandonara. Por el 469 a. C., la isla de Naxos juzgó que la amenaza persa estaba conjurada y que podía abandonar sin inquietud la Confederación, a fin de usar sus barcos para sí, en vez de destinarlos a la flota ateniense.
Cimón pensaba de otro modo. Para él, la Confederación no era una asociación voluntaria, sino una unión bajo la dominación ateniense. Atacó Naxos, la tomó, destruyó sus fortificaciones y confiscó su flota. En adelante la isla fue obligada a pagar tributo, en lugar de construir barcos para la flota común.
Auge de Atenas
Pero en el interior, la oposición a Cimón estaba creciendo. A los demócratas les disgustaban las tendencias aristocráticas y proespartanas de Cimón, y hallaron un líder en Efialtes. El blanco principal de éste fue el Areópago, la última fortaleza de los conservadores. Pero mientras Cimón fuera victorioso, Efialtes no podía hacer nada. Acusó a Cimón de haber sido sobornado por Alejandro I de Macedonia, pero Cimón fue absuelto triunfalmente. Era obvio que los demócratas debían esperar a que Cimón sufriese una derrota para poder enfrentarse con él.
Llegó el año 464 a. C. y el terrible desastre del terremoto y la revuelta de los ilotas, que puso temporariamente en aprietos a Esparta. Esto brindó ocasión para una nueva disputa. A Efialtes le pareció una buena oportunidad para Atenas. ¿Por qué no ayudar a los ilotas y paralizar a Esparta permanentemente?
Cimón luchó firmemente contra esto. Recordó a los atenienses los muertos espartanos en las Termópilas y sus hazañas en Platea. Grecia, decía Cimón, estaba conducida por Esparta y por Atenas, que eran como dos bueyes que arrastran una carga común. Si uno era destruido, toda Grecia quedaría disminuida.
Predominaron los argumentos de Cimón y su popularidad. En 462 a. C. fue enviado un ejército ateniense a ayudar a los espartanos a batir a los pobres ilotas, que luchaban contra la más brutal esclavitud que había en Grecia. Quizá los soldados atenienses no se sintieran a gusto en esta tarea.
Pero fueron los mismos espartanos quienes destruyeron a Cimón, su mejor amigo en Atenas, pues se sintieron ciega y hoscamente heridos en su amor propio. No pudieron soportar que los atenienses llegasen con aire protector a ayudarles contra sus propios esclavos. «No os necesitamos», refunfuñaron coléricamente, y ordenaron a los atenienses que se volviesen.
Fue un insulto terrible, mayor que el que podían soportar los atenienses, Cimón había sido el causante de esta humillación, y por tanto se volvieron contra él. Se hizo una votación de ostracismo y, en 461 a. C., Cimón fue desterrado y Efialtes subió al poder. Inmediatamente, debilitó al Areópago, limitando sus poderes al juicio de casos de asesinato y nada más. Correspondientemente aumentó el poder de la asamblea popular.
Efialtes no estuvo en el poder por mucho tiempo, pues poco después del ostracismo de Cimón el líder democrático fue asesinado. Pero esto no favoreció en nada a los conservadores, pues en lugar de Efialtes ascendió un demócrata más capaz, Pericles.
Pericles nació el 490 a. C., el año de Maratón. Su padre había conducido un escuadrón ateniense en la batalla de Micala; su madre era sobrina de Clístenes, de modo que, por el lado materno, Pericles era miembro de la familia de los Alcmeónidas. Recibió una buena educación, y entre sus maestros se contó Zenón de Elea.
Pericles iba a permanecer en el poder hasta el día de su muerte, ocurrida treinta años más tarde, pese a todo lo que hicieran sus enemigos. Durante su gobierno, Atenas llegó a la cúspide de su civilización y conoció una «edad de oro».
Pericles siguió extendiendo la democracia internamente. Estableció la costumbre de pagar a los funcionarios, para que hasta los más pobres pudieran servir a la ciudad. También trabajó para fortalecer la ciudad. Aunque Atenas y El Pireo estaban fortificados, quedaba entre las ciudades un hueco de unos ocho kilómetros. El Pireo podía ser alimentado y aprovisionado desde el mar, pero ¿cómo iban a llegar los suministros a una Atenas sitiada a ocho kilómetros de distancia? La solución era construir murallas desde El Pireo hasta Atenas, los «Largos Muros», para que formasen un pasillo protector por el cual los suministros y los hombres pudieran desplazarse con seguridad. De este modo, Atenas y El Pireo podían convertirse en una especie de isla en medio de la tierra. Los Largos Muros fueron terminados en 458 a. C.