Pero Roma no estaba terminada. Los años posteriores a Cannas fueron, en verdad, los más bellos de su historia y nunca se asemejó tanto a los espartanos en su apogeo. Con tenaz y casi sobrehumana determinación, continuó la lucha contra Aníbal.
Y, acosada como estaba, aún tuvo la fuerza suficiente para enfrentar a Siracusa. En 214 a. C. apareció una flota romana que puso sitio a Siracusa (la primera desde la flota ateniense de dos siglos antes).
Siracusa resistió valientemente durante tres años, gracias principalmente a Arquímedes. El científico, según historias posteriores de historiadores griegos que se deleitaban contando el cuento de la inteligencia griega frente a la fuerza romana, inventó toda clase de ingeniosos mecanismos para combatir a los romanos. Hizo espejos incendiarios, rezones, catapultas especiales, etc. (cuyos detalles probablemente fueron exagerados con el tiempo). Se decía que tan pronto una cuerda o un trozo de madera aparecía sobre las murallas de Siracusa, los barcos romanos empezaban a alejarse a toda velocidad, tratando de salir del alcance del más reciente invento del fatídico siracusano.
Pero, en definitiva, fue la dureza la que triunfó. En 211 a. C., pese a todo lo que hizo Arquímedes, Siracusa fue tomada por los romanos. El jefe romano había dado órdenes de que Arquímedes fuese cogido vivo. Pero un soldado romano dio con él cuando estaba trabajando en algún problema geométrico en la arena. El soldado ordenó al viejo Arquímedes (tenía casi setenta y cinco años por entonces) que fuese con él. Arquímedes vociferó: «¡No pises mis círculos!» Y el soldado, quien juzgó que no tenía tiempo para tonterías, mató al gran hombre.
Sicilia fue, en lo sucesivo, totalmente romana, y la historia de los griegos como pueblo independiente en Occidente, que había comenzado cinco siglos antes, en la Edad de la Colonización, llegó a su fin para siempre.
La caída de Macedonia
Después de Cannas, Filipo V, durante un momento, se hizo dueño de Grecia. Hasta la Liga Etolia temía una invasión de Cartago victoriosa y apeló a Filipo (aliado de Cartago) para que la protegiera contra ella.
Pero Roma, pese a su mortal duelo con Aníbal y a que su flota estaba ocupada en el sitio de Siracusa, se las arregló para enviar algunas tropas a Grecia. No bastaban para dominar la situación, pero impidieron que Filipo prestase a Cartago algo más que un apoyo moral. Filipo, en efecto, no se atrevió a enviar tropas a Aníbal.
Además, Roma estimuló a Grecia a la rebelión contra Macedonia. Con este fin se alió con la Liga Etolia y con Esparta. Pero, a fin de cuentas, la amenaza cartaginesa impidió a Roma obtener un acuerdo completo, y lo que se llamó la «Primera Guerra Macedónica» terminó en algo así como un empate.
Este conflicto romano-macedónico se reflejó en el Peloponeso, donde la Liga Aquea (bajo el mando de Filopemen, de Megalópolis), con la ayuda macedónica, y Esparta, con ayuda romana, continuaron su duelo.
En 207 a. C., un espartano revolucionario, Nabis, depuso a los últimos reyes (nueve siglos después de la ocupación doria de Esparta) y asumió el poder como tirano. Completó las reformas de Agis IV y Cleómenes III, aboliendo las deudas y volviendo a dividir la tierra. Hasta liberó a los esclavos y puso fin al horrible sistema de los ilotas.
Mientras, la Segunda Guerra Púnica llegada a su punto culminante. Roma halló un general particularmente brillante en Publio Cornelio Escipión. Para éste, la única manera de derrotar a Aníbal era imitar al viejo Agatocles, de un siglo antes, y llevar la guerra a la misma Cartago.
