Sus mejores escritos científicos fueron los concernientes a la biología. Era un observador cuidadoso y meticuloso, fascinado por la tarea de clasificar especies animales. Se interesó particularmente por la vida marina y observó que el delfín da a luz a su cría de una manera similar a la de los animales de los campos. Por esta razón afirmó que los delfines no son peces, en lo que se adelantó 2.000 años a su tiempo.
En física, Aristóteles tuvo mucho menos éxito. Rechazó el atomismo de Demócrito y las especulaciones de Heráclides. Siguió con las esferas celestes de Eudoxo y aún agregó más, hasta alcanzar un total de cincuenta y cuatro. También admitió los cuatro elementos de Empédocles y agregó un quinto, el «éter», del que suponía que era el constituyente de los cielos.
No se sabe en qué medida Alejandro absorbió las enseñanzas de Aristóteles. Fue discípulo de éste durante unos pocos años solamente, y en esos mismos años estuvo también dedicado a tareas principescas. Cuando tuvo dieciséis años ya estaba al frente de Macedonia mientras su padre asediaba Bizancío. Aunque Filipo fracasó en este asedio, Alejandro combatió con éxito contra algunas tribus que creían poder hacer incursiones en Macedonia con tranquilidad, ya que a su frente sólo había un muchacho. (Se equivocaron; juzgaron mal al muchacho.)
En 338 a. C., cuando Alejandro tenía dieciocho años combatió en Queronea, y la batalla terminó cuando él condujo la carga que, finalmente, aplastó a la Hueste Sagrada y dio a su padre la supremacía sobre Grecia.
Cuando subió al trono, a los veinte años, siguió actuando con extraordinaria energía y sin ninguna vacilación. Dentro de Macedonia, pronto dispuso la ejecución de todo el que pudiera disputarle su derecho al trono. Entre ellos figuraban la segunda mujer de Filipo y su hijo pequeño, así como su primo, que había antaño ocupado el trono con el nombre de Amintas III.
Hecho esto, se lanzó hacia el Sur, a Grecia. Los griegos, cuyo júbilo desapareció cuando de pronto comprendieron que el joven era un nuevo Filipo, y peor aún, se calmaron inmediatamente. En Corinto, Alejandro fue elegido comandante en jefe de los ejércitos griegos unidos contra Persia en reemplazo de su padre.
En las afueras de Corinto, Alejandro se encontró con Diógenes el Cínico, quien tenía por entonces más de setenta años. Este se hallaba tomando el sol fuera de su tonel en el momento del encuentro. Se cuenta que Alejandro le preguntó si deseaba algún favor de él. Diógenes contempló al joven que era el hombre más poderoso de Grecia y le ladró: «Sí. No me tapes el sol.» Así lo hizo Alejandro y, reconociendo el poder de la independencia completa, exclamó: «Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes.»
Después de poner en orden las cosas en Grecia, Alejandro marchó rápidamente hacia el Norte en la primavera de 335 a. C., donde los bárbaros pensaron nuevamente aprovecharse de un rey tan joven. Alejandro los aplastó tan rápidamente que apenas tuvieron tiempo de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Un rayo no los hubiera arrasado tan completamente.
Pero mientras estaba en el Norte, en Grecia se difundió la noticia de que había muerto. Inmediatamente, Tebas se rebeló y puso sitio a la guarnición macedónica de la Cadmea. Demóstenes proporcionó fondos a los tebanos y persuadió a los atenienses a que se aliaran con ellos.
Pero apenas recibió noticias de esto, Alejandro se lanzó nuevamente hacia el Sur a toda marcha. Los ejércitos trabaron combate y durante un momento los tebanos lucharon con su acostumbrado valor, pero nadie podía resistir contra Alejandro y su falange. Cuando los tebanos finalmente huyeron, fueron perseguidos tan de cerca que ellos y los macedonios entraron juntos en la ciudad.
Alejandro pensó que, de una vez por todas, tenía que convencer a los griegos de que no debía haber más revueltas contra él. Planeaba marchar sobre Persia y no deseaba guerras domésticas que lo obstaculizaran como medio siglo antes habían obstaculizado a Agesilao.
Por consiguiente, destruyó Tebas a sangre fría. Exceptuó los templos, por supuesto, pero arrasó todo otro edificio, con la única excepción del hogar del poeta Píndaro, cuyos versos Alejandro admiraba y que había antaño escrito una oda en honor de su antepasado Alejandro I.
El hecho tuvo su efecto. Atenas se apresuró a humillarse ante el conquistador y, una vez más, su historia pasada salvó a la ciudad. Alejandro ni siquiera exigió la entrega de Demóstenes y los otros dirigentes del partido antimacedónico.
Prosiguió entonces con sus planes de conquista y se ganó plenamente el nombre de «Alejandro Magno» con el que se le conoce invariablemente en la historia. Mientras vivió, Grecia permaneció en calma por temor a ese hombre extraordinario.
