Tolomeo Cerauno había llegado a Asia Menor y permanecido allí bajo la protección de Seleuco, quien pensaba que podía serle útil contra el nuevo Tolomeo que se sentaba en el trono de Egípto. Mientras tanto, con Tolomeo Cerauno, Seleuco extendió su dominación hacia Macedonia que, gracias a la derrota de Demetrio Poliorcetes y la muerte de Lisímaco, se hallaba en total confusión.
Pero Tolomeo Cerauno tenía sus propios planes. En 280 a. C. asesinó a Seleuco y se apoderó él de Macedonia.
Así, casi un siglo después de la muerte del gran Alejandro, desaparecía el último de los diádocos. ¿Y cuál era el resultado de cincuenta años de agotadoras e insensatas guerras? Pues bien, sólo fue confirmar la situación que existió desde el momento de la muerte de Alejandro.
La Sicilia helenistica
La única parte del mundo griego que escapó totalmente a la dominación macedónica fueron las ciudades de Sicilia e Italia. Para ellas, fue como si Filipo y Alejandro nunca hubiesen existido. Durante un tiempo, la Sicilia de los tiempos helenísticos fue igual a la de los tiempos helénicos. El enemigo era el mismo, Cartago, como lo había sido en los tiempos de Jerjes, y en Siracusa, pese al brillante interludio de Timoleón, aún había tiranías. Entre los demócratas que se oponían a éstas se contaba Agatocles, quien comenzó su vida en la pobreza, pero se hizo rico gracias a su encanto, que le permitió casarse con una rica viuda.
Fue expulsado de la ciudad por sus actividades políticas, pero logró reclutar un ejército privado y combatir en una y otra parte, por todo el mundo, como si fuese otro Demetrio. En 317 a. C. logró apoderarse de Siracusa, y pronto efectuó una sangrienta matanza con los oligarcas y los defensores de la tiranía. Por supuesto, él mismo era un tirano, en el sentido de que fue un gobernante absoluto. Sin embargo, gobernó de tal modo que se hizo popular entre la gente común. Fue casi un Dionisio que hubiese renacido después de medio siglo.
Los cartagineses, por otra parte, no querían ningún nuevo Dionisio. Enviaron un gran ejército a Sicilia bajo el mando de otro Amílcar. Este tuvo más éxito que el anterior, quien había muerto en Hímera ciento setenta años antes. Ganó victoria tras victoria y llegó a poner sitio a Siracusa.
Cartago nunca había estado tan cerca de conquistar toda Sicilia cuando Agatocles, por pura desesperación, tuvo una idea digna de un macedonio. En 310 a. C. se deslizó fuera de Siracusa con unos pocos soldados, atravesó el mar hacia Africa y comenzó a atacar las ciudades cercanas a la misma Cartago.
Los asombrados cartagineses, al ver a los griegos en sus costas por primera (y última) vez en la historia, quedaron azorados. No tenían tropas cercanas y los torpes reclutas que reunieron fueron sencillamente barridos por los avezados combatientes de Agatocles.
Se enviaron a Amílcar mensajes llenos de pánico para que mandara tropas a Africa. Pero Amílcar no quiso hacerlo antes de tomar Siracusa, por lo que atacó apresuradamente y fue derrotado y muerto.
Esto dio fin a las esperanzas cartaginesas de conquistar toda Sicilia.
Más tarde, las fuerzas cartaginesas volvieron a Africa y los griegos fueron derrotados, pero antes Agatocles había retornado a Sicilia y reasumido el poder en Siracusa. En 307 a. C. siguió la nueva costumbre que los macedonios estaban difundiendo por todo el mundo griego y se proclamó rey.