En 202 a. C. fue esto lo que hizo. Aníbal fue llamado de vuelta por los angustiados cartagineses. En la ciudad de Zama, al sudoeste de Cartago, Escipión enfrentó y derrotó a Aníbal. La Segunda Guerra Púnica terminó y la victoria fue de Roma.
Entonces Roma dirigió su atención a todos aquellos que, en sus días oscuros, se habían vuelto contra ella o tratado de apresurar su caída, y el primero de la lista era Filipo V de Macedonia.
En 200 a. C., Roma halló una excusa (siempre buscaba una excusa, aunque a veces fuese trivial). Se le presentó cuando la isla de Rodas apeló a su ayuda contra Filipo.
Inmediatamente, Roma le declaró la guerra (la «Segunda Guerra Macedónica»).
El general romano Tito Quinto Flaminio actuó lentamente. Se aseguró de que Grecia estaba de su parte y permanecería quieta. En 197 a. C., la falange macedónica y la legión romana se encontraron nuevamente en Cinoscéfalos, en Tesalia, como en los días de Pirro casi un siglo antes. La legión ganó, y Filipo V, con su ejército destrozado, tuvo que pedir la paz. Conservó Macedonia, pero esto fue todo. Su dominio sobre Grecia fue destruido, y la hegemonía macedónica impuesta a Grecia desde la época de Filipo II, siglo y medio antes, desapareció para siempre.
En los juegos ístmicos de 197 a. C., Flaminio anunció públicamente la restauración de su antigua libertad a todas las ciudades griegas, y Grecia desbordó de alegría.
Pero el primer uso que hicieron las ciudades de su libertad fue tratar de lograr la ayuda de Roma en su antigua tarea de destruirse unas a otras. La Liga Aquea persuadió a Flaminio a que la ayudase a destruir a Nabis, el temido revolucionario de la odiada Esparta. Flaminio asintió con renuencia y, pese a la valerosa resistencia espartana, expulsó a Nabis de Argos (que éste había ocupado antes). Así llegó a su fin la lucha de quinientos años entre Esparta y Argos. Pero Flaminio impidió que la Liga tomase a la misma Esparta.
Flaminio abandonó Grecia en 194 a. C. y esto brindó la oportunidad que esperaban la Liga Aquea y Filopemen. Atacaron a Esparta, la derrotaron y la obligaron a unirse a la Liga Aquea. Nabis fue asesinado por unos etolios, y con esto Esparta se desplomó.
Filopemen fue el último general griego que ganó victorias en guerras entre ciudades griegas, y por esta razón se lo llamó en tiempos posteriores «el último de los griegos». Halló su fin en Mesenia, en 184, cuando trataba de sofocar una revuelta contra la Liga Aquea.
El fin de la Liga Aquea
Las ciudades griegas descubrieron, sin embargo, que, al obtener su libertad de Macedonia, en realidad sólo habían cambiado de amo y caído bajo la hegemonía romana. La Liga Etolia no soportó este dominio y buscó ayuda externa.
Nada podía esperarse de Filipo V, por supuesto, quien nunca más se atrevería a enfrentar a los romanos. Pero en el Este había otro macedonio, Antíoco III, rey del Imperio Seléucida. Había hecho conquistas en el Este y se creía un nuevo Alejandro. Además, en su corte estaba Aníbal, quien nunca había renunciado a su sueño de humillar a Roma e instó a Antíoco a emprender aventuras en Occidente. Se ofreció para conducir un ejército a Italia, si Antíoco hacía algo en Grecia que distrajera a los romanos.
Este plan podía haber tenido éxito, pero los etolios pidieron a Antíoco que volcase en Grecia su esfuerzo principal, prometiendo que toda Grecia se levantaría contra Roma. Desde luego, esto no resultó verdadero. Grecia nunca se levantó unida, toda, contra un enemigo externo. Puesto que la Liga Etolia era antirromana, la Liga Aquea fue, naturalmente, prorromana.
