Esparta y Persia
La aventura de los Diez Mil fue más que una mera aventura, pues su resultado fue que Ciro el joven demostró ser el Alcibíades de Persia. Por ambición personal, había revelado a los griegos la fatal debilidad de Persia. No se trataba solamente de que los griegos hubiesen derrotado a los persas en Cunaxa; ya antes los griegos habían derrotado a los persas. Se trataba de que un pequeño contingente de griegos, aislado a 1.600 kilómetros en el interior de Persia, se había desplazado prácticamente a voluntad por sus dominios y había salido de ellos sano y salvo.
Todos los griegos reflexivos cayeron en la cuenta de que Persia era terriblemente débil, pese a su aparente fortaleza. Un ejército griego decidido con un buen general a su frente podría realizar casi ilimitadas hazañas. Hasta los lentos espartanos comprendieron esto y empezaron a soñar con osadas expediciones orientales.
Así, cuando Tisafernes volvió a Asia Menor y atacó a las ciudades griegas como represalia por la ayuda griega a Ciro el joven, Esparta no vaciló en enviar un ejército contra él, al que se incorporaron muchos de los Diez Mil.
Los persas decidieron que era mejor atacar por mar. Tenían un almirante a su disposición. El ateniense Conon, después de escapar de Egospótamos a Chipre, estaba dispuesto a vengarse de los espartanos por cualquier medio. Fue puesto al mando de una flota de 300 barcos persas y fenicios y salió a la caza de espartanos.
Mientras tanto, un nuevo rey había subido al trono en Esparta. Agis II, el vencedor de la batalla de Mantinea, murió en 399 a. C. Comúnmente hubiera sido reemplazado por su hijo, pero había dudas de que el joven fuese realmente hijo suyo. Había nacido por la época en que Alcibíades estaba en Esparta, y Agis abrigaba fuertes sospechas de que el padre verdadero era Alcibíades.
Agis también tenía un hermano menor, Agesilao, quien se presentó como el legítimo heredero del trono, pero halló alguna oposición. Agesilao era cojo de nacimiento y, además, muy pequeño. Había una antigua profecía que preveía a Esparta «contra un reinado cojeante». Sin duda, si el rey era cojo, el suyo habría sido un reinado cojeante.
En modo alguno, respondía Agesilao. Un rey que no fuese el heredero legítimo daría un reinado cojeante.
La disputa fue dirimida por Lisandro. Había permanecido inactivo, después de tomarle gusto al poder al final de la guerra del Peloponeso, y quería retornar a él. Pensó que Agesilao, el pequeño príncipe cojo, de apariencia tan poco espartana, sería fácil de manejar. Así, éste, con su ayuda, se convirtió en Agesilao II de Esparta.
Pero Lisandro lo había juzgado mal. Agesilao, pese a su pequeño tamaño y a su cojera, era un verdadero espartano, y no existía hombre que pudiese manejarlo. Lisandro siguió alejado del poder.
Agesilao estaba sediento de gloria militar y aprendió bien la lección de los Diez Mil. En 396 a. C. se dispuso a cruzar el mar en dirección a Asia Menor. Se sentía un nuevo Agamenón (el rey peloponense que había invadido Asia 800 años antes). Agesilao decidió imitar fielmente a Agamenón y realizar un sacrificio en Aulis, ciudad costera de Beocia, antes de partir, como había hecho Agamenón.
El único inconveniente era que los tebanos, gente muy poco romántica, no querían saber nada del asunto. Ningún rey espartano iba a realizar sacrificios en su territorio. Llegaron galopando y le expulsaron. Agesilao sintió que había hecho el ridículo y que el sacrificio frustrado podía arruinar toda su expedición; por ello, cobró un odio implacable hacia Tebas, odio que iba a influir de modo importante en sus acciones futuras.