Entre los proyectos de Agatocles figuraba una posible conquista de Italia meridional (algo que Dionisio había logrado realizar). Por entonces, la ciudad más importante de Italia del Sur era Tarento. Tenía continuos problemas con las tribus nativas italianas, y unos treinta años antes se había visto obligada a pedir la ayuda de Esparta. Arquidamo había respondido al llamado y murió en Italia. Ahora que las tribus italianas volvían a amenazarla y Agatocles se cernía sobre Italia como un nuevo peligro, Tarento apeló a Esparta una vez más.
Pero en 289 a. C., Agatocles murió, antes de poder realizar sus planes, y Tarento parecía haber superado todos sus peligros.
Pero no era así, pues había surgido una nueva y formidable amenaza. Había en Italia central una ciudad llamada Roma, que durante el siglo anterior había adquirido calladamente cada vez más poder; tan gradualmente, en verdad, que su crecimiento habia pasado casi inadvertido por el mundo griego, que tenía los ojos fijos en el increíble Alejandro y sus imprudentes sucesores.
Por la época de la muerte de Agatocles, Roma había terminado con sus largas guerras con otras potencias italianas centrales y era dueña de toda la península, hasta las ciudades griegas. Tarento se encontró frente no a tribus locales, sino a una nación altamente organizada y con una maquinaria militar avanzada.
Roma estaba comenzando a intervenir en los asuntos de las ciudades del sur de Italia y había hecho alianzas con algunas de ellas. Tarento se ofendió por esto y, cuando aparecieron en la ciudad embajadores romanos, fueron rudamente insultados.
Inmediatamente, Roma declaró la guerra, en 282 a. C., y Tarento, que recuperó repentinamente la sensatez, sintió de nuevo la necesidad de ayuda. Era inútil apelar otra vez a Esparta; la emergencia exigía medidas más radicales. Tarento, pues, miró del otro lado del Adriático y eligió al más fuerte general macedonio que pudo encontrar, Este era Pirro, quien, durante un breve período, domina la historia.
El momento de Epiro
Pirro era rey de Epiro, que, por un instante en la historia, se convirtió bajo su gobierno en una importante potencia militar.
La historia primitiva de Epiro es de poca importancia, aunque los reyes que lo gobernaron pretendían descender de Pirro, el hijo de Aquiles. Hasta el reinado del nuevo Pirro, la única posible pretensión a la fama de Epiro era el hecho de que Olimpia, madre de Alejandro, era una princesa de la región y, por ende, Alejandro era epirota a medias.
Después de la muerte de Alejandro, un primo de Olimpia se sentaba en el trono de Epiro. Luchó contra Casandro y fue derrotado y muerto en 313 a. C. Su hijo menor era Pirro, quien, por ende, era primo segundo, del gran Alejandro y el único pariente de éste que mostró al menos una parte de su capacidad.
El hermano mayor de Pirro subió al trono de Epiro y, durante un tiempo, Pirro fue soldado de fortuna en los ejércitos de los diádocos. Luchó por Demetrio Poliorcetes en Ipso, por ejemplo, cuando sólo tenía diecisiete años.
Pirro llegó a ser rey de Epiro en 295 a. C., pero la paz lo hastiaba. Sólo le interesaba la guerra y necesitaba algún vasto proyecto al cual dedicarse. La ocasión se le presentó en 281 a. C. con la llamada de Tarento, a la que respondió de buena gana.
Desembarcó en Tarento con 25.000 hombres y una cantidad de elefantes, que de este modo entraron en las guerras italianas por vez primera. Pirro contempló con desprecio la cómoda vida de los tarentinos. Ordenó el cierre de los teatros, suspendió todas las fiestas y comenzó a entrenar al pueblo. Los tarentinos se sintieron sorprendidos y disgustados. Querían la derrota de los romanos, pero no estaban dispuestos a hacer nada para obtenerla. Querían que otros efectuasen la tarea. Pirro sencillamente tomó a algunos de los que protestaban y los envió a Epiro. Los restantes se tranquilizaron.