Antíoco decidió hacer de Grecia el campo de batalla, como pedían los etolios, y en 192 a. C, se trasladó a ella. Allí perdió el tiempo en fútiles placeres, y, cuando los decididos romanos le hicieron frente, se encontró aplastado en las Termópilas, en 191 a. C., y volvió desordenadamente a Asia.
Como resultado de la derrota de Antíoco, la Liga Etolia fue totalmente sometida a Roma. Sólo la Liga Aquea conservó una chispa de la libertad griega, y Roma vigiló cuidadosamente para que la chispa no se hiciese demasiado brillante.
Perseo, hijo de Filipo V, planeó una nueva guerra contra Roma y tomó cuidadosas medidas para recibir apoyo de los etolios. En 171 a. C., estalló la «Tercera Guerra Macedónica». Los romanos finalmente forzaron una batalla decisiva en Pidna, ciudad de la costa egea macedónica, en 168 a. C. De nuevo, los macedonios fueron totalmente aplastados. Fue la última batalla de la falange macedónica. Perseo huyó, pero fue capturado y enviado a Roma. La monarquía macedónica llegó a su fin.
Los romanos estaban exasperados porque Grecia apoyaba todo levantamiento antirromano, y decidieron llevarse un grupo de rehenes aqueos para asegurarse de que no habría más problemas.
Entre los rehenes se hallaba Polibio, nacido aproximadamente en 201 a. C. en Megalópolis y que figuró entre los líderes de la Liga Aquea después de la muerte de Filopemen.
En Roma, Polibio trabó amistad con varios de los romanos más destacados, entre ellos, Escipión el joven (nieto por adopción del Escipión que había derrotado a Aníbal), por lo que su vida en Roma no fue dura. Escipión se benefició de esto, pues Polibio fue el más grande de los historiadores griegos de la Época Helenística y escribió una historia de la Segunda Guerra Púnica en la que relató cuidadosa y favorablemente las hazañas del viejo Escipión.
Cuando los rehenes aqueos fueron finalmente liberados, en 151 a. C., y entre ellos Polibio, éste no permaneció en Grecia mucho tiempo, sino que se marchó apresuradamente a Africa, llevado por sus intereses de historiador, para unirse a su amigo Escipión en vísperas de un nuevo triunfo romano.
Roma mantuvo el deseo de llevar a la ruina definitiva a Cartago, pues aunque ésta era impotente por entonces, Roma nunca olvidó que medio siglo antes estuvo a punto de destruir a Roma. Finalmente, Roma inventó una excusa para atacar Cartago y comenzó la «Tercera Guerra Púnica», en 149 a. C.
Cartago, aunque tan debilitada como Esparta, logró hallar medios para resistir. Por puro heroísmo obstinado (como sus compatriotas de Tiro ante Alejandro, casi dos siglos antes,), resistió durante más de dos años. Pero la destrucción final de Cartago era inevitable y el fin se produjo en 146 a. C.
La ciudad fue totalmente arrasada, y el pueblo que había disputado la supremacía en el Mediterraneo a griegos y romanos durante seis siglos dejó de existir.
La atención que Roma dedicó a Cartago despertó nuevas esperanzas en Grecia. Macedonia se rebeló en 149 a. C., conducida por un hombre que pretendía ser hijo de Perseo, el último rey de Macedonia. En esta «Cuarta Guerra Macedónica», Roma pronto barrió toda resistencia y, en 148 a. C., convirtió a Macedonia en provincia romana.
En el ínterin, la Liga Aquea aprovechó la oportunidad para saltar sobre Esparta nuevamente. Los romanos habían prohibido toda guerra entre las ciudades, pero los aqueos no tenían ojos más que para Esparta. Roma, pensaron, estaba demasiado ocupada con Macedonia para molestarse por ellos.
