Los griegos (28 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: Los griegos
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Luego se dispuso a perseguir a Darío nuevamente, que estaba en Ecbatana, la capital de Media, a 650 kilómetros del noroeste de Persépolis, Darío no pensaba librar nuevas batallas, sino que comenzó a correr nuevamente, avanzando hacia el Este, en una huída desesperada, Los sátrapas que iban con él, pensando que, a fin de cuentas, estarían mejor sin su cobarde rey lo asesinaron a mediados de 330 a. C. y abandonaron su cuerpo a Alejandro.

Durante los dos años siguientes, Alejandro llegó a las fronteras orientales del Imperio Persa, combatiendo a los sátrapas y las tribus salvajes. Estos lucharon mejor que los ejércitos organizados del Imperio, pero en definitiva todos perdían invariablemente ante Alejandro. Alejandro nunca fue derrotado, en toda su vida, por nadie ni en ningún momento.

Los éxitos de Alejandro parecen haberle persuadido finalmente de que era, en verdad, muy diferente de los hombres ordinarios y no estaba sujeto a la ley o la costumbre. Hasta la época de Filipo, el monarca macedonio había sido solamente un noble entre los nobles (como los reyes que describió Homero), pero Alejandro comenzó a asumir los aires de un rey persa. Empezó a gozar de los halagos y la adulación, y a esperar que los hombres se inclinasen ante él de una manera que los rudos macedonios no juzgaban correcta.

Empezaron a surgir conspiraciones contra él entre sus oficiales o, si no fue así, la mente cada vez más recelosa de Alejandro sospechó que lo hacían. A fines del 330 a. C., cuando se encontraba en lo que es ahora Afganistán, hizo llevar a juicio a uno de sus generales, Filotas, bajo la acusación de conspiración, y lo hizo ejecutar. Filotas era hijo de Parmenio, quien estaba a cargo de las tropas de Media, a unos 1.600 kilómetros al Oeste.

Obviamente, no podía confiar en Parmenio una vez que éste se enterase de la ejecución de su hijo. Alejandro envió mensajeros a Occidente a toda velocidad para que mataran al general, quien no sospechaba nada, antes de que le llegasen las noticias, y la tarea fue llevada a cabo con éxito.

Esto aumentó el resentimiento de algunos de los generales macedonios aún más. En 328 a. C., Alejandro estaba en Maracanda, en el límite nororiental del Imperio Persa (es la moderna Samarcanda). Allí dio un banquete y todo el mundo bebió demasiado. Según se iba haciendo costumbre, varios hombres se levantaron para pronunciar discursos aduladores, en los que decían a Alejandro que era mucho más grande que su padre. Alejandro lo aceptó y parecía tanto más complacido cuanto más en ridículo se ponía a su padre.

Un viejo veterano llamado Clito no pudo soportar más. Había combatido con Filipo y le había salvado la vida a Alejandro en la batalla del Gránico. Clito se levantó para defender a Filipo, diciendo que era éste quien había puesto los cimientos de la grandeza macedónica y que Alejandro había obtenido sus victorias con el ejército de Filipo. Alejandro, totalmente borracho, se puso furioso. Cogió una lanza y mató a Clito.

Esto calmó a Alejandro y durante varios días tuvo amargos remordimientos. Pero esto no devolvió la vida a Clito ni detuvo el cambio que se estaba produciendo en Alejandro. No estaba satisfecho con ser rey de Macedonia y general de los griegos. Comenzó a considerarse como monarca universal de todos los hombres, griegos y bárbaros. En 327 a. C., se casó con una princesa persa, Roxana, y comenzó a entrenar a 30.000 persas a la manera macedónica para que sirvieran en el ejército.

Ese mismo año, fue invitado a la India por un gobernante de esa región que estaba luchando contra un monarca del Panjab llamado Poros. Alejandro no necesitaba de muchas excusas para emprender una buena guerra, y marchó hacia el Sur inmediatamente, hasta el río Indo. De este modo atravesó los límites del Imperio Persa. Ningún monarca persa, ni siquiera Ciro ni Darío I habían llegado hasta la India.