La caída de Persia
En Persia, la situación favorecía a Alejandro. Artajerjes II, el vencedor de Cunaxa, había muerto en 359 a. C., justamente cuando Filipo ascendía al poder en Macedonia. Fue sucedido por Artajerjes III, quien en 343 a. C., en un último esfuerzo, aplastó a Egipto, que nuevamente se había rebelado.
Pero en 338 a. C., Artajerjes III fue asesinado. Su hijo, Arses, le sucedió en el trono y fue a su vez asesinado en 336 a. C. y seguido por un pariente lejano, Darío III. Persia, conmovida por dos asesinatos sucesivos, se encontró bajo un monarca que, aunque bondadoso, era débil y cobarde. Ciertamente, era el último hombre capaz de hacer frente al gran Alejandro.
En la primavera de 334 a. C., Alejandro puso al general de su padre Antípatro al frente de Macedonia y Grecia, e inició su gran aventura con otro de los generales de su padre, Parmenio, como segundo jefe. Alejandro atravesó el Helesponto con 32.000 infantes y 5.000 soldados de caballería. Tenía por entonces veintiún años y jamás retornaría a Europa.
Del otro lado del Helesponto, Alejandro realizó un solemne sacrificio en el sitio de Troya. El, como antes Agesilao, se consideraba un nuevo héroe homérico. Era un nuevo Aquiles, como Agesilao se había sentido un nuevo Agamenón. Pero a diferencia de su predecesor espartano, Alejandro iba a demostrar que estaba en lo cierto.
Los mercenarios griegos que combatían del lado de Persia estaban comandados por Memnón, de Rodas. Era un hombre capaz y, si bien era dudoso que nadie pudiese derrotar a Alejandro, Memnón habría podido defenderse bien. Antaño había luchado con cierto éxito contra Filipo, y conocía al ejército macedónico. Sugirió que los persas se retirasen tierra adentro y atrajeran a Alejandro en su persecución, mientras la flota persa descendía por el Egeo y cortaba sus líneas de comunicación y aprovisionamiento. Su plan era también estimular revueltas en Grecia, el único lugar donde Alejandro podía encontrar barcos que lucharan de su lado.
Pero los sátrapas persas locales no quisieron escucharle. Pensaban que Alejandro era otro griego que, como Agesilao y Cares, deambularía de un lado a otro y luego se marcharía. Deseaban combatir con él en el lugar y proteger sus provincias.
Los ejércitos se encontraron en el río Gránico, cerca de donde se había levantado antaño la antigua Troya. Alejandro hizo avanzar su caballería en un rápido ataque que desorganizó a los persas. Luego hizo avanzar su falange para triturar a los duros mercenarios griegos. Los persas fueron totalmente derrotados.
Alejandro envió a Grecia un rico botín con la siguiente inscripción: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los lacedemonios [espartanos] presentan estas ofrendas del botín tomado a los forasteros que habitan Asia.» Solamente Esparta no se había unido a Alejandro, y éste, como Filipo, no trató de obligarla a que se aliase con él.
No había otro ejército persa en Asia Menor que osara resistirle, y Alejandro avanzó apoderándose de todas las ciudades.
Toda la costa egea era suya, pero Alejandro no estaba totalmente seguro. Memnón, firme aún, pese a las derrotas, empezó a apoderarse de las islas egeas y estaba preparando una batalla naval en la retaguardia de Alejandro. Por fortuna para éste, Memnón murió repentinamente a principios de 333 a. C., mientras sitiaba Lesbos, con lo que desapareció la última posibilidad de resistencia inteligente por parte de los persas.
Alejandro avanzó luego tierra adentro, hacia Gordion, la capital de la antigua Frigia, cuatro siglos antes. En Gordion, se le mostró el «nudo gordiano» y oyó la antigua profecía según la cual quien lograse desatarlo conquistaría toda Asia.
«¿Es cierto? —preguntó—. Pues, entonces, lo desataré.» Y, sacando su espada, lo cortó. Desde entonces, la frase «cortar el nudo gordiano» se ha usado para referirse a una solución directa y violenta de lo que parecía una gran dificultad.
Alejandro se desplazó hacia el Sur, al golfo de Isos, donde setenta años antes los Diez Mil habían descansado. Tenía toda el Asia Menor en su puño, pero hasta entonces sólo había combatido contra pequeñas fuerzas. La batalla del Gránico no había sido más que un aperitivo.
Ahora, muerto Memnón, no había nadie que aconsejara prudencia a los persas. Darío pensó que era imposible permitir a Alejandro seguir avanzando, de modo que reunió un gran ejército en Isos y se preparó para la batalla.