Pirro enfrentó a los romanos en Heraclea, ciudad costera situada a unos 70 kilómetros al sur de Tarento. Envió delante a sus elefantes y éstos arrollaron a los romanos, que nunca habían visto antes tales animales. Pero después de la victoria, Pirro contempló con preocupación el campo de batalla. Los romanos no habían huido. Los muertos presentaban heridas por delante y ni siquiera los temibles elefantes habían hecho que volvieran las espaldas. Obviamente no iba a ser una guerra fácil.
Trató de hacer la paz con los romanos, pero éstos no estaban dispuestos a discutir la paz mientras Pirro permaneciese en Italia. Por ello, la guerra continuó. En 279 a. C., Pirro se encontró con un nuevo ejército romano en Áusculo, a unos 160 kilómetros al noroeste de Tarento. Ganó nuevamente, pero esta vez con dificultades aún mayores, pues los romanos estaban aprendiendo a combatir los elefantes.
Cuando Pirro contempló el campo de batalla esta vez, alguien trató de congratularlo por la victoria. Respondió amargamente: «Otra victoria como ésta, y estoy perdido». De aquí proviene la expresión «victoria a lo Pirro
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». Significa una victoria tan estrecha y obtenida a costa de tales pérdidas que casi equivale a una derrota.
Las batallas de Heraclea y Áusculo fueron la primera ocasión en que la falange macedónica hizo frente a la legión romana. La falange se había deteriorado desde la época de Alejandro, haciéndose cada vez más pesada, torpe y, por ende, más difícil de hacer maniobrar. Necesitaba un terreno llano, pues toda irregularidad alteraba su estrecha formación y la debilitaba. La legión, en cambio, tenía un ordenamiento flexible que, con hombres adecuadamente entrenados, podía extenderse hacia delante como una mano o contraerse hacia dentro como un puño. Podía luchar tranquilamente en terreno irregular.
La falange derrotó a la legión en esas dos batallas, en parte a causa de los elefantes y en parte a causa de la habilidad de Pirro. Pero la falange nunca iba a volver a derrotar a la legión.
Mientras tanto, en Siracusa se producían serios desórdenes después de la muerte de Agatocles, y el peligro cartaginés se presentó nuevamente. Los siracusanos llamaron a Pirro, quien gustosamente llevó su ejército a Sicilia en respuesta al llamado.
Sin duda, cuando Pirro enfrentó a los cartagineses, no ya a los romanos, tuvo más éxito. Por el 277 a. C. había acorralado a los cartagineses en la región más occidental de la isla, como Dionisio un siglo antes. Pero no pudo expulsarlos de allí, como no había podido hacerlo Dionisio. Más aún, carecía de una flota que le permitiese atacar directamente a Cartago, como había hecho Agatocles un cuarto de siglo antes. Por consiguiente, decidió retornar a Italia, donde los romanos habían hecho firmes progresos durante su ausencia. En 275 a. C., Pirro los enfrentó en una tercera batalla, en Benevento, a unos 50 kilómetros al oeste de Áusculo. Por entonces, los romanos estaban totalmente en condiciones de combatir con los elefantes. Arrojaron flechas encendidas y los elefantes, quemados y enloquecidos, retrocedieron y huyeron, aplastando a las propias tropas de Pirro. Fue una completa victoria romana.
Pirro se apresuró a reunir las tropas que le quedaban, y abandonó Italia sin más trámite. Roma ocupó todo el sur de Italia y, desde ese día, la Magna Grecia fue romana.
De vuelta a Epiro, Pirro siguió batallando, pues sólo le atraía la guerra. Le llegó otro pedido de ayuda. Esta vez, de Cleónimo, príncipe espartano que trataba de ascender al trono. Pirro invadió el Peloponeso en 272 a. C. y atacó a Esparta. Los espartanos resistieron, por supuesto, pero Pirro halló poca dificultad para destruir casi totalmente el ejército espartano. Pero, por sexta vez, Esparta se salvó de ser ocupada, pues Pirro se alejó a causa de problemas más urgentes.