En el Panjab, Alejandro se encontró con el general más capaz que le hizo frente nunca. Poros, según los testimonios, medía más de dos metros de alto y tenía una magnífica apariencia. Poseía un gran ejército, respaldado por 200 elefantes, situación que era completamente nueva para Alejandro.

En 326 a, C., los dos ejércitos se encontraron en el río Hidaspes, tributario del Indo, y Alejandro libró la última de sus cuatro grandes batallas en Asia. Los elefantes fueron el mayor peligro, pero Alejandro ejecutó una serie de hábiles maniobras que desconcertaron a Poros, de modo que sus elefantes no tuvieron la oportunidad de entrar en batalla con plena efectividad.

Alejandro obtuvo la victoria, pero la experiencia con los elefantes fue enorme. En el siglo siguiente, los monarcas macedonios a menudo usaron elefantes en la guerra, a la manera en que los ejércitos modernos usan los tanques.

En esta batalla, el caballo de Alejandro, Bucélalo, que lo había llevado a lo largo de miles de kilómetros, finalmente murió, y Alejandro fundó una ciudad que, en honor a su caballo llamó Bucefalia.

Después de la batalla preguntó al altanero e inflexible Poros cómo esperaba ser tratado, «Como un rey», replicó Poros, y así fue. Alejandro le devolvió su reino para que lo gobernase en calidad de sátrapa, y Poros fue fiel a su cargo durante toda su vida. (Fue asesinado en el 321 a. C., por un rival.)

Alejandro tenía la intención de atravesar la India hasta el océano, que, según las ideas geográficas de la época, constituía el fin del mundo. Pero en ese momento sus tropas le fallaron. Los soldados macedonios estaban a casi 5.000 kilómetros de su patria. Lo habían seguido durante seis años, combatiendo, combatiendo y siempre combatiendo. Ganar batallas ya no interesaba a nadie excepto a Alejandro, Sus hombres sólo querían volver. Alejandro estuvo enfurruñado durante tres días y, según la leyenda posterior, lloró porque ya no tenía mundos que conquistar. Con renuencia, consintió en retornar.

Hizo construir una flota que navegó siguiendo la corriente del Indo, mientras el ejército marchaba a lo largo de la orilla. Nuevamente, Alejandro tuvo que someter tribus hostiles a medida que avanzaba. En cierto lugar, mientras asediaba una ciudad, perdió la paciencia y saltó por encima de la muralla y entró en la ciudad. Sólo tres compañeros estaban con él, y antes de que su pasmado ejército pudiera abrirse camino para rescatarlo, fue seriamente herido y estuvo a punto de ser muerto. Fue la herida más grave que recibió nunca, pero se recuperó.

La flota fue enviada de vuelta desde la desembocadura del Indo, por el mar Arábigo y el golfo Pérsico, hasta Babilonia, bajo el mando de un oficial macedonio llamado Nearco. Fue la primera vez que aparecía una flota occidental en el Océano índico.

En 325 a. C., Alejandro y su ejército volvieron por tierra, a través del desierto de Gedrosia, en lo que es hoy el sur de Irán. Esto fue una absurda obstinación, pues el desierto no podía mantener un ejército que vivía de la tierra. Los soldados macedonios sufrieron increíbles tormentos de sed y hambre, al atravesar esa región, y tuvieron más pérdidas que en todos sus combates. (Algunos han especulado que Alejandro quiso deliberadamente castigar a su ejército por negarse a atravesar la India.)

Cuando Alejandro volvió a Babilonia, se dedicó a castigar a los funcionarios corruptos y a reorganizar el gobierno. Llevó a cabo su grandioso proyecto de fundir a griegos y bárbaros ordenando a 10.000 soldados griegos y macedonios que se casaran con mujeres asiáticas en una ceremonia masiva.