El gran ejército persa superaba muchas veces en número al pequeño ejército de Alejandro, pero el número aquí tenía poca importancia. La falange macedónica podía atravesar una cantidad de tropas sin inconveniente. Además, Darío estaba en la batalla y esto fue fatal, pues era de una increíble cobardía. Los mercenarios griegos lucharon bien por él y hasta rechazaron a la falange por un momento, pero cuando el choque de los ejércitos se aproximó a la posición de Darío y éste se sintió en peligro, de inmediato huyó atropelladamente. Hay retiradas inteligentes, pero el desenfrenado galopar de Darío para alejarse del campo de batalla era sencillamente deserción. La batalla estaba perdida.
Darío, temblando aún, envió embajadores para ofrecer a Alejandro toda Asia Menor y una gran suma de dinero si aceptaba la paz. Al oír la oferta, Parmenio dijo: «Si yo fuera Alejandro, aceptaría». Y Alejandro, despreciativamente, respondió: «Y yo también, si fuera Parmenio.»
Alejandro exigía nada menos que la total e incondicional entrega de todo el Imperio Persa, y la guerra continuó. Marchó por la costa siria y las ciudades de Fenicia se le rindieron una tras otra. Solamente Tiro resistió. Ofreció aceptar la soberanía de Alejandro si se le permitía administrar sus asuntos internos, pero Alejandro nunca aceptaba menos que la entrega total.
Tiro se preparó para el asedio y el que siguió fue uno de los más obstinados de la historia. Tiro resistió durante siete meses con increíble tenacidad, y Alejandro mantuvo el sitio con igual tenacidad. Finalmente, Tiro tuvo que rendirse y fue tratada con gran severidad por los exasperados macedonios. Varios meses más se perdieron en Gaza, ciudad costera cercana a Egipto que había sido antaño, siete siglos antes, una de las ciudades de los filisteos de la Biblia.
En 332 a. C., Alejandro entró en Egipto. Después de todas las revueltas contra Persia, los egipcios le recibieron como un liberador. Se pusieron de su parte inmediatamente y sin lucha. Lo que quedaba de Persia estaba ahora aislada del mar, y lo que había sido la flota persa estaba destruido.
En 331 a. C., sobre la orilla occidental de la desembocadura del Nilo el monarca macedonio fundó una ciudad a la que dio su nombre, Alejandría. Iba a convertirse en una de las más famosas ciudades del mundo antiguo. Mientras estuvo en Egipto, Alejandro también viajó por el interior hasta un templo que había sido dedicado originalmente al dios egipcio Amón. Los griegos lo llamaron «Ammon», y lo identificaban con Zeus, de modo que se consideró que el templo estaba dedicado a «Zeus-Amón». En ese templo, Alejandro admitió que se lo declarase hijo de Amón (o Zeus), e indudablemente había mucha gente que estaba dispuesta a creerlo.
Pero aún quedaban grandes regiones de Persia sin conquistar y grandes ejércitos que combatir y derrotar, de modo que Alejandro volvió a Asia. Atravesó el Eufrates y el Tigris, donde Darío había decidido ofrecer nueva resistencia entre las ciudades de Gaugamela y Arbela. El ejército persa era aún mayor que antes, el terreno había sido elegido cuidadosamente y se habían hecho todos los preparativos con reflexión y cautela.
El 1 de octubre de 331 a. C. se libró la batalla de Gaugamela. Los persas pusieron su esperanza en carros con guadañas atadas a las ruedas. Estos afilados cuchillos, lanzados contra los macedonios a gran velocidad, sembrarían el terror (según se esperaba). Pero la caballería macedónica atacó a los carros cuando cargaban y pocos de ellos llegaron hasta la falange.
La falange desbarató las fuerzas enemigas fácilmente, como siempre. Durante un momento, Darío hizo maniobrar a sus hombres casi como sí fuese un guerrero. Pero Alejandro ya lo conocía bien. Lanzó la falange directamente contra Darío y, cuando las erizadas lanzas se acercaron, el endeble coraje de Darío flaqueó y nuevamente volvió las espaldas para huir. El resto de la batalla fue casi una operación de limpieza.
En efecto, éste fue el fin del Imperio Persa (dos siglos después de las conquistas de Ciro), pues ya no iba a haber más una resistencia organizada. Darío no volvería a luchar jamás, solamente huiría; y Alejandro sólo iba a encontrarse con fuerzas locales durante el resto de la guerra.
El fin de Alejandro
Después de la batalla de Gaugamela, Alejandro tomó Babilonia sin resistencia y a los pocos meses estuvo en Susa, en el corazón de la tierra persa. En 330 a. C. Ocupó Persépolis, la capital de Jerjes de siglo y medio antes. Se cuenta la anécdota de que, después de un festín donde todos terminaron borrachos, Alejandro ordenó el incendio de Persépolis en venganza por la destrucción de Atenas por los persas en tiempos de Jerjes.