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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

Los guardianes del tiempo (28 page)

BOOK: Los guardianes del tiempo
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»El caso es que, ya de regreso a España, Cárdenas se fue a ver a Adolfo Suárez, que había sido gobernador civil de Segovia poco tiempo antes y era conocido de su familia. Cárdenas debió de pensar que la tabla corría serio peligro y que no era buena idea dejarla en el Museo Arqueológico Nacional. Le pidió a Suárez que la protegiera y le advirtió de que su valor era incalculable. Unos días después, Cárdenas pronunció una conferencia en la Universidad de Sevilla. En esa conferencia daba cuenta del hallazgo y de sus implicaciones. Parece que no se le hizo mucho caso, y el discurso jamás apareció publicado en ninguna revista científica. En el dossier que te voy a dar tienes una transcripción. Esa misma noche, un agente rumano se presentó en su habitación del hotel sevillano y trató de amenazarle para que le entregara la tablilla. Se produjo un forcejeo y un disparo, que mató a Cárdenas.

»Suárez había guardado el objeto sin darle mayor importancia. Probablemente pensó que Cárdenas no estaba enteramente en sus cabales. Pero al SECED
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de entonces le llamó la atención la insistencia con la que los rumanos investigaron durante años todo el entorno de Cárdenas. No dejaron una piedra sin remover pero, afortunadamente, hasta mucho tiempo después no se les ocurrió pensar que Suárez pudiera tener la tabla. Al final, la inteligencia española se hizo cargo del asunto. La misión se puso en mis manos, con alto nivel de prioridad, el 22 de noviembre de 1975, el mismo día en que el príncipe don Juan Carlos se convirtió en rey de España. De eso va a hacer catorce años, Diana. Recluté a Alfonso de entre los oficiales recién salidos de la escuela de contrainteligencia y decidí que había que custodiar la tablilla en un lugar más seguro, cosa que a Suárez y al rey, ya informados de la magnitud del asunto, les pareció bien. El falso robo sufrido por Alfonso no fue sólo para despistar a los rumanos y a otros servicios secretos, sino también al resto del SECED. En aquellos momentos la Transición estaba empezando, y no estaba nada claro lo que iba a pasar. La tablilla se depositó en un refugio de alta seguridad construido expresamente y alejado de los edificios y avatares del SECED. Sólo una persona en la Casa tiene acceso a la cámara donde está guardada.

»Cuando Suárez se convirtió en presidente del Gobierno, siguió con interés el asunto, que desde entonces se considera como un alto secreto de Estado. Es tan importante que siempre ha dependido directamente de las más altas instancias políticas. En 1977, cuando se reestructuró el servicio secreto y se fundó el CESID, Suárez nos llamó a la Moncloa al coronel Cassinello, al nuevo jefe (que iba a ser el general Bourgon) y a mí. Se nombró un coordinador de la operación que desde entonces siempre ha formado parte del gabinete personal de los sucesivos ministros de defensa. Se puso a su disposición un conjunto de medios, entre los que destaca nuestra sección especial del CESID, que continuó bajo mi mando. La única misión de la Sección P-7 es ésta, Diana. Yo colaboro habitualmente en otras tareas de la Casa, porque este asunto, pese a su importancia, me deja mucho tiempo libre. Pero en la P-7 no hay otras misiones. Todas las demás misiones que te hemos encargado han sido ficticias: mera formación para ti. Todos tus viajes, las tareas que has cumplido, tus identidades… todo ha sido parte de tu proceso de aprendizaje, diseñado específicamente para ti. Incluso la mayoría de tus supuestos compañeros de unidad son en realidad agentes de otros departamentos y desconocen la misión. Sólo saben que están actuando en el proceso de capacitación de una agente especial. Tú has vivido un CESID semirreal, recreado para ti con la finalidad de prepararte para la auténtica misión, que es la que ahora te voy a confiar.

—Pero Marina, ¿tan importantes son esos tres objetos egipcios? ¿Tanto como para crear una sección especial del CESID? ¿Y para que haya muerto Alfonso? No me cabe en la cabeza…

Alguien golpeó la puerta y Marina acudió a abrir. Entró un joven de aspecto inglés llevando una mesa con ruedas sobre la que se había servido una cena para dos personas. La dejó en una esquina del salón y acercó dos sillas. También traía el equipaje y el bolso de Diana. Miró a Marina, le entregó una nota doblada y saludó con un leve gesto de cabeza, sin decir nada. Marina le dio la llave y el chico se marchó, encerrándolas desde fuera.

La mente de Diana trabajaba sin cesar. Por un lado, intentaba asimilar todo lo que le estaba contando la responsable de la P-7 pero, por otro, había algo en toda aquella situación que no acababa de encajarle. A un gesto de la jefa, Diana se sentó a la mesa y ambas empezaron a cenar una ensalada y un mediocre pescado frito con patatas. Discretamente camuflada en el falso techo, una cámara seguía todos sus movimientos. Marina desdobló la nota y la leyó.