Además, obligó a las ciudades griegas a reconocerlo como un dios, para gobernar más fácilmente como rey sobre hombres que se habrían negado a inclinarse ante un gobernante que sólo fuese un hombre. Las ciudades griegas, incluso Atenas, aceptaron la divinidad de Alejandro con grandes halagos. Sólo Esparta conservó su antiguo orgullo. Los éforos dijeron: «Si Alejandro desea ser un dios, que lo sea», y dejaron de lado con desprecio toda la cuestión.

Pero las nubes se cernían sobre el dios Alejandro. A fines del 324 a. C. murió en Ecbatana su más querido amigo, Hefestión, y Alejandro cayó en la más profunda melancolía. Cada vez más, sus hombres temieron sus peligrosos caprichos.

Sus planes eran cada vez más grandiosos. Iba a conquistar Arabia, o a navegar hacia Occidente y tomar Cartago. Comenzó los preparativos y el mundo retuvo el aliento.

Pero a fin de cuentas, no sucedió nada de eso. En junio de 323 a. C., repentinamente cayó enfermo, y hay quienes piensan que fue el resultado de un envenenamiento por aquellos que se sentían más seguros con el gran monarca muerto. El 13 de junio de 323 a. C. murió.

Sólo tenía treinta y tres años en ese momento y sólo había gobernado durante trece años. Pero en su corta vida había corrido más aventuras, obtenido más victorias y ganado más fama que ningún otro hombre.

Según una historia posterior, Diógenes el Cínico, con quien Alejandro se había encontrado al comienzo de su reinado, murió el mismo día que Alejandro, a la edad de casi noventa años. Esa historia probablemente es otra de las coincidencias ficticias que tanto gustaban a los historiadores griegos.

Los sucesores de Alejandro

Antípatro en Grecia

Esparta fue la única ciudad de Grecia que mantuvo una especie de independencia bajo Filipo y Alejandro. Durante los años en que Filipo estuvo extendiendo gradualmente su dominación sobre Grecia, Esparta fue gobernada por Arquidamo III, hijo de Agesilao. Siguió haciendo todo lo que pudo para combatir a Tebas y recuperar la vieja supremacía de Esparta sobre el Peloponeso. Fracasó y, al igual que su padre, terminó sus días como mercenario.

La ciudad de Tarento, en Italia, necesitaba ayuda contra las tribus nativas del Norte y apeló a Esparta, la ciudad madre. Arquidamo respondió al llamado y murió en combate, en Italia, el mismo día (supuestamente) que la independencia de Grecia moría en Queronea.

Su hijo, Agis III, le sucedió en uno de los tronos de Esparta y comenzó su reinado con la famosa respuesta «Sí…» a las fuerzas invasoras de Filipo. Esparta, bajo su gobierno, se negó a unirse a Filipo y a Alejandro, y aunque el mundo resonó con las hazañas de Alejandro, Agis mantuvo sus ojos fijos en el Peloponeso solamente. Era como si Esparta hubiese decidido vivir permanentemente en los días de las guerras Mesenias.

Ausente Alejandro en Asia, Agis comenzó a solicitar dinero y barcos a Persia, la cual, desde luego, deseaba hacer cualquier cosa para crear dificultades domésticas a Alejandro. Las noticias de Isos pusieron fin temporariamente a estas negociaciones, pero a medida que Alejandro se internaba en las desconocidas profundidades de Asia, Agis cobró nuevamente ánimo.

En 331 a. C. inició un ataque, respaldado por buena parte del Peloponeso. Durante un tiempo, obtuvo algunos éxitos, con barcos persas y mercenarios pagados con dinero persa. Finalmente, puso sitio a Megalópolis, la única ciudad arcadia que, por odio a Esparta, no se unió al levantamiento antimacedónico.

