Entre los que marcharon al exilio se contaba Trasíbulo, el líder de la flota democrática en Samos siete años antes. Ahora prestó un nuevo servicio a la democracia: reunió a algunos exiliados y, en una audaz incursión por el Atica, se apoderó de File, una fortaleza situada a unos 18 kilómetros al norte de Atenas.
Dos veces los oligarcas trataron de desalojar de File a los demócratas y, en la segunda batalla, Critias fue muerto. Trasíbulo se apoderó de El Pireo, donde los demócratas siempre fueron más fuertes que en la misma Atenas.
Los restantes oligarcas, entonces, apelaron a Esparta, y Lisandro se dispuso a marchar contra Trasíbulo. Lo que salvó a los demócratas fue la política interna espartana. Lisandro no era popular entre los reyes y los éforos espartanos. Había tenido demasiados éxitos v se había vuelto arrogante. El rey espartano Pausanias, con el acuerdo de los éforos, reemplazó a Lisandro y (para injuriar a Lisandro) no salvó a los oligarcas, sino que permitió la restauración de la democracia ateniense, en septiembre de 403 a. C., desempeñando así el mismo papel que Cleómenes I un siglo antes.
La oligarquía había sido una experiencia sangrienta y horrorosa; y aunque se declaró una amnistía entre los dos partidos la democracia restaurada sentía encono hacia quienes consideraba antidemócratas. Esto fue lo que incitó a la democracia ateniense a tomar una medida particularmente desdichada: la ejecución de Sócrates.
Sócrates, nacido en 469 a.C., era un hombre sencillo, pobre en sus últimos años, que ejerció influencia sobre muchos atenienses, no por su riqueza ni por su belleza, sino por su virtud y su sabiduría. Era un valiente soldado y había combatido en la Calcídica. En la batalla de Delion le salvó la vida a Alcibíades.
Sócrates fue primero un científico. Hasta se dice que estudió con Anaxágoras. Pero el estallido de la guerra del Peloponeso, con sus locuras y desastres, parece haberle convencido de que el enemigo del hombre no es el Universo, sino el hombre, y que era mucho más importante estudiar al hombre que estudiar el Universo. Durante el resto de su vida, reflexionó sobre las creencias y el modo de vida del hombre. Discutió el significado de la virtud y de la justicia; meditó sobre dónde reside la verdadera sabiduría, etc.
Reunió a su alrededor discípulos que le admiraban y, en lugar de explicar, interrogaba. Pedía a aquellos con quienes discutía que definieran los términos que empleaban y explicasen qué creían ellos que es la justicia, la virtud o la sabiduría. Luego hacía nuevas preguntas y ponía de relieve que las cosas no eran tan simples, que lo que se daba por sentado no era tan seguro como se suponía y que hasta las opiniones más aceptadas merecían un examen detallado y sumamente crítico. («Una vida no examinada —decía— no vale la pena de ser vivida».) Para Sócrates, como para Zenón, lo esencial era la dialéctica. La argumentación estaba dirigida a descubrir la verdad, y no, como en muchos sofistas, un recurso al servicio de intereses personales.
Sócrates desarmaba a sus adversarios arguyendo ignorancia y pidiendo que se le instruyera; luego, a medida que realizaban su exposición, los hacía caer en profundas contradicciones. Se dice que el oráculo délfico proclamó a Sócrates el más sabio de los hombres, y Sócrates respondió que sí él era más sabio que otros hombres era porque sólo él sabía, entre todos los hombres, que no sabía nada. Esta pretensión de ignorancia es llamada la «ironía socrática».
El más famoso discípulo de Sócrates fue Aristocles, comúnmente conocido por su apodo de Platón. Sócrates nunca puso por escrito su filosofía, pero Platón escribió una encantadora serie de descripciones de las discusiones que Sócrates mantenía con otros. Son los Diálogos de Platón.
Algunos de ellos reciben el nombre de las personas con quienes Sócrates discute. Por ejemplo, «Gorgias», en el que Sócrates conversa con el sofista Gorgias, de Leontini. En esta discusión, Sócrates exalta la moralidad en el gobierno y describe a Arístides el justo como al único gran dirigente político de la democracia ateniense. En el «Protágoras», Sócrates y el sofista Protágoras polemizan sobre la naturaleza de la virtud y discuten si puede ser enseñada.
Uno de los diálogos más famosos describe una discusíón general en una reunión en la que se bebe. Es el «Simposio» («bebiendo juntos») y la discusión general trata de la naturaleza del amor. En ella se elogia la forma de amor más elevada, la que tiene como objeto una persona virtuosa y sabia, y no la que inspira meramente la belleza física. (Aún hablamos de «amor platónico».)
Las opiniones de Sócrates no agradaban a todos los atenienses. En primer lugar, perturbaba a las personas, estimulándolas en un principio para luego enredarlas en sus propias palabras. Asimismo, parecía poner en tela de juicio la vieja religión, por lo que muchos conservadores atenienses pensaban que era impío y corrompía a los jóvenes atenienses. Aristófanes, el satírico conservador escribió una obra titulada Las Nubes, en 423 a. C., en la que se burlaba acremente de Sócrates.