—Bueno, pues parece ser que ya tenemos a Cristian Bratianu. Al parecer se entregó esta mañana a la Guardia Civil pero no nos lo habían notificado. ¡Los picoletos, ya sabes…! En fin, me dicen que nuestra gente ha descartado definitivamente que él sea el asesino de Alonso. Ahora está con… con un alto oficial nuestro y mañana nos reuniremos con él. Tú hablas rumano, ¿verdad? —Marina sabía de sobra que ése era uno de los idiomas que mejor dominaba Diana: la "lengua secreta" de su infancia, el idioma que desde pequeña le había enseñado su padre junto a otros más comunes.

Capítulo 17

Base aérea de Cuatro Vientos, Madrid, 1 de octubre de 1989

Cristian subió al pequeño reactor civil que unas horas antes había transportado a Diana. La Guardia Civil, después de haberle retenido durante horas, encerrado en un miserable calabozo, había cambiado por completo el trato al indocumentado agente rumano. Le habían quitado las esposas y le habían llevado a una de las viviendas de la casa-cuartel para que pudiera tomar una ducha en condiciones dignas. Incluso le habían llevado ropa interior y le habían preparado algo de comida. Como no hablaban idiomas y el español de Cristian era ciertamente limitado, la conversación había resultado bastante decepcionante para todos. Aquel domingo los guardias no dieron con ninguno de los eslabones inmediatos en la cadena de mando, y no se decidieron a molestar a las altas instancias hasta muchas horas después, cuando por fin creyeron las torpes explicaciones de Cristian y comprendieron que no era un preso fugado de ninguna dependencia policial, sino un agente extranjero relacionado de alguna manera con el CESID. El servicio secreto español envió de inmediato un coche a buscarle, y le trasladaron a toda velocidad a la base de Cuatro Vientos.

Le habían dicho que a bordo del avión le esperaba un altísimo responsable del servicio secreto español, pero en la cabina de pasajeros había dos personas y Cristian reconoció de inmediato a ninguno de ellos, un hombre con barba poblada y grandes gafas. Había visto su foto en los informes sobre España que había leído antes de salir de Bucarest. Era el Ministro de Defensa, que le dio la mano de una forma algo extraña y le saludó en inglés.

—Comandante Bratianu, encantado de conocerle. ¿Sabe usted quién soy?

—Desde luego, señor ministro.

—Bien. En esta bolsa le entrego su billetera, su documentación y otros efectos personales suyos: el secuestrador lo había guardado todo en un cajón del chalé. Al fondo del avión encontrará su equipaje, y nos hemos permitido pagar su cuenta del hotel. Considérese invitado del gobierno de España. Le presento a David Fernández, que es mi colaborador directo para el asunto que nos ocupa. Viajará con usted y podrán conversar durante el vuelo y al llegar a su destino. Van ustedes a unas instalaciones secretas de nuestro servicio de inteligencia.

Cristian iba a protestar pero el ministro le atajó con una información que anuló cualquier resistencia del joven arqueólogo:

—En esas instalaciones podrá ver imágenes de la tablilla que contiene las coordenadas. Le ruego que escuche con atención lo que tiene que decirle el señor Fernández. Habla en nombre de nuestro gobierno y está plenamente autorizado para negociar con usted. Lamento mucho su secuestro. Le aseguro que estamos investigando lo sucedido y daremos con los culpables. Como usted sabe, el asunto es de crucial importancia. No es de extrañar que haya otros servicios secretos dispuestos a cualquier cosa. ¿Tiene usted algún dato más que aportarnos respecto a este incidente?

—Bueno, ya le he dado a sus hombres una extensa declaración en inglés sobre todo lo sucedido, y también les he ayudado a preparar un retrato robot del secuestrador. Ah, olvidé un detalle. No sé si es importante. Mi secuestrador parece ser un sacerdote o un católico muy ferviente, y sin embargo creo que tenía decidido matarme con cloruro de potasio. Por si les suena de algo, tenía un libro llamado
Camino
. Y parece haber dormido en el suelo, sobre una especie de alfombra, pese a que en el chalé había varias camas normales.

Los dos españoles se miraron y Fernández asintió.

—Sí, ya lo sabemos. Hemos registrado el chalé. Desde luego tendremos en cuenta estas pistas. El secuestrador ha intentado incriminarle dejando sus huellas en el arma con la que ha matado a un agente nuestro. ¿Recuerda usted haberla tocado?

—No, pero me ha tenido drogado casi todo el tiempo, así que no sé…

—Claro —intervino el político—. En fin, una vez más, siento mucho lo ocurrido.

—Señor ministro, como comprenderá, necesito comunicarme con mis superiores.

—Hemos informado hace media hora al general Adrián Popescu…

—Aurel.