En Asia, Agesilao comprobó que la lección que había enseñado Jenofonte era correcta. Recorrió de un lado a otro Asia Menor, derrotando repetidamente a los sátrapas Tisafernes y Fernabazo. En particular, derrotó a Tisafernes en Sardes en 395 a. C., y como a menudo el fracaso es considerado un crimen, Tisafernes fue ejecutado poco después.
Sin embargo, aunque los persas no podian derrotar a Agesilao, en la batalla, habían descubierto un recurso mejor. Diez años antes habían pagado a Estados griegos para que hiciesen la guerra a Atenas, y ahora enviaron emisarios cargados de oro con el cual comprar enemigos de Esparta.
Sin duda, las ciudades griegas nunca necesitaban mucho estímulo para luchar unas contra otras y lo habrían hecho aún sin el dinero persa, pero éste ayudó.
Corinto y Tebas estaban irritadas porque, aunque habían sido aliadas de Esparta durante toda la guerra del Peloponeso, Esparta se había llevado todos los beneficios de la victoria.
Esparta, instruida de la creciente animosidad contra ella, decidió prevenir los problemas antes de que empezaran y envió un contingente contra Tebas, a la que consideraba (a causa del incidente de Aulis) como el centro de los sentimientos antiespartanos. El otro rey de Esparta, Pausanias (Agesilao estaba en Asia), avanzó desde el Sur, mientras Lisandro condujo un contingente desde el Norte. Lisandro volvía a la acción, finalmente, pero pronto fue muerto en una escaramuza y Pausanias se vio obligado a retirarse.
Atenas ya se había aliado con Tebas, y pronto Argos y Corinto se incorporaron también a la alianza. Esparta contempló con horror esta repentina coalición contra ella y ordenó a Agesilao que volviera de Asia. ¿De qué servían las victorias distantes, cuando la propia casa estaba en llamas? Agesilao no deseaba marcharse, pero la disciplina espartana lo exigía. Reunió a sus hombres, junto a aquellos de los Diez Mil que quedaban, entre ellos el mismo Jenofonte, y en 394 a. C. volvió por el Helesponto, Tracia y Tesalia, la vieja ruta de Jerjes de un siglo antes.
En camino, le llegaron malas noticias. Al parecer, la flota persa conducida por Conon había atrapado a los espartanos frente a Cnido, una de las ciudades dóricas de la costa sudoccidental de Asia Menor. La flota espartana fue destruida y el poder naval espartano desapareció después de sólo diez años de existencia. Esparta sólo fue una potencia naval durante esos diez años.
Agesilao comprendió que, sin poder naval no podía abrigar esperanzas de continuar con sus planes de conquistas orientales. Pero soportó la frustración con espartana impasibilidad y la ocultó a sus hombres. Siguió marchando hacia el Sur y, en Coronea (donde cincuenta años antes los beocios habían derrotado a Atenas), Agesilao encontró las fuerzas antiespartanas unidas, con Tebas a la cabeza. Agesilao no necesitaba estímulos para luchar contra los tebanos, a los que odiaba, y aunque éstos combatieron bien, Agesilao los derrotó. Pero la victoria fue por un margen demasiado estrecho para sentirse seguro en Beocia, de modo que volvió a Esparta.
Esparta recibió una serie de duros golpes. Sus guarniciones de Asia Menor no podían ser reforzadas o aprovisionadas sin una flota y tuvieron que abandonarlas a Farnabazo y sus persas. El dinero persa envió a Conon de vuelta a Atenas, y allí, en 393 a. C., fueron reconstruidos los Largos Muros, once años después de haber sido arrasados. Además, en 392 a. C., Corinto y Argos se unieron para formar una sola ciudad-Estado, obviamente en contra de Esparta.
Esparta sólo veía ante sí un continuo batallar con ciudad tras ciudad, y no lo deseaba. Ya tenía la supremacía en Grecia y tenía poco que ganar de una lucha continua. En verdad, era muy probable que tuviese mucho que perder.