Podría pensarse que si Sócrates era tan impopular entre los conservadores, sería muy popular entre los demócratas. Por desgracia, también les dio motivos de recelo, pues parecía ser proespartano. Así, el diálogo más largo de Platón, «La República», trata del intento de Sócrates de examinar la cuestión « ¿qué es la justicia?». En el curso de la discusión, Sócrates describe su imagen de la ciudad ideal y en muchos aspectos ésta se parecía mucho a Esparta y muy poco a una democracia.
Además, entre sus discípulos se contaron varias personas que hicieron mucho daño a Atenas. Estaba Alcibíades, por ejemplo, que es uno de los personajes importantes del «Simposio». Otro de sus discípulos fue Critias, el líder de los odiados Treinta Tiranos.
Uno de los diálogos de Platón se llama, precisamente, «Critias», y en él, como en otro, se describe a Critias hablando de una isla que habría existido hacía mucho tiempo en el Océano Atlántico. Había tenido una elevada civilización, pero fue destruida por un terremoto y se hundió bajo el mar. Platón llamó a la isla la «Atlántida».
Es indudable que el relato de Platón sólo era una obra de ficción de la cual podía extraer algunas moralejas sobre las ciudades ideales. Sin embargo, desde entonces ha habido personas que han creído en la existencia de la Atlántida y elaborado todo género de teorías más o menos absurdas sobre ella.
Finalmente, Sócrates fue llevado a juicio ante un jurado de unos quinientos hombres, en 399 a. C., y fue acusado de impiedad y de corromper a la juventud, aunque su crimen real era el de ser, o aparentar ser, antidemocrático. Probablemente Sócrates habría sido absuelto si no hubiera insistido en usar su método socrático con el jurado hasta enfadarlo y hacer que lo considerase culpable por una estrecha mayoría de 281 contra 220.
Por entonces, las ejecuciones se llevaban a efecto haciendo beber a la persona juzgada culpable cicuta, extracto venenoso de una planta que mata sin dolor. Por razones religiosas debían transcurrir treinta días antes de que Sócrates tuviese que beber la cicuta. En ese intervalo podía haber escapado fácilmente; sus amigos lo tenían todo arreglado y hasta los demócratas de buena gana habrían hecho la vista gorda. Pero Sócrates tenía setenta años y estaba preparado para morir, de modo que prefirió cumplir con los principios del ciclo vital y de adhesión a la ley, aunque ésta pareciese injusta.
Después de la muerte de Sócrates, Platón, lleno de pena y dolor, abandonó Atenas y se estableció primero en Megara y luego en Sicilia. Probablemente pensó que se iba de Atenas para siempre, pero si fue así, pronto descubrió que el mundo es duro y los hombres son insensatos en todas las ciudades.
Por ello, volvió en 387 a. C. y fundó una escuela en tierras de las afueras de Atenas. Según la tradición esas tierras habían pertenecido a un hombre llamado Academo, por lo que ellas y la escuela fueron llamadas (en nuestra versión) la «Academia».
«Los Diez Mil»
El fin de la guerra del Peloponeso llegó oportunamente para el príncipe persa Ciro el Joven. No había ayudado a los espartanos solamente por un desinteresado amor a Lisandro y a Esparta, sino también porque tenía sus planes. Y para ellos iba a necesitar buenos soldados griegos.
Su padre, Darío II, murió en 404 a. C., el año de la rendición de Atenas, y el hermano mayor de Ciro le había sucedido con el nombre de Artajerjes II. Pero Ciro no consideraba esta situación como definitiva. Comenzó a reunir soldados para atacar a su hermano y conquistar el trono. Si podía reunir suficientes hoplitas, estaba seguro de poder derrotar a cualquier ejército de asiáticos que le opusiera su hermano.
Ciro no tuvo ninguna dificultad en reclutar su ejército. Esparta había tenido provechosas relaciones con él y pensaba que sería conveniente que hubiese un príncipe proespartano en el trono de Persía. Por ello no hizo nada para impedir que Ciro llevara adelante sus planes.
Además, Grecia había estado llena de soldados durante toda una generación, y ahora, con el advenimiento de la paz, muchos de ellos no deseaban volver a la vida civil, a la que no estaban acostumbrados, o a una ciudad arruinada. Estaban deseosos de servir como soldados a quienquiera que les pagase.
Ciro reunió más de diez mil soldados griegos (popularmente llamados luego «Los Diez Mil») bajo el mando de un general espartano, Clearco. Uno de los soldados de fila era un ateniense llamado Jenofonte, que había sido un devoto discípulo de Sócrates.
En la primavera de 401 a. C. los Diez Mil se pusieron en marcha, abriéndose camino a través de Asia Menor hasta el golfo de Isos, que es el extremo noreste del mar Mediterráneo. Ciro no había hablado a ninguno de sus griegos (excepto a Clearco) de sus intenciones, por temor de que no quisieran seguirlo. Pero en Isos hasta el más tonto de los soldados griegos se dio cuenta de que dejaban atrás el mundo griego y se internaban en las profundidades de Persia. Sólo mediante amenazas, halagos y la promesa de una paga mayor se les podía persuadir a que siguieran avanzando.