—Eso es, Aurel Popescu. Le hemos contado lo que le ha pasado a usted. Le doy mi palabra de que las líneas de teléfono de este avión están limpias. Puede usted hablar con él o con cualquier otra persona cuando quiera. En todo caso, debe usted saber que hemos expulsado a dos de sus colegas y hemos estado a punto de hacer lo mismo con el jefe de su
antena
, el señor Ganea. Mientras usted estaba secuestrado cometieron la estupidez de acosar al entorno personal de una agente nuestra, es decir, a personas ajenas al servicio secreto. No sé lo que pretendían. Tal vez provocar la cancelación de la reunión fijada con usted para el día de ayer.

Cristian negó con la cabeza, avergonzado. Él sabía que Ganea era mucho más primario, y mucho más bruto. Tan sólo había intentado hacer las cosas a su manera, asentar su autoridad respecto al país a su cargo, obtener la tablilla antes que él… quién sabe.

—Permítame que lo ofrezca una disculpa oficial de mi gobierno, señor ministro. El señor Canea ha contravenido mis instrucciones y ha cometido una falta gravísima. Cuando regrese a Bucarest me ocuparé personalmente de que sea relevado. Un agregado cultural debe tener mejores modales.

El ministro sonrió pero el extraño tic de sus ojos convirtió la sonrisa en un gesto incomprensible. Abandonó el avión, que poco después inició su maniobra de despegue. Fernández invitó a Cristian a sentarse y preparó unas bebidas. Era un hombre con gafas, de carácter afable, y debía de tener entre cincuenta y cinco y sesenta años. El arqueólogo se quedó boquiabierto cuando Fernández, en vez de continuar en inglés, se dirigió a él en un rumano prácticamente perfecto.

—Debo felicitarle por su dominio de mi lengua, señor Fernández. Me habían dicho que los españoles son unos negados para los idiomas pero ya veo que no es así.

—Bueno, desgraciadamente le habían informado bien. Si yo le contara… Pero siempre hay excepciones, claro.

—Deduzco que usted debe de ser el responsable de Europa Sudoriental, con quien debía haberme reunido ayer.

—No, no. El asunto que nos ocupa se lleva directamente desde el gabinete del ministro. Yo soy el responsable de esta cuestión. Entre otras herramientas, cuento con una sección especial del CESID, y a ella pertenece la agente a la que han molestado sus hombres en Madrid. Cuando lleguemos le presentaré a la directora de esa sección, Marina García. En este tema es importante que dejemos de lado las estructuras ordinarias de nuestros respectivos servicios secretos. Como seguramente le habrá dicho la señora Ceausescu, el asunto es demasiado importante para dejarlo en manos de burócratas como el señor Popescu o como nuestro jefe del departamento de Europa Sudoriental.

—Bien, pues usted dirá, señor Fernández.

—Ante todo, ¿le importa que nos hablemos de tú? Será lo más cómodo.

—Por supuesto.

—Vamos a ver, Cristian. Ni nuestra
antena
en Bucarest ni los demás servicios secretos occidentales sabían nada de ti hasta hace un par de días, y eso no es normal. Hace un rato he hablado con ellos y la verdad es que han averiguado poco: que eres arqueólogo, que tienes un rango demasiado alto para tu edad… y que no eres precisamente un comunista convencido. Bueno, tu apellido es bastante significativo, claro. Ya ves que conozco algo de la historia de tu país. Eres un enigma para tus propios compañeros y parece ser que te pasas muchas horas a la semana en la residencia privada del Conducator. Yo creo que en realidad tu pertenencia a la Securitate es bastante secundaria y no constituye ni tu actividad principal ni desde luego tu vocación. Tú eres un científico, Cristian.

—No sé adonde quieres llegar. Por supuesto que soy un científico. La arqueología es mucho más que una profesión para mí, y como bien sabes la tablilla puede llevarnos al mayor hallazgo arqueológico de todos los tiempos: una civilización desconocida hasta ahora que podría explicar muchos de los misterios de la Antigüedad. Además, el yacimiento que buscamos está en territorio rumano y explicará algunas antiguas leyendas dacias. Mi gobierno tiene interés en ese hallazgo, y a fin de cuentas fueron los Iordache quienes dieron con las tablas y la llave. Creo que tenemos un derecho innegable a apuntarnos el descubrimiento y disfrutar antes que cualquier otro país de los logros académicos que se obtengan. Pero, dicho esto, también estamos dispuestos a ser pragmáticos. Es evidente que debemos negociar con España y estamos abiertos a una discusión sin condiciones previas.

David sonrió y reflexionó unos instantes.

—Mira, Cristian, si estuviéramos hablando simplemente de un yacimiento arqueológico, tu razonamiento sería impecable. Yo te entregaría las coordenadas, tú te pondrías las medallas o se las colgarías a la
gran
Elena Ceausescu, y España se conformaría con organizar dentro de un par de años una exposición privilegiada con los materiales descubiertos.

—Eso me parece un enfoque muy correcto. Incluso estamos en disposición de compensar económicamente al señor Suárez y hacer constar su donación con una placa en nuestro museo arqueológico…

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