En 390 a. C., por ejemplo, unos 600 espartanos pasaron cerca de la hostil Corinto. Se sintieron seguros, pues, por lo común, ningún contingente era tan insensato como para atacar a tantos hoplitas espartanos juntos.
Pero dentro de Corinto había un general ateniense, Ifícrates, que comandaba un contingente formado por un nuevo tipo de combatíentes. Tenían armas ligeras y eran llamados peltastas, por el escudo ligero, pelta, que llevaban. Si hubiesen luchado con los hoplitas en un combate a pie firme, indudablemente habrían sido aplastados, como habían sido aplastados los persas una y otra vez con su ligero armamento. Pero Ifícrates utilizó las virtudes de la armadura ligera, no sus defectos. La armadura ligera permitía a los peltastas moverse rápidamente e Ifícrates los había entrenado y ejercitado cuidadosamente para que realizasen ágiles maniobras.
Los peltastas salieron en enjambre de Corinto. Los sorprendidos espartanos se volvieron para enfrentarlos y lucharon con su habitual valentía. Pero su pesada armadura los lastraba y fatigaba, mientras que los ligeros peltastas atacaban ya por un lado, ya por otro, eludiendo los torpes contragolpes de los hoplitas. Finalmente, el grupo espartano fue prácticamente destruido.
Toda Grecia quedó estupefacta. Los espartanos podían ser arrollados por fuerzas superiores, como en las Termópilas, u obligados a rendirse por hambre, como en Esfacteria, pero allí, en Corinto, habían sido derrotados en una lucha pareja. Por primera vez los griegos (y hasta los espartanos) cayeron en la cuenta de que era posible derrotar a los espartanos por una estrategia superior, si no por superior fuerza y bravura.
Esparta comprendió que debía a toda costa establecer una paz que congelara la situación tal como estaba en ese momento, mientras aún tenía la supremacía y para poder conservarla.
Una paz semejante sólo podía imponerse por influencia de los barcos y el dinero persa. Por ello, Esparta entró en negociaciones con Persia y en 387 a. C. concluyó la Paz de Antálcidas, por el nombre del general espartano que había sido el principal representante de la ciudad en las negociaciones. Esparta tuvo que acceder a devolver a Persia todas las ciudades griegas de Asia Menor. Así, se anuló parcialmente la victoria sobre Jerjes de un siglo antes, y en una época en que Persia era mucho más débil que en tiempos de Jerjes. Pero Persia había aprendido la lección y usó de mano blanda. Las ciudades conservaron en gran medida su autonomía, en lo concerniente a su gobierno interno.
Mediante la paz, Persia garantizaba la libertad de todas las ciudades griegas. En lo que a los espartanos concernía, esto significaba que debían deshacerse todas las uniones entre ciudades griegas (aunque fuesen voluntarias), pues cada ciudad separada debía ser «libre». Así, Corinto y Argos tuvieron que romper su unión, y la ciudad de Mantinea en Arcadia se vio obligada a disolverse en cinco aldeas.
De este modo, Esparta se aseguraba de que el resto de Grecia sería débil, mientras que ella, por supuesto, ni por un momento pensó en dar libertad a ninguna de las ciudades de Laconia o Mesenia.
El principal objetivo de Agesilao era Tebas, que lo había humillado en Aulis. Era la cabeza de la Confederación Beocia, y Agesilao exigió que ésta se disolviese, para que sus diversas ciudades quedasen libres.
Tebas se negó, pero algunos oligarcas tebanos, de simpatías muy proespartanas, se apoderaron de la Cadmea (de Cadmo, fundador legendario de la ciudad). Esta era la fortaleza central de la ciudad, como la Acrópolis era el fuerte central de Atenas. Los oligarcas entregaron la Cadmea a Esparta, que la ocupó en 382 a. C. Mientras las tropas estuvieron allí, Tebas fue territorio ocupado y tan humillada como Agesilao deseaba. Por el momento, Esparta tenía la supremacía y, al menos en Grecia, estaba en la cúspide de su poder.