Finalmente se lo logró. Llegaron al Eufrates y marcharon hacia el Sudeste a lo largo de más de 800 kilómetros de sus orillas, hasta llegar a la ciudad de Cuxana, a unos 140 kilómetros al noroeste de Babilonia, en el verano de 401 a. C. Allí estaban apostadas las fuerzas persas leales, bajo el mando de Artajerjes II.
Ciro tenía un objetivo: matar a su hermano. Sabía que si éste moría, las tropas reales huirían o lo aceptarían como rey. Trató de convencer a Clearco de que dispusiese las tropas de tal modo que los soldados griegos avanzasen directamente sobre Artajerjes por el medio de la formación persa. Clearco se negó. Era el típico espartano, valiente pero estúpido, e insistió en librar la batalla de acuerdo con el método ortodoxo, con las fuerzas más potentes en el extremo derecho.
Los ejércitos entraron en combate y los griegos se abrieron paso a través de sus adversarios. Ciro vio la batalla prácticamente ganada, pero allí estaba su hermano, aún vivo y bien protegido por una guardia de corps. Al verlo, se enloqueció, pues la victoria no le servía de nada si su hermano vivía para reunir otro ejército. Sin reflexionar, cargó directamente contra su hermano, pero fue frenado y muerto por la guardia de corps.
Los griegos habían vencido, pero no había nadie que les pagara ni por quien luchar.
Tanto ellos como los persas estaban en una situación peculiar. Los griegos estaban a 1.700 kilómetros de su patria y rodeados por un ejército persa hostil. Los persas, por su parte, contemplaban inquietos un contingente de más de 10.000 griegos a quienes no osaban atacar, pero tampoco podían permitir que quedase en total libertad.
El sátrapa Tisafernes había tomado partido por Artajerjes contra Ciro el joven, pero ahora se acercó a Clearco, alegando ser el mismo amigo de Esparta que había sido en los últimos años de la guerra del Peloponeso. Persuadió al general espartano a que fuera a su tienda de campaña junto con otros cuatro generales griegos, para discutir (decía Tisafernes) los términos de un armisticio. El pobre Clearco creyó la palabra del persa. El y los otros generales acudieron a la tienda y allí el persa ordenó fríamente que los mataran.
Tisafernes estaba seguro de que los griegos, sin líderes, o bien se rendirían y tal vez se uniesen al ejército persa, o bien degenerarían en bandas dispersas que podrían ser barridas fácilmente.
No ocurrió ninguna de esas alternativas, porque el ateniense Jenofonte tomó el mando de los Diez Mil. No retornaron a lo largo del Éufrates, por la ruta que habían tomado desde el Egeo, porque el camino se hallaba bloqueado por los persas. En cambio, marcharon hacia el Norte, a lo largo del Tigris, defendiéndose hábilmente de los ataques persas y las incursiones de tribus primitivas.
Pasaron los montículos, que eran todo lo que quedaba de Nínive, antaño orgullosa capital del que fuera otrora el poderoso Imperio Asirio. Sólo hacía dos siglos que Asiria había sido destruida, pero la tarea de destrucción había sido tan completa que su recuerdo parecía haber desaparecido de la mente de los hombres, y los Diez Mil tuvieron que preguntar qué ruinas eran ésas que se elevaban tan tristemente junto a su ruta.
Marcharon durante cinco meses, resistiendo a los persas y las tribus. Por último, en febrero del 400 a. C., los Diez Mil, al subir una colina, contemplaron la ciudad griega de Trapezonte. Más allá de ella estaba el mar Negro.
Para los griegos, acostumbrados al mar y para quienes los miles de kilómetros de tierra firme ininterrumpida dentro del Imperio Persa habían sido una terrible pesadilla la visión de las aguas oceánicas les proporcionó una incontrolable alegría. Corrieron a la costa gritando «¡Thálassa! íThálassa!» (¡El mar! ¡El mar!).
Terminada la aventura, Jenofonte retornó a Atenas, pero no permaneció en ella por mucho tiempo. La ejecución de su viejo maestro Sócrates colmó su odio hacia la democracia ateniense. Como Platón, abandonó Atenas, pero a diferencia de Platón nunca retornó. Se convirtió en un espartano en todo menos en el nombre. Vivió entre espartanos y luchó con ellos, hasta contra Atenas.
Escribió la historia de los Diez Mil y llamó a su libro la Anábasis, o «marcha hacia el interior», con referencia a la marcha del ejército griego desde el mar hacia las profundidades de Asia. Ha sido siempre un clásico de la historia militar.
Jenofonte también escribió una continuación de la historia de la guerra del Peloponeso desde el punto en que Tucídides la había dejado interrumpida a causa de su muerte. Jenofonte no era un escritor de la talla de Tucídides ni tenía su imparcialidad. Sin embargo, su obra es valiosa porque no hay ninguna otra buena descripción contemporánea de los hechos.