Avanzó hacia Argos y fue muerto en sus calles, cuando, según ciertos relatos, una mujer le arrojó una teja desde un techo. Fue un innoble fin para un guerrero y, con su muerte, Epiro perdió su importancia.
Los galos
Mientras Pirro estaba en Italia, Tolomeo Cerauno había consolidado su dominio sobre Macedonia y tenía razones para congratularse de la ausencia de su belicoso rival.
Desgraciadamente para Tolomeo, el desastre iba a caer desde un nueva dirección y por obra de un nuevo enemigo.
Hacía casi mil años que Grecia no sufría las penurias de una gran invasión bárbara, pero ahora se produjo. Esta vez los bárbaros eran los galos, que habían ocupado buena parte del interior de Europa al menos desde la Edad del Bronce. Grupos de ellos se habían establecido al norte del Danubio desde época desconocida.
Ocasionalmente, a causa de la presión demográfica o de movimientos que obedecían a derrotas bélicas, tribus de galos irrumpían hacia el Sur, hacia el Mediterráneo. Así, en 390 a. C., tribus galas se lanzaron en gran cantídad por la península italiana y se apoderaron de Roma, que por entonces era una pequeña ciudad insignificante.
Ahora, un siglo después, le tocó el turno a Grecia. En 279 a. C., invasores galos, conducidos por un líder llamado Breno, se arrojaron sobre Macedonia.
Tolomeo Cerauno se halló repentinamente enfrentado con hordas salvajes contra las cuales apenas tuvo tiempo de reunir sus fuerzas. Su ejército fue barrido y él mismo halló la muerte. Durante algunos años no hubo gobierno alguno en Macedonia, sino solamente bandas errantes de salvajes a los que las diversas ciudades resistían como podían.
Entre tanto, los galos, en busca de mayor botín, se dirigieron hacia el Sur, a Grecia, en 278 a. C. Al igual que dos siglos antes había encabezado la resistencia contra los persas, Atenas encabezó ahora la resistencia contra los galos. A su lado no estaba Esparta, sino los etolios. Estos vivían al oeste de Fócida y habían quedado reducidos a la impotencia por la invasión doria, mil años antes. No habían tenido ninguna importancia en la historia griega durante los tiempos helénicos, pero la adquirieron ahora.
Juntos resistieron en las Termópilas y las cosas ocurrieron exactamente como antaño. Los griegos resistieron firmemente hasta que algunos traidores mostraron a los invasores el viejo camino por las montañas. Pero esta vez, por fortuna, el ejército griego fue evacuado por mar y no tuvo que sufrir la suerte de Leónidas y sus hombres.
Los galos siguieron avanzando hacia el Sur y atacaron Delfos, que era un objetivo particularmente valioso a causa de los tesoros que había acumulado a lo largo de los siglos, tesoros que ningún conquistador griego o macedonio habría osado tocar.
Pero allí los galos fueron derrotados, probablemente por los etolios. La historia es oscura, pues en tiempos posteriores la derrota fue atribuida a la milagrosa intervención de los dioses. Se decía que el ruido de un trueno aterrorizó a los galos y que grandes peñascos, descendiendo por las montañas, mataron a muchos. Por supuesto, puede haberse tratado de un terremoto.
Pero, sea a causa de los etolios, de un terremoto o de los dioses, lo cierto es que Breno fue derrotado y murió, y que los galos debieron abandonar Grecia. Algunos de ellos permanecieron en Tracia y otros pasaron a Asia Menor.
En cuanto a Macedonia, un hombre que había hecho frente con éxito a los galos después del primer embate de un asalto fue Antígono Gonatas, que posiblemente significa «Antígono el Patizambo». Era hijo de Demetrio Poliorcetes y nieto de Antígono Monoftalmos.