La caída de Esparta
Pero el odio de Agesilao le había llevado demasiado lejos. Una Tebas libre podía haber sido partidaria de Esparta, pero con tropas espartanas en la Cadmea, Tebas fue permanentemente hostil y sólo esperaba el día en que pudiera expulsar a las tropas espartanas.
Durante cuatro años, Tebas sufrió bajo el yugo espartano, hasta que entró en acción el tebano Pelópidas. Había estado exiliado en Atenas desde la ocupación de la Cadmea, pero ahora volvió para dirigir una conspiración. En 378 a. C., él y un pequeño grupo de hombres, disfrazados de mujeres, se unieron a un festín que daban los comandantes espartanos. A último momento, un traidor tebano envió un mensaje al general espartano para delatar la conjura. Cuando se le dijo al general espartano que la nota se refería a un asunto urgente, respondió: «Los asuntos, para mañana», e hizo a un lado la nota sin leerla.
Para él, no hubo mañana. Las «mujeres» sacaron sus cuchillos e hicieron una matanza con los espartanos. En la confusión que siguió, los tebanos atacaron la Cadmea, y los espartanos, desconcertados por el repentino asesinato, la entregaron. (Probablemente podían no haberlo hecho, y los comandantes espartanos que se rindieron fueron ejecutados al volver a Esparta, pero no por eso se recuperó la Cadmea.)
Tebas se alió una vez más con Atenas contra Esparta. Fue una formidable alianza, pues Atenas estaba recuperando gradualmente las islas del Egeo y las ciudades de la costa egea septentrional, de modo que se estaba reconstituyendo la vieja confederación, después de treinta años. Pero esta vez Atenas aprendió la lección, pues no trató de dominar a sus aliadas como había hecho bajo Pericles.
Esparta no podía permitir que Tebas y Atenas se unieran contra ella; la guerra comenzó nuevamente. Pero Tebas estaba ahora en buenas manos. En la historia pasada, los tebanos no se habían destacado por su capacidad, su encanto o su inteligencia. En verdad, los ágiles atenienses usaban la palabra «beocio» como un adjetivo que significaba «estúpido». Pero ahora no uno, sino dos hombres notables aparecieron a la cabeza de los tebanos.
Uno de ellos era Pelópidas, que había encabezado la conspiración y liberado la ciudad. El otro era el mejor amigo de Pelópidas y un hombre aún más notable, Epaminondas. Organizó un grupo especial de soldados tebanos, comprometidos a combatir hasta la muerte. Estos constituían la «Hueste Sagrada». Con ellos al frente del ejército tebano, Epaminondas pudo mantener a raya a los espartanos.
Entre tanto, los atenienses lograban victorias en el mar. Los espartanos equiparon barcos destinados a interceptar los navíos que llevaban cereal a Atenas. De este modo esperaban cortar el cordón umbilical ateniense. Pero en 376 a. C., la flota espartana fue a su vez interceptada en Naxos por una flota ateniense y casi completamente destruida. Después de esto, los barcos espartanos desaparecieron para siempre del mar.
Pero en los años siguientes la suerte cambió. Siracusa devolvió la ayuda que había recibido de Esparta en los días de la invasión ateniense enviando barcos en socorro de Esparta. Una vez más, la situación llegó al habitual punto muerto y, en 371 a. C., estaban creadas todas las condiciones para la paz.
Pero, nuevamente, el odio de Agesilao por Tebas intervino y condujo a Esparta a la ruina, esta vez para siempre. Agesilao insistió en que cada ciudad de Beocia firmase separadamente y afirmó que no haría la paz si Tebas se empeñaba en firmar por todas. Por consiguiente, la paz sólo se firmó entre Esparta y Atenas; Esparta y Tebas siguieron en guerra.