Esparta apuró el asedio, pero Antípatro llegó desde el Norte con un gran ejército macedónico, Los espartanos combatieron con su valentía de los viejos tiempos, pero eran superados en número y en estrategia, y Agis fue muerto. Esparta tuvo que entregar rehenes a Antípatro y pagar una fuerte suma. Sin embargo, Antípatro, como Filipo y Alejandro, se abstuvo de destruir Esparta.

Atenas había permanecido cautelosamente ajena al combate, pero Demóstenes había estimulado abiertamente a Esparta y su política había fracasado nuevamente. Su gran rival, Esquines, juzgó que había llegado el momento de atacar a Demóstenes y destruir su influencia para siempre. En 330 a. C., Atenas otorgó una corona de oro a Demóstenes en homenaje a sus servicios pasados a la ciudad, y Esquines se levantó para hablar en contra del homenaje. El discurso de Esquines fue magistral, pero Demóstenes le contestó con el más magnífico que pronunció nunca: «Sobre la Corona».

Tan completa fue la victoria de Demóstenes que el humillado Esquínes se vio obligado a abandonar Atenas. Se retiró a Rodas y pasó allí el resto de su vida, dirigiendo una escuela de oratoria. (En años posteriores, un estudiante, el leer el discurso de Esquines contra la corona se maravilló de que Esquines hubiese perdido el duelo. « ¡Ah! —respondió Esquines, pesaroso—, no te maravillarías si hubieses leído la réplica de Demóstenes.»)

Cuando Alejandro, en lo más profundo de Persia, se enteró de la lucha que se libraba en el Peloponeso, refunfuñó que se le molestaba por una guerra de ratones. Y tenía razón, pues desde el momento en que Alejandro penetró en Asia, las batallas de Grecia entre las ciudades-Estado no tenían ninguna importancia. Estas batallas continuaron durante otro siglo y medio, pero estaban ya al margen de la historia.

Las batallas de importancia que se librarían en Grecia en el futuro involucrarían a grandes potencias externas, para las cuales Grecia sólo era un conveniente campo de batalla.

De hecho, con Alejandro Magno, el maravilloso Período Helénico que había comenzado en 776 a. C. y durante el cual los ojos de la historia estuvieron fijos en la pequeña Grecia, llegó a su fin. Habitualmente se considera como su punto final el año 323 a. C., el año de la muerte de Alejandro. Los siglos siguientes, en los cuales la cultura griega mantuvo su predominio, pero la Grecia misma se hizo insignificante, es llamado el «Período Helenístico».

Aunque Atenas se había evitado dificultades manteniéndose al margen de la rebelión de Agis, seis años después cayó también en la tentación.

Ocurrió de la siguiente manera. Cuando Alejandro abandonó Babilonia, después de la batalla de Gaugamela, y se dirigió hacia el Este para completar su conquista, dejó a Harpalo a cargo del tesoro persa. Este Harpalo lo usó para su propio beneficio, en la presuposición de que Alejandro no retornaría. Cuando comprendió que se había equivocado y que la vuelta de Alejandro era inminente, huyó a Grecia con algunos soldados, barcos y un gran tesoro que hoy equivaldría a muchos millones de dólares.

Se presentó en Atenas en 324 a. C. y pidió admisión y protección contra Macedonia. Por una vez, Demóstenes frenó con prudencia sus sentimientos antimacedónicos y sostuvo que Atenas no debía permitirle la entrada. Harpalo señaló, entonces, lo que Atenas podía hacer con ese dinero, cuán ansiosamente se le unirían otras ciudades y toda Asia contra Alejandro si distribuía parte del dinero adecuadamente; y, finalmente, pese a Demóstenes, se le permitió la entrada en la ciudad.

Antípatro planteó inmediatamente a Atenas la exigencia de entregar a Harpalo. Demóstenes se opuso por juzgarlo contrario a la dignidad de la ciudad. Pero sugirió que Harpalo fuese arrestado, su dinero guardado en el Partenón para mayor seguridad y ofrecer la devolución del dinero a Alejandro cuando éste lo pidiera.

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