Pero los exasperados romanos no estaban demasiado ocupados y se molestaron. Un ejército conducido por Lucio Mummio entró en el Peloponeso. La Liga Aquea, paralizada de terror, no osó resistir, pero esto no le importó a Mummio. No era uno de esos romanos que por entonces estaban enamorados de la cultura griega. Tomó Corinto en 146 a. C. Era la ciudad más rica de Grecia y, aunque no ofreció ninguna resistencia, la usó para dar una lección. Los hombres fueron muertos, las mujeres y los niños vendidos como esclavos y la ciudad saqueada.
La Liga Aquea se disolvió y todas las ciudades fueron gobernadas por oligarquías. Se extinguió la última miserable chispa de libertad griega, aunque se mantuvo en parte su apariencia. Sólo en 27 a. C. Grecia fue convertida directamente en parte de los dominios romanos con el nombre de «Provincia de Acaya».
El Asia Menor helenística
Pero aunque durante los tiempos helenísticos Grecia entró en el crepúsculo, las conquistas de Alejandro habían difundido la cultura griega por todo el Este, y fue realmente más poderoso e influyente en los días de la decadencia griega que durante el apogeo ateniense.
Por ejemplo, surgieron en Asia Menor una serie de pequeñas monarquías helenísticas. Una de ellas se centraba en la ciudad de Pérgamo, situada a unos 30 kilómetros tierra adentro de la costa que está frente a la isla de Lesbos.
Al norte de Pérgamo, bordeando la Propóntide, estaba Bitinia. Esa región había logrado su independencia, en la práctica, durante los últimos años de Persia, debilitada ya ésta. Conservó su independencia en vida de Alejandro (quien nunca envió un ejército a esa región) y también posteriormente. En 278 a. C., su gobernante, Nicomedes, asumió el título de rey.
Pero su dominación no estaba asegurada, pues tenía rivales para el trono. En busca de ayuda, se le ocurrió usar a los galos, que habían saqueado Macedonia y Grecia hacía unos años. Así, invitó a una tribu gala a penetrar en Asia Menor. Pero los galos llegaron con sus planes propios. Inmediatamente empezaron a someter a pillaje a las prósperas y pacíficas ciudades de la zona, por todas partes.
Durante una generación, los galos fueron el terror del Asia Menor occidental. Fue como si hubiese vuelto el tiempo de los cimerios, de cuatro siglos y medio antes. Finalmente, fue Pérgamo la que arregló la situación.
En 241 a. C., Atalo I sucedió a su padre Eumenes, en el trono de Pérgamo, y con él comenzó la grandeza del reino. Atalo combatió y derrotó a los galos en 235 a. C., terminando con su amenaza y recibiendo, por consiguiente, el nombre de Atalo Soter, o «Atalo el Salvador».
En honor a esta victoria, Atalo hizo esculpir una estatua, «El Galo Moribundo», y la erigió en Atenas. A menudo se la llama erróneamente «El Gladiador Muerto» y es una de las más famosas obras de arte helenísticas que han llegado hasta nosotros.
Los galos fueron acorralados en una región de Asia Menor central, que a causa de esto fue llamada Galacia. Una vez que fueron obligados a asentarse, pronto se civilizaron.
Atalo I, como su contemporáneo Hierón, de Siracusa, reconoció que Roma era la potencia dominante y se alió con ella. Bajo su hijo Eumenes II, que le sucedió en 197 a. C., Pérgamo llegó a su apogeo. Obtuvo territorios (con la ayuda de Roma) y llegó a dominar la mayor parte de Asia Menor, como una nueva Lidia.
Eumenes se interesó por el saber y creó una biblioteca que fue la segunda en importancia del mundo helenístico. La principal estaba en Alejandría, en Egipto. Egipto tenía en sus manos el comercio de papiro del mundo, y en aquellos días el papiro era el material sobre el que se escribían los libros. Los gobernantes helenísticos de Egipto, no querían que el papiro (que se iba haciendo cada vez más escaso) fluyera libremente a su rival, por lo que los bibliotecarios de Pérgamo tuvieron que hallarle un